Centenarios, bicentenarios, sesquicentenarios son ocasiones especiales que normalmente se celebran en gran forma. Como vivo fuera de Chile, me perdí la celebración que se hizo allá para el bicentenario, pero sí recuerdo con mucho aprecio el sesquicentenario allá en 1960. Yo entonces era todavía un “cabro de liceo” recién entrando en la adolescencia y para quien esos días fueron de descubrimiento, como que en esos días celebratorios en Ñuñoa con desfile en la plaza frente al edificio consistorial y con mucha pompa, me fijé que había una chica a quien vi en esas celebraciones y que me empezó a gustar. Bueno, estas celebraciones—aparte de su connotación de evento colectivo—también suelen encarnar profundos sentimientos personales.
Es lo que ocurre en estos días con los 150 años de Canadá (este es un país más joven que Chile) que pare ser preciso cumple su sesquicentenario este 1º de julio. Y como empezaba con comparaciones con Chile valga hacer notar que hay más coincidencias: como para el bicentenario chileno hubo protestas de los mapuches que reclamaban que para ellos Chile es en realidad una suerte de poder colonial que les ha despojado de sus tierras y aniquilado su cultura, algo similar se ha vivido en estos días en Ottawa, la capital del país, cuando un grupo de indígenas instaló un gigantesco teepe (una suerte de ruca) con símbolos de su pueblo protestando porque, para ellos, no habría nada que celebrar en estos 150 años de Canadá. Del mismo modo como los mapuches protestaron pues tampoco tenían nada que celebrar en los 200 años de Chile.
Las coincidencias en cuanto al descontento de los pueblos originarios de Canadá y Chile (y podríamos agregar a los de casi todos los demás países de nuestro continente) y en cierto modo el rechazo que por los menos algunos—no todos—hacen del estado del cual forman parte representa a su vez un problema aun presente y que probablemente sólo con las excepciones de Bolivia y Ecuador, prácticamente ningún país de las Américas ha logrado resolver: cómo hacer que los pueblos aborígenes se consideren verdaderos ciudadanos de esos estados y no sean objeto de discriminación o segregación.
Dicho todo esto sin embargo, para quienes vemos esta problemática desde fuera, pero con una profunda simpatía por los pueblos originarios, no deja de plantear situaciones un tanto incómodas. Estoy seguro que la inmensa mayoría de quienes somos chilenos sentimos un real apego e identificación con el estado chileno y lo que él representa (véase nada más el entusiasmo por la actuación de la selección chilena). Un relación que va más allá de quien lo gobierne (por ejemplo, ese afecto no disminuyó cuando Chile era regido por la dictadura militar), del mismo modo para los canadienses, incluso para quienes como yo, que no nacimos aquí pero hemos adquirido la nacionalidad de este estado, también hemos creado un lazo de afectividad hacia este país (para ser franco, uno sería muy mal nacido, muy mala clase, si no tuviéramos un sentimiento de agradecimiento por Canadá que, mal que mal, nos recibió como refugiados o bajo otros programas inmigratorios, en momentos en que más lo necesitábamos, en más de un caso literalmente salvándonos la vida). Es por eso que recalco esa incómoda ambivalencia en la que nos puede colocar, sea el repudio al bicentenario chileno por el pueblo mapuche en su momento o las protestas de los indígenas canadienses en estos días. No cabe duda que en ambos casos las reivindicaciones de los pueblos originarios son justas y sus reclamos apuntan a serias situaciones de despojo: tanto en Canadá como en Chile las tierras de los pueblos indígenas fueron eventualmente tomadas por los colonizadores: ingleses y franceses en el caso de este país, españoles en el caso de Chile y la mayor parte del resto del continente. Los pueblos originarios de este país fueron asentados en áreas llamadas “reservas” (en Chile la intención fue aun más clara, a esas áreas se las llamó “reducciones”), el patrón de conducta del estado canadiense y el de los otros países americanos en esto no difiere mucho, con el agravante que en los casos chileno y argentino hubo reales exterminios de indígenas. En el caso canadiense se habla más bien de un “genocidio cultural”: desde fines del siglo 19 y hasta poco más de mediados del 20, los hijos de los indígenas eran literalmente arrebatados a sus familias (¿no era eso lo que las campañas del terror decían que harían los comunistas?) y enviados a escuelas residenciales, internados donde a los niños se les impartía educación básica en inglés o francés, se les forzaba a que dejaran de lado sus propias creencias, idioma y cultura, en los hechos se los castigaba si sus instructores los escuchaban hablando en sus idiomas ancestrales. Estos internados eran regentados por las iglesias, la Iglesia Católica siendo la que tenía mayores recursos humanos para esta tarea que era a la vez asimiladora a la cultura blanca y evangelizadora, fue la que tuvo mayores internados a su cargo. Los niños y niñas allí enrolados a la fuerza fueron no sólo víctima de maltratos sino además—según se ha denunciado en los últimos años—muchos fueron víctimas de abusos sexuales por parte de los sacerdotes, hermanos legos, y monjas que los tenían a su cargo, generalmente en lugares aislados y sin que los niños pudieran recibir auxilio alguno.
