Una reciente resolución de los tribunales dictó sentencia contra 11 miembros del ejército, carabineros y policía de investigaciones como autores y cómplices de lo que se ha denominado como “secuestro permanente” en el caso de mi hermano Martín y su compañera María Inés Alvarado Börgel, secuestrados hace ya casi 43 años y desaparecidos desde Londres 38. Militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), eran parte entonces de los primeros y solitarios esfuerzos de resistencia a la dictadura. Los victimarios son agentes formados, organizados, financiados, y hoy pensionados por el Estado chileno; parte de un numeroso contingente que, en su inmensa mayoría, se encuentra en libertad y vive entre nosotros.
Después de tan prolongada búsqueda y de innumerables denuncias, luchas y reclamos, esta sentencia podría ser motivo de algo parecido a la satisfacción. Sin embargo, la justicia no solo ha sido tardía sino también incompleta: apenas fragmentos de verdad, bajas condenas para un reducido grupo de responsables, e indemnizaciones “austeras”, al decir de Ricardo Lagos. Hasta ahora los tribunales se han limitado a establecer el secuestro y el paso de las víctimas por los centros de detención y tortura sin indagar los homicidios y el ocultamiento posterior de los cuerpos.
Carentes de una estrategia global, las investigaciones se han centrado en casos individuales omitiendo el carácter sistemático del exterminio que buscó destruir las organizaciones sociales y políticas protagonistas del más amplio movimiento popular de nuestra historia. De 1.193 personas detenidas desaparecidas en Chile, apenas 104 han sido encontradas e identificadas. Así, la mayoría de estos procesos no ha aportado prácticamente nada que no supiéramos ya hace cuatro décadas en tanto las preguntas principales siguen sin respuesta: ¿dónde están? ¿qué hicieron con ellos y ellas? ¿cuándo? ¿quiénes son los responsables?
Una segunda desaparición
Durante más de 40 años ha habido más líneas de continuidad que de cambio en las políticas del Estado en este ámbito, por eso, el resultado ha sido el mismo: la impunidad en la inmensa mayoría de los casos.
En democracia, el poderoso sistema de encubrimiento, operado desde el Estado, fue conservado prácticamente intacto a lo largo de 26 años de gobiernos civiles que hicieron de la política del consenso y la reconciliación con los representantes de los victimarios la base de la gobernabilidad. En medio de una búsqueda incesante de “dar vuelta la página”, las autoridades no han tenido la voluntad política, la inteligencia ni el coraje de generar las condiciones para hacer posible y exigible la verdad.
La porfiada resistencia de los familiares y las organizaciones de derechos humanos ha permitido reabrir una y otra vez las causas, pero ello no ha sido suficiente. El paso del tiempo ha hecho su contribución a la impunidad, parte de la apuesta de los victimarios y sus cómplices. Poco han importado los compromisos suscritos por el Estado chileno a raíz de la detención y procesamiento de Pinochet en Londres, hecho histórico que no solo marcó un antes y un después para el derecho internacional, sino que obligó a los tribunales nacionales a traspasar los límites establecidos bajo el gobierno de Patricio Aylwin con su doctrina de “la justicia en la medida de lo posible”.
Pero ese impulso posterior a 1998, no tuvo un efecto duradero. Diversas estrategias han paralizado o enlentecido, una vez más, la acción judicial lo cual replantea la necesidad de acudir nuevamente a las instancias internacionales que en diversas oportunidades han cuestionado al Estado de Chile por su incumplimiento de los compromisos y convenios internacionales en este ámbito.
Recientemente, la Corte Suprema redujo de 18 a 4 los jueces que llevan investigaciones por violaciones a los derechos humanos en dictadura, y el presidente de la Corte Suprema Hugo Dolmetsch ha afirmado que “las cosas tienen que tener su término”. Junto a otros personeros políticos y religiosos ha emprendido una verdadera cruzada mediática, dícese “humanitaria”, para el otorgamiento de beneficios a los militares y policías condenados.
Esta preocupación “humanitaria” tan focalizada no ha alcanzado a las víctimas de esos reos –que esperan justicia desde hace décadas–, tampoco a quienes cumplen condenas por delitos comunes en condiciones inhumanas. Además, ha desviado el debate, dejando de lado la cuestión de fondo: la persistencia de la impunidad en la inmensa mayoría de los casos: apenas 117 agentes han sido condenados, de un total de 1.373 procesados.
