Aquella noche el mendigo comía desperdicios que sacaba del contenedor de la basura. Al querer alcanzar un pedazo de carne, perdía el equilibrio y caía de cabeza en el pavimento. Estuvo tirado en la vereda hasta la mañana siguiente. En tanto, sangraba y nadie se dignaba a darle socorro.
Los transeúntes suponían que se había quedado dormido; capeaba una borrachera o simulaba una enfermedad para producir compasión. Entonces, seguían de largo. Horas después, el mendigo fallecía a causa de la aguda anemia.
Un niño que andaba en bicicleta vio el cadáver cubierto de moscas y corrió a avisar a su padre. “Bueno; —reflexionó el hombre mientras bebía café y leía el diario— los mendigos también mueren”.
Esta historia que parece ficción literaria, sucedió hace meses en una ciudad de nuestro país. Voy a omitir su nombre, para no lastimar a quienes viven ahí.
¿Desde cuándo se perdió la cacareada solidaridad chilena que nos enseñaron de niño? ¿Acaso, el que come desperdicios lanzados a la basura, se convierte en desecho humano, en un ser que estorba?
Si ha terminado de pordiosero, se debe en parte a nuestra culpa como sociedad. No existen excusas para desligarse de la responsabilidad.
Hay personas que deben merecer nuestra admiración. Me refiero entre otras, a quienes desde el amanecer hasta la tarde, recogen diarios, cartones, papeles, botellas, latas vacías y en triciclos los conducen a las plantas de reciclaje.
El “a mí no me importan los demás” se ha instalado como muletilla en nuestra reciente cultura.
Es el producto de la aparición de sistemas económicos ideados por la oligarquía – donde cohabitan empresarios, banqueros y los sirvientes de turno – para convertirnos en voraces consumidores, a través del golpeteo diario y constante de la propaganda.
Sistemas perversos que apuntan a transformarnos en autómatas que solo busquemos el bienestar individual, aunque para conseguir el glorioso ascenso social, tengamos que pisar los cadáveres de nuestros semejantes.
En la novela “La trepadora” de Rómulo Gallegos se aborda el tema con inusual crudeza.
Hace algunos años se realizó un experimento en un país donde día a día se producen choques mortales de tránsito. Se hizo el montaje de un accidente entre dos automóviles en una carretera, donde había heridos tumbados en el pavimento.
Durante horas, nadie se dignó detenerse para prestar auxilio, hasta que apareció el samaritano —el estúpido para muchos— y paró a dar los primeros auxilios. Ese estúpido, profesor jubilado, había perdido a su mujer en un accidente de tránsito.
A Isidora Aguirre, la autora de “La pérgola de las flores” y de “Los papeleros”, estrenada en 1962; cuando le preguntaban por sus obras de teatro, decía que esta última se encontraba entre su preferidas.
Aquí tenemos una sátira con música y canciones, en cuya introducción expresa en parte: “Esta es la historia de la escoria hombre y del hombre en la escoria. El teatro con sus licencias nos la viene a relatar en nombre del papelero…”
Isidora o Nené, como la llamaban sus devotos, logró personificar a seres marginales, esclavizados, derrotados por el sistema, que viven en un basural cerca de la ciudad de Santiago, donde recolectan desperdicios.
Atrapados, sin esperanzas de cambiar de rumbo, concluirán su existencia como el mendigo de nuestra historia, enterrados en la inmundicia, la cual desde hace años, ha corrompido a nuestra suciedad. Perdón: sociedad.