El dictador Pinochet decía al Mercurio el 24 de abril de 1987 que: “Nación es tratar de hacer de Chile un país de propietarios y no de proletarios”. La frase es menos ingenua de lo que uno cree. Resume muy bien el clima de una época, aquella de los “jaguares”, de esas excelentes tasas de crecimiento, de la reducción de la pobreza, del buen posicionamiento de Chile en el ranking de competitividad, etc. La promesa era la recompensa económica. El camino, el esfuerzo individual. Pinochet compendia en ella, lo que a Thatcher le permitió durante su gobierno, derrotar al movimiento minero del Reino Unido. Independiente si uno copió a otro, la propuesta era la famosa meritocracia, aquella donde el que se esfuerza obtiene lo suyo (acordémonos que la justicia es “dar a cada cual lo suyo”). El rico no tiene reproche posible, pues absolutamente todo lo que tiene es bien habido, producto de su esfuerzo, y el pobre lo es, por falta de empeño. Elimina así la solidaridad, que pasa a ser un sentimiento tribal según Hayek, y así la pobreza pasa a ser una experiencia individual de fracaso. Una versión más amable de aquello, podría ser –hoy- el discurso sobre igualdad de oportunidades, que centra las culpas en el Estado.
Sabemos que la élite política chilena se ha apresurado en defender los avances de las últimas décadas. Esa reducción del 40% al 7% de la pobreza quizás el primero y más importante. El pasar de 100 mil estudiantes de educación terciaria a casi más de un millón de profesionales, un 70% primera generación. Incluso el problema previsional sería la mejor prueba de nuestro éxito: gracias a las mejoras en la calidad de vida, vivimos más. Así nace para algunos oportunos políticos, la teoría del “segundo piso”, donde el primer piso está perfecto (eliminación de la pobreza, mejoras en cobertura salud y educación, recuperación de la democracia, etc.), ahora hay que construir el segundo: calidad en las prestaciones del Estado, mejora de las relaciones público-privadas, emprendimiento, mejoras educacionales en pruebas estandarizadas, más crecimiento, economía tecnologizada, I+D, etc. Claro, el que quiera discutir sobre el primer piso está haciéndonos perder tiempo. La economía, la idea de mérito, son hechos que no admiten prueba en contrario, como si habláramos de una ciencia “dura”. Ir contra el lucro recordaba el ex ministro Felipe Morandé, “es tan antinatural como prohibir el sexo”. Se trata de una verdad instintiva.
El problema a mi juicio es que parte de ese discurso ha permeado transversalmente la sociedad chilena. No hay que subestimar los aciertos de los pensadores de derecha que implantaron el modelo. Su gran éxito no fue que Pinochet implementara sus medidas, sino que justamente, pueden estar considerablemente satisfechos de que sus ideas hayan sido defendidas en democracia, por aquellos que abrazaran en otras épocas ideales socialistas o comunitaristas. Tatcher siendo preguntada por cuál había sido el mayor logro de su gobierno, no se lo pensó dos veces y pronunció un apellido: “Blair, Blair”. Los economistas de Pinochet podrían haber pronunciado un sinnúmero de apellidos concertacionistas.
El otro acierto es que la centro izquierda dejó de hablar de clase, de proletarios, y comenzó a hablar de votantes, individuos, sujetos, en resumen, de clase media. Tironi hablaba ya de esos jóvenes hijos del éxito del modelo, con la barriga llena, que exigen más al sistema (en clave de segundo piso), por su propio éxito. El mismo Joaquín Lavín habla de que la UDI debe dejar de ser el partido popular (los pobres son pocos, y les cuesta ir a votar), para transformarse en el partido de la clase media (en tanto individuos). De paso, la clase media, concepto nada de inocuo, se llena de meritocracia, siendo sinónimo de ambición (nada es imposible), esfuerzo y humildad. Por otra parte, la clase popular es demonizada como sinónimo de flaite (en Inglaterra ocupan chavs), vaga, descuidada (embarazo adolescente), delictual e inculta. Puesto así, la clase media es el deber ser de la clase popular, una clase hoy denostada (en los medios y redes sociales), odiada (campaña “pitéate un flaite”) y segregada de múltiples maneras (geográfica y laboralmente por ejemplo).
La clase media es justamente un concepto dudoso, puede serlo quien deja la pobreza y hasta el candidato Piñera. En un país como el nuestro, puede significar muchas cosas: vivir en cierta comuna, tener una vivienda de tales características, superar la escuálida línea de la pobreza, desarrollar una carrera técnica, poseer determinada cultura o manejar algunos conocimientos. Es decir, un desarrollo individual aparejado al poseer ciertos bienes (no solamente materiales). El error de la izquierda ante dicha perspectiva es tomar palco moral, distanciándose del fenómeno real del consumismo. Ingenuamente algunos se han puesto a pontificar desde un ampuloso academicismo, en vez de mirar efectivamente el complejo panorama que ofrece una sociedad que en cierta medida acogió la promesa propietaria. La izquierda ha sido incapaz hasta el minuto de hacer sentido a esa población precarizada (el obrero de hoy cambió la fábrica por la oficina), que mira el fenómeno del mercado como algo muchas veces propio. Claro es que, a quién de nosotros no pudiera gustarle que las gentes fueran más comedidas en sus gastos, fueran más comprometidas políticamente, se sindicalizaran más, o que escucharan a Violeta Parra y Víctor Jara. Pero lo cierto es que en su mayoría prefieren endeudarse, no militan ni participan activamente en política, tampoco forman sindicatos, y finalmente escuchan a Américo o Daddy Yankee. Y eso no tiene nada de malo. Juzgar aquello es demonizar a la clase popular, devenida en flaite, hecho que por lo demás hace de manera exitosa nuestra TV.
Lo complejo de hoy es que estamos frente a la oportunidad histórica de frenar fenómenos sociales populistas. Le Pen y Trump son posibles justamente porque la sociedad civil crítica no hace bien su labor, que es dar forma al descontento de manera plural, materializando los cambios necesarios que las sociedades van demandando. Para ello cuenta con herramientas tecnológicas nunca antes vistas, que con un poco de creatividad, pueden transformarse en medios efectivos para llegar a esos votantes huérfanos que se han quedado en sus casas las últimas elecciones. Juzgar sus gustos o estilos de vida, es regalarlos al primer líder carismático que les hable más de cerca. Hay que hacerles sentido en sus vidas cotidianas, no pontificar. Es decirles con claridad qué es lo que se quiere cambiar con un lenguaje sencillo, más no simple. En resumen, es tratarlos como ciudadanos, respetando sus modos de vida e integrándolos a la toma de decisiones. Parafraseando a Pinochet: Nación es tratar de hacer de Chile un país de ciudadanos (fomentando/permitiendo su asociatividad) y no meramente de propietarios (tanto tienes, tanto vales).