Noviembre 15, 2024

Leales y traidores

“…Contubernios de hoy son eco de canalladas de ayer…”

En materia de traiciones hay una muy destacable perseverancia en la Historia de Chile. José Miguel Neira recordó algunas, lamentablemente sin señalar que también hubo lealtades dignas de encomio. Luis Casado intenta reparar el involuntario error, recordando que, como dicen ahora, la traición fue “transversal”.

 

Mi amigo José Miguel Neira –que tan bien recordó lo que fueron los gobiernos y los presidentes radicales–, me sugiere escribir una parida para equilibrar las cosas.

 Porque hubo radicales dignos de ese nombre, decentes, hombres de principios, honestos, merecedores de los homenajes que muy justamente les fueron rendidos en su día.

 

Para ser justos, si Neira se apresuró en escribirme fue porque recibió un mensaje de una fiel lectora de POLITIKA, quién le recordó amablemente que dos senadores radicales se opusieron a la traición de Gabriel González Videla: Rudecindo Ortega y Gustavo Jirón Latapiat.

 

Ambos fueron –como se debe– expulsados del Partido Radical, que en ese momento no toleraba sino a los renegados. Ambos, Ortega y Jirón, fundaron el Partido Radical Doctrinario, que acogió a quienes mantuvieron la lealtad a los principios y a la decencia más elemental.

 

Es un deber –y de paso un placer– rendirles el homenaje que Alejandro Guillier les negó cuando le cantó loas a González Videla, “figura” de un partido radical del que no conoce ni siquiera la historia.

 

Al rendirle homenaje a González Videla, –olvidando a los radicales de buena cepa–, Guillier desconoce que, antes de virar en 180º, el traidor había pronunciado encendidas declaraciones de amor al partido comunista. Recién electo presidente, en un memorable discurso pronunciado en el Club Radical de La Serena, González Videla declaró: “No habrá fuerza humana ni divina que me aparte del Partido Comunista.”

 

Pocos meses después les puso fuera de la Ley y les envió a los campos de concentración, de los cuales Pisagua fue el más conocido. Regentado –la historia tiene sus detalles– por un cierto Augusto Pinochet Ugarte.

 

Para ser justos, es preciso puntualizar que no solo los radicales traicionaron, y que los hechos hicieron tambalear las convicciones de no pocos dirigentes políticos.

 

Un sector anticomunista del partido socialista, liderado por Bernardo Ibáñez y Juan Bautista Rosetti, se levantó contra la dirección encabezada por Eugenio González Rojas y apoyada por Raúl Ampuero.

 

Ese sector contribuyó a la aprobación de la Ley Maldita. Poco más tarde, Ibáñez y Rosetti lograron para sí el reconocimiento legal del nombre del partido socialista tras un fallo “de inaudita parcialidad y torpeza” del Tribunal Calificador de Elecciones.

 

Como Rudecindo Ortega y Gustavo Jirón en el caso del PR, Eugenio González Rojas, Raúl Ampuero, Salvador Allende y la mayoría del PS tuvieron que cobijarse –transitoriamente– en otra estructura, el llamado partido socialista popular (PSP). Aniceto Rodríguez denunció la trampa y evocó sus pálidos resultados: “Nos habían robado el nombre y el uso legítimo de un timbre, pero el pueblo no se engañaba y cada vez que era convocado demostraba sin vacilaciones su adhesión al partido verdadero.”

 

Pablo Neruda, que fue el generalísimo de la campaña presidencial de Gabriel González Videla –y entonaba en cada mitin sus versos “El pueblo te llama Gabriel…”– apabulló más tarde al traidor describiéndole de este modo:

 

“…fue sólo un aprendiz de tirano y en la escala de los saurios no pasaría de ser un venenoso lagarto […] El presidente de la república, elegido por nuestros votos, se convirtió, bajo la protección norteamericana, en un pequeño vampiro vil y encarnizado”.

 

Bernardo Leighton, joven cuadro falangista, defendió públicamente a los dirigentes sindicales y las memorables huelgas del carbón. Radomiro Tomic, aún dubitativo, criticó las acciones del PC pero terminó por rechazar la persecución de las ideas políticas:

“¡Os estáis equivocando cuando queréis unir el destino de Chile al de países que han pisoteado la democracia, que desprecian la libertad, que atropellan todo lo que fue grande y amado por nuestros antepasados! ¡Os estáis equivocando cuando dais las espaldas a todas las democracias del mundo […] ¡cómo quisiera que fuese posible que pudieseis convencer al Presidente de la República, hombre culto, libertario y democrático, pero hombre impulsivo, que no cometa este grave error político!”

 

El “hombre culto, libertario y democrático” terminó por imponer la ley más liberticida que conoció Chile antes de la dictadura cívico-militar de Pinochet. Y en el año 1973 se prestó para la mascarada de Te Deum que consagró el poder que los criminales obtuvieron al precio de un golpe de Estado. A su lado estuvieron Jorge Alessandri Rodríguez y Eduardo Frei Montalva.

 

Como puede verse, la separación entre los políticos leales al pueblo y los renegados no data de ayer. Y ha sido recurrente. Recordamos, desde luego, al inenarrable Julio Paquetón Durán Neumann, cuya deriva derechista (1966) dividió al PR en dos facciones y un suizo.

 

De un lado el radicalismo de progreso que se uniría luego a la lucha de Salvador Allende, del otro una murga que terminó apoyando a Eduardo Frei Montalva. En el medio, un “agnóstico” incapaz de decidir cuál era su camino, un oportunista fiel a su oportunismo: el auto-denominado “suizo” Ricardo Lagos Escobar.

 

Gloria pues a Rudecindo Ortega y a Gustavo Jirón Latapiat. Gloria a Eugenio González Rojas, Raúl Ampuero y Salvador Allende. Gloria a Bernardo Leighton y a Radomiro Tomic.

 

Conviene recordarles, porque los contubernios de hoy no son sino el eco de las canalladas de ayer.

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