Noviembre 15, 2024

Un verdadero genocidio infantil

Consternación nacional  han provocado las denuncias realizadas por el diputado  René Safirio respecto de la situación del Servicio Nacional de Menores, el Sename,  después de las resoluciones de dos comisiones investigadoras especiales de la Cámara Baja respecto de la muerte de mil 313 niños bajo la supuesta protección del Estado y de las instituciones privadas que reciben subsidios fiscales para atender a la niñez y adolescencia desvalida.

 

 

Fallecimientos por tortura y negligencia médica, además de toda suerte de abusos sexuales entre las decenas de miles de menores al “cuidado” de esta institución estatal, como en los cientos de recintos particulares de todo nuestro territorio en manos, muchasveces, de operadores políticos de un amplio espectro partidista, como lo señalara el mismo parlamentario en diversas entrevistas. Quien, incluso, acusó  a estas organizaciones de haberse convertido en cajas pagadoras de los partidos y campañas electorales con los recursos distraídos del cuidado de los niños.

Se trata de un escándalo de las mismas proporciones de tantos que se conocieron en plena  Dictadura en cuanto, incluso, al número de víctimas contabilizadas y al horror sufrido por niños y niñas. Menores y familias que, por supuesto, debieran tener acceso a una justa reparación, aunque algunos ministros del Gobierno hayan tenido el descaro de declarar que estas indemnizaciones podrían resultar muy onerosas para el erario público. Cuando se sabe hasta de verdaderas bandas de pedófilos que incluso llegaron a traficar con las imágenes de estos abusos y que ofician u oficiaron de colaboradores del Sename o de estas instituciones privadas, sin haber enfrentado ningún sistema de admisión que midiera su solvencia, vocación y estado mental aptos para asumir el cuidado y la educación de estos menores. Por lo mismo que ahora se sabe que la mitad de la población penal actual en Chile pasó alguna vez por estos centros de “rehabilitación” infantil, como se proclaman.

Los hechos nos hablan de establecimientos cuyos directorios están integrados por connotados militantes políticos que fueron ministros de estado o cumplieron otras altas funciones públicas. Nombres y apellidos que coinciden con los de parlamentarios que se negaron a condenar con los resultados de estas investigaciones a los más altos funcionarios implicados por negligencia culpable y lucro. Y que desde el propio Parlamento abogaron por mayores subsidios para estas instituciones donde ofician sus correligionarios y parientes.

Se ha querido disminuir la gravedad de estas mil 313 muertes argumentando que en un período de diez años son muchos más los niños que fallecen por otras causas en sus hogares, hospitales o accidentes. Una explicación cínica y escandalosa que equivaldría a aminorar las ejecuciones y el número de asesinados y detenidos desaparecidos del Régimen Militar, en comparación con los que murieron por vejez, enfermedades o catástrofes durante aquellos 17 años de horror. Parece increíble que personajes que fueron reparados por los abusos que lescometió la Dictadura hoy le resten importancia a lo que el país viene descubriendo con estupor, inclinándose por la impunidad de los culpables. Negándose también a toda forma de reparación en favor de los niños que han quedado afectados para todas sus vidas por el maltrato o de las familias que los perdieron y que, como se sabe, pertenecen a los sectores más pobres y desvalidos de nuestra población.

Lo que cabe hacer es denunciar, así como se hizo entonces, ante el mundo a Chile como un país en que se siguen cometiendo crímenes, torturas y abusos sexuales de manos de agentes del Estado. Por algo la Comisión Interamericana de  Derechos Humanos ha declarado que nuestro país y Panamá son los países de la Región donde existe menos preocupación y cuidado por la niñez. Propio podría ser que las propias iglesias organicen una nueva Vicaría de la Solidaridad o alguna instancia similar para apoyar las denuncias y exigencias de reparación que se debemos alentar con la misma fuerza que lo hicieron las organizaciones de derechos humanos y víctimas de represión. Se trata, en este caso, de crímenes incluso más deleznables que muchos de aquellos, cuando se ha afecta a los niños y a los hogares más vulnerables del país.

En este sentido, nuestro Estado ya no puede seguir soslayando esta responsabilidad, así como mucho nos extraña que todavía la propia Presidenta de la República no convoque a las instancias pertinentes para que se investiguen estos delitos y no se  archiven las cómplices resoluciones de la clase política expresada en el Parlamento, salvo la excepcional actitud de algunos legisladores.

En caso de que no haya luego una reacción oficial, lo que nos cabe es apelar al mundo y al ordenamiento jurídico internacional en lo que representa un verdadero genocidio infantil, perpetrado bajo la tutela de gobiernos que se asumen como democráticos y tienen el descaro de descalificar y condenar  a otros regímenes del continente en que nada de esto ocurre. Cuando hay países en guerra, además,  que no suman tantas víctimas como las conocidas aquí.

Como en los tiempos pasados es alentador comprobar la atención que le está dedicando el periodismo chileno a esta situación, al mismo tiempo que opera ya un nuevo lobby político para exculpar a los responsables e inhibir la acción de nuestros jueces y tribunales. Al respecto, la obligación que nos cabe a los comunicadores es demandar la opinión de aquellos candidatos que siguen callando frente a lo acontecido en apenas diez años de investigación. Cuando lo propio sería, en este caso, que alguna comisión realmente independiente de los poderes ejecutivo y legislativo se hiciera cargo de trasparentar lo sucedido, castigar a los culpables de estos nuevos y agraviantes delitos de lesa humanidad. Además de reparar a las víctimas.

Así como le corresponde a los ciudadanos en este año electoral castigar con su desdén a los partidos y candidatos que no reaccionen debidamente. Lo patriótico y lo republicano nuevamente radica en denunciar estas nuevas acciones del terrorismo de estado y alentar la verdad y la justicia. Así sea que debamos apelar como en otras ocasiones al mundo civilizado.

Ojalá fuera posible que nuestra propia Corte Suprema interviniera resueltamente ante estas denuncias gatilladas por un parlamentario y en un autoacordado, o lo que corresponda,  ejerza su autonomía de aquellas autoridades empeñadas en cubrir con la impunidad lo acontecido y que, con seguridad, continua sucediendo bajo un Sename cuyas máximas autoridades y quienes deben fiscalizarlos están más empeñados en entrar a la arena electoral que encarar las urgentes soluciones que demanda superar este nuevo horror en nuestra convivencia nacional y prestigio mundial.

 

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