Esta situación ha sido reportada, el estado canadiense ha pedido perdón por lo obrado y ha tenido que compensar a las víctimas, pero en definitiva se trata de un daño irreparable. Los pueblos indígenas y el propio gobierno canadiense han pedido al papa Francisco que la Iglesia Católica también pida perdón por los abusos cometidos. (Muchos dudan que lo haga, ya que abriría la puerta a que la Iglesia fuera demandada en tribunales).
Dicho todo esto, es evidente que los indígenas de Canadá—como sin duda los mapuches en Chile y los pueblos originarios de otros países del continente—tienen buenos motivos para estar descontentos. Al mismo tiempo sin embargo, ello no debe entenderse como una deslegitimación de los estados de la región. Lo que sucede es que prácticamente todos los países de este continente, empezando por Estados Unidos—el primero que surgió como estado independiente—luego los de América Latina así como Canadá y demás surgidos en los siglos 19 y 20 fueron creados de un modo muy diferente a como nacieron los estados-naciones de Europa. Mientras en el Viejo Mundo los países fueron creados por los pueblos (naciones) que pudiéramos llamar “autóctonos” o que al menos vivían en ese territorio por un tiempo suficientemente largo como para hacer valer su condición de “dueños legítimos” de esa tierra, en el continente americano los estados fueron creados no por sus pueblos aborígenes que en el mejor de los casos estaban completamente sometidos y en el peor (como los taínos del Caribe, los charrúas de Uruguay o los fueguinos del sur de Chile y Argentina) habían simplemente sido exterminados, sino por los descendientes de los conquistadores y colonizadores. Los fundadores de Canadá—ingleses y franceses—al formar el país hace 150 años se declararon a si mismos los dos pueblos fundadores, no se les pasó por la mente consultar a los indígenas sobre si querían ser parte del nuevo estado. Bueno, en Chile tampoco nadie consultó a los mapuches cuando se mandó al ejército a tomar su tierra además bautizando esa invasión como “Pacificación de la Araucanía”, como nadie consultó a los habitantes de Rapa Nui si querían ser parte del país tampoco.
En buenas cuentas, de norte a sur del continente los estados que aquí nacieron y a los cuales prestamos lealtad y con los cuales nos sentimos—legítimamente por los demás—emocionalmente atados, se crearon por parte de los descendientes de los conquistadores sin considerar para nada a los habitantes originarios. El reclamo y el descontento de estos pueblos es entendible. Pero—y aquí también es importante consignar esta situación de hecho—ello no puede significar restarle legitimidad a los estados existentes, sean estos Chile, Canadá, Estados Unidos, México o cualquier otro. Estos estados ya existen, son una realidad, hay gente que ha vivido allí por generaciones y sería absurdo proponer que todo aquel que no demuestre tener antepasados indígenas agarre sus maletas y se vaya a España en nuestro caso, o a Francia y Gran Bretaña en el caso canadiense. Las cosas son un tanto más complejas que lo que las consignas pueden revelar. Además hay que tener siempre presente que nadie tiene la razón por ser quien es. Sólo la justeza de los argumentos pueden indicar que tengan o no la razón. Pero es de una terrible simpleza el atribuirle la razón a alguien por lo que ese grupo o persona es. Ni los indígenas, ni los estudiantes, ni las mujeres, ni siquiera los obreros la tienen por lo que son sino por la fortaleza de sus planteamientos: recuérdese por ejemplo, como hacia finales del gobierno de Allende los trabajadores del cobre de El Teniente fueron a la huelga, marcharon a la capital y fueron alojados en dependencias de la Universidad Católica donde la federación estudiantil de ese plantel era controlada por los gremialistas de Jaime Guzmán. Es probable que las demandas de esos trabajadores tuvieran alguna justicia, pero el contexto en que se produjo esa movilización obrera contribuyó en los hechos al ambiente que llevó al golpe de estado. Por eso siempre hay que tener presente este viejo decir de la dialéctica: “El análisis concreto de la realidad concreta”.
Concluyo entonces señalando que mientras los indígenas canadienses—como los mapuches en Chile—tienen buenos motivos para estar descontentos con el país en que viven, ello no puede deslegitimizar a esos estados. Más aun, ello no puede obstar a que los que se sienten parte de ese estado tengan legítimas razones para celebrar una fecha de especial significación como es en este caso el sesquicentenario del estado canadiense. Por cierto esta tierra no estaba vacía cuando los europeos llegaron, como tampoco estaba lo que ahora es Chile, pero la sociedad y el estado que esos nuevos ocupantes instauraron tampoco puede descartárselo del todo. En los hechos Canadá en estos 150 años a pesar de los momentos oscuros de su historia (como también Chile o cualquier otro país) ha logrado construir aquí una sociedad de mucha tolerancia, con un modo de existencia bastante decente, de gran generosidad (fue muy generosa con nosotros los chilenos en su momento, lo es ahora con los refugiados sirios) y con una gran apertura de mente frente a la diversidad. Por ese motivo, yo también alzo mi copa y brindo a la salud de los 150 años de Canadá, entendiendo que como cualquier otra sociedad, empezando por aquella en que nací y me crié, también ha tenido momentos de su historia que han sido muy oscuros y funestos.