Noviembre 16, 2024

Brasil: 2017, el año de la vergüenza y la indignación

El año recién se estrenó, pero ya dio amplias y sólidas muestras de cómo serán sus días y sus noches. Puso en claro una de las llagas sociales más agudas de mi país –la cuestión de los presidios–, reforzó la ineptitud y la falta de estatura del presidente que llegó adonde está gracias a un golpe parlamentario, exhibió con rara transparencia los desvíos éticos de integrantes del Poder Judicial, Supremo Tribunal Federal inclusive, y, por si todo eso fuera poco, lanzó avisos y alertas de que el convulso cuadro político, social y económico seguirá amenazando un futuro ya bastante amenazado. Todo eso dos semanas: no está mal, para asegurar la destrucción de lo conquistado.

 

 

Ya en sus primeros minutos, 2017 propició a los brasileños y al mundo la aterradora visión de una realidad que sucesivos gobiernos y la inmensa mayoría de la opinión pública insisten, desde hace décadas, en ignorar: la inhumana, sórdida situación de los presidios brasileños, verdaderas e inmundas sucursales del infierno.

Solamente en los seis primeros días del año al menos 106 presos fueron brutalmente asesinados en dos presidios de la Amazonia. Buena parte de ellos fue degollada, otros fueron eviscerados, los ojos les fueron arrancados. Esa es la extensión de la barbarie. Y en otra muestra, la de la falencia total del sistema, todo eso se cometió con rifles, machetes, droga, mucha droga, y un batallón de teléfonos celulares que circulan libremente por todas las cárceles. Para eso, la corrupción corre suelta entre los responsables por la seguridad de los presidiarios.

Decapitaciones fueron filmadas por los teléfonos y luego llevadas a las redes sociales. Fuera de las cárceles, un aspecto alarmante: se trata de la sangrienta disputa entre los dos mayores cárteles de distribución de drogas, el PCC ( Primer Comando de la Capital), originario de San Paulo, y el CV ( Comando Vermelho, o sea, Rojo), nacido en Rio. Con sus largos tentáculos controlan, frente a la impotencia del Estado, a por lo menos una veintena de otros cárteles, menores y regionales, por todo el país.

La débil –y tardía– respuesta del gobierno a la caótica y perversa situación de los presidios brasileños ha sido anunciar la construcción de más presidios. O sea, más casas de la muerte.

Es cuadro apenas oculta otra perversidad imperante: Brasil tiene la cuarta población carcelaria del mundo, en términos absolutos. Son como 640 mil presos. Ocurre que al menos 40 por ciento de los que están hacinados en ambientes de brutalidad indescriptible siquiera fueron juzgados y condenados, y otro 20 por ciento ya cumplieron sus sentencias pero no han sido liberados. Esa una muestra de la inadmisible lentitud de los tribunales, para no mencionar a la corrupción que se esparce entre jueces de distintas instancias.

Pero por esos días de calor sofocante en Río de Janeiro lo que veo al mirar el mapa de mi país es un lento, dolido desfile de instituciones en harapos, empezando por los tan mencionados tres pilares de la democracia.

En el Poder Legislativo, lo que tenemos es un Congreso en el que por lo menos un tercio está comprobadamente involucrado en corrupción generalizada y pesan consistentes sospechas sobre otro tercio más.

En el Poder Ejecutivo tenemos a un presidente ilegítimo, sin condiciones políticas, éticas y morales para mantenerse en el puesto que usurpó. A su alrededor hay una pandilla de mediocres y corruptos, igualmente descalificados. Están todos promoviendo el más drástico retroceso desde el golpe –aquel sí, cívico-militar– de 1964.

Al mismo tiempo y en silencio, destartalan la estatal Petrobras y entregan el petróleo a los intereses privados extranjeros. Destrozan la investigación científica y tecnológica, destrozan las universidades y la enseñanza secundaria, el ya muy precario servicio de salud pública, además de los programas sociales que lograron matizar parte de la vergonzosa desigualdad social imperante. Una farsa inmoral, una triste ópera bufa.

La gente más cercana a Temer, los operadores del golpe articulado por el senador (y candidato presidencial derrotado) Aécio Neves y el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, son denunciados un día sí y el otro también en actos de olímpica corrupción.

Y no pasa nada: al fin y al cabo, Temer será un fantoche útil mientras sirva a los intereses del dios mercado y a los intereses foráneos.

Queda, claro, el tercer y último sostén de la democracia, el Poder Judicial. Un ejemplo rápido, sin embargo, muestra la estatura de algunos de sus más expresivos sus integrantes.

Un insólito juez del Supremo Tribunal Federal, Gilmar Mendes, por ejemplo, luce una extraordinaria vocación a politizar sus posiciones, y no se sonroja al mostrar una parcialidad escandalosa.

Mendes, que también preside el Tribunal Superior Electoral, no dudó en aceptar un aventón en el avión presidencial que voló a Lisboa.

Detalle: el presidente es reo en la instancia máxima de la justicia electoral. ¿Y quién dijo que un juez debe mantenerse a prudente distancia de los reos que irá juzgar?

Ha sido otra muestra de su muy particular criterio de conducta ética. Muchas vendrán, como ya vinieron.

Sí, sí: 2017 promete ser el año de la indignación y la vergüenza…

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