En estas condiciones, promover la reducción de las penas y el cierre de los procesos resulta una paradoja perversa, especialmente en los casos de desaparición forzada, ya que se trata de crímenes que no cesan y que continúan ejecutándose hasta hoy en virtud del silencio de los victimarios y sus cómplices y los limitados avances de los tribunales.
Contradiciendo esta realidad, el discurso oficial ha intentado convencernos de que Chile es un ejemplo de justicia transicional. Esta negación y la violencia simbólica que conlleva equivale a una segunda desaparición de los desaparecidos.
Privatización del conflicto
La insistencia en que estos temas forman parte de un pasado superado encuentra resonancia en sectores importantes de la sociedad. Diversas formas de negación, indiferencia y complicidad acusan finalmente un temor: el temor a la actualidad del conflicto y a sus continuidades en el presente. Por eso, entre nosotros predomina una suerte de privatización del conflicto. En un país donde todo se ha privatizado, hasta el daño perpetrado por el Estado, las violaciones a los derechos humanos son vistas, generalmente, como un tema de los “directamente afectados”, de “los familiares”, con quienes se solidariza, sin necesariamente asumir la demanda como propia, como parte de un compromiso más amplio con la verdad y la justicia.
Estas distinciones son funcionales al poder reconciliador. Desde su óptica, es como si el terrorismo de Estado no hubiera producido efectos sociales, políticos, económicos y culturales sobre el conjunto de la sociedad. Como si su objetivo no hubiera sido la destrucción de un proyecto político y de determinadas formas de la política. Como si los muertos no fueran la contracara necesaria e inseparable del proyecto refundacional de la dictadura preservado en democracia. Reverso y anverso de un mismo proceso.
Para hacer justicia se requiere más que la esquiva acción de los tribunales y de los organismos del Estado. Es necesario el reconocimiento social y público de lo vivido, hacerse cargo del pasado, de sus efectos en nuestro tiempo, de las nuevas formas de represión, de la criminalización de la protesta social, de la ocupación militar del territorio mapuche, de la tortura, de las decenas de muertos y de los tres casos de detenidos desaparecidos en democracia que se mantienen impunes. También hay que hacerse cargo de la indiferencia y, sobre todo, de la aprobación de estas prácticas. Como lo ha señalado Pilar Calveiro respecto a Argentina, e igualmente aplicable a nuestro país, “el terror contó con algún grado de consenso social, que puso en evidencia que nuestra sociedad probablemente era –y es– mucho más autoritaria de lo que frecuentemente estamos dispuestos a creer.
Junto con esta semejanza tenemos también diferencias con el país vecino que contrastan con nuestra realidad, entre ellas el amplio rechazo social al terrorismo de Estado y el reconocimiento del conflicto. Un ejemplo reciente fueron las multitudinarias manifestaciones en las calles de Córdoba con motivo del juicio a los militares responsables del centro de detención y desaparición La Perla: más de 10 mil personas corearon consignas y portaron pancartas donde se podía leer “El juicio es de todos”, “Los juzga un tribunal, los condenamos todos”.
En lugar de esas expresiones masivas, en Chile cada septiembre se reproducen en torno a la efeméride los actos conmemorativos, oficiales y oficialistas, de una memoria doliente y compasiva que, junto con recordar a las víctimas vaciadas de su potencia y protagonismo histórico y político, omite la responsabilidad de los poderes actuales en la mantención de la impunidad, con el telón de fondo de la gastada retórica del “Nunca más” y del reconocimiento tardío de lo que “pudo haberse hecho y no se hizo”, omitiendo, claro, lo que podría hacerse en el presente.
Así, la “deuda” de la que se acostumbra hablar no es solo una cuenta pendiente de los tribunales. Tampoco basta con el simple reconocimiento de un conjunto de principios universales, o de más educación en derechos humanos, como se suele afirmar. Es necesaria una sanción y una condena social amplia y explícita porque el problema es principalmente político, del orden que nos gobierna. Por eso, como en ese pasado que algunos quieren olvidar, el desafío principal sigue siendo la transformación de ese orden y de las formas de ejercicio y distribución del poder. De ahí, y solo de ahí, tal vez pueda surgir la verdadera justicia.
Gloria Elgueta Pinto
Licenciada en Filosofía, miembro de Londres 38, espacio de memorias
Columna publicada en El Desconcierto cedida por la autora