Barack Obama declaró a CNN el pasado 26 de diciembre que hubiera podido derrotar a Trump de haber tenido la oportunidad de enfrentarse al presidente electo por un tercer mandato, pero en realidad puede que el demócrata haya aportado más que cualquier otro para asegurar la victoria de Trump.
Si bien la elección de Trump ha desencadenado una rápida expansión de las corrientes fascistas en la sociedad civil y en el sistema político estadounidense, un resultado fascista no es inevitable y dependerá de la lucha opositora que ya ha comenzado. Pero ocurre que esa lucha requiere claridad para poder entender cómo hemos podido llegar a un precipicio tan peligroso. Las semillas de un fascismo del siglo XXI fueron plantadas, fertilizadas y regadas por el gobierno del presidente que deja el cargo, Barack Obama, y por la élite liberal en bancarrota que es representada por la presidencia de éste.
En los últimos años del régimen de George W. Bush y especialmente con el colapso financiero de 2008, hubo un agitado descontento que desencadenó protestas masivas en los Estados Unidos y en todo el mundo. El proyecto Obama fue desde el principio un esfuerzo de los grupos dominantes para restablecer la hegemonía que venía desmoronándose desde los años de la presidencia de Bush. La elección de Obama desafió el sistema a nivel cultural e ideológico y sacudió los fundamentos raciales/ étnicos que siempre han mantenido en pie a la República de Estados Unidos aunque, ciertamente, no desmanteló esos fundamentos.
Sin embargo, el proyecto de Obama nunca tuvo la intención de desafiar el orden socioeconómico; por el contrario, trató de preservar y fortalecer ese orden para sostener la globalización capitalista, reconstituyendo la hegemonía y llevando a cabo una revolución pasiva en contra del descontento manifestado por las masas y propagando la resistencia popular que comenzó a cobrar vida en los últimos años de la presidencia de Bush.
El socialista italiano Antonio Gramsci desarrolló el concepto de revolución pasiva para referirse a los esfuerzos realizados por grupos dominantes de provocar ligeros cambios desde arriba con el objetivo de desactivar movilizaciones desde abajo que buscasen lograr una transformación más profunda. Integral a la revolución pasiva es la cooptación de liderazgos desde abajo y la integración de estos liderazgos en el proyecto dominante.
La campaña electoral de Obama en 2008 aprovechó y ayudó a expandir la movilización de masas y las aspiraciones populares de cambio como no se había visto en muchos años en los Estados Unidos. El proyecto de Obama cooptó esa creciente tormenta desde abajo, la canalizó a la campaña electoral y después traicionó esas mismas aspiraciones. El Partido Demócrata desmovilizó efectivamente la insurgencia desde abajo tan pronto se hubo reanudado con una revolución más pasiva y, de hecho, aceleró el proyecto de la globalización capitalista y del neoliberalismo. El entusiasmo masivo que generó la primera campaña electoral de Obama se disipó rápidamente.
El capital transnacional corporativo financió ambas campañas presidenciales de Obama y compró la presidencia del mismo. Obama impulsó la agenda de la guerra global, el neoliberalismo y el rumbo hacia un estado autoritario. Se convirtió en el presidente de los rescates corporativos, el presidente de deportación en masa y el presidente de la guerra de aviones no tripulados: los llamados drones. Su gobierno impulsó la construcción de un sistema policiaco represivo y un estado de vigilancia. Se autorizó la detención indefinida sin posibilidad de hábeas corpus de cualquier persona que el estado considerara un “enemigo”, se libró la guerra contra los denunciantes y los filtradores y se defendió el espionaje nacional y global de la NSA. Se aumentó el presupuesto militar, el cual ya había alcanzado un máximo histórico bajo el régimen de Bush. Se negoció la Asociación Transpacífica, la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones y el Acuerdo sobre el Comercio de Servicios.
De esta forma el proyecto de Obama debilitó desde abajo la respuesta popular izquierdista a la crisis, abriendo así espacio para que la respuesta de la derecha con vista en un proyecto del fascismo del siglo XXI se volviera insurgente. El gobierno de Obama apareció, sin duda, como una república de Weimar. Aunque los socialdemócratas estuvieron en el poder durante la República de Weimar de Alemania en los años 1920 y principios de 1930, no persiguieron una respuesta izquierdista a la crisis; dejaron de lado a los sindicatos militantes, comunistas y socialistas y progresivamente se aferraron al capital y la derecha antes de entregar el poder a los nazis en 1933. La república de Weimar del siglo XXI de Obama generó condiciones propicias para el desarrollo de las fuerzas neofascistas en los Estados Unidos.
Durante el régimen de Bush, estas fuerzas neofascistas se extendieron por toda la sociedad civil estadounidense, exhibiendo una creciente polinización cruzada entre diferentes sectores de la derecha radical como no se había visto desde hace años. Durante la presidencia de Obama, elementos de la derecha de entre la comunidad empresarial transnacional financiaron ampliamente movimientos neofascistas como el Tea Party y la notoria legislación neofascista de la ley antiinmigrante SB1070 de Arizona en 2010. Esa legislación provocó leyes “copia” en otros estados del país y provocó que estallaran movimientos anti-inmigrantes de supremacía racial y de vigilancia fronteriza. Los multimillonarios hermanos Koch, de extrema derecha, por ejemplo, fueron los principales financiadores de la Tea Party y de una gran cantidad de fundaciones y organizaciones de fachada de la derecha, tales como Americans for Prosperity, Cato Institute y Mercatus Center.
Estas organizaciones promovieron una versión extrema de la agenda corporativa neoliberal, incluyendo la reducción y la eliminación de los impuestos a corporaciones, recortes a los servicios sociales, la evisceración de la educación pública y la liberación total del capital de cualquier regulación estatal. Este neoliberalismo “recargado” es precisamente el programa económico del régimen entrante de Trump y converge perfectamente con los intereses de la clase capitalista transnacional, incluso si cultural e ideológicamente se encuentra vestido de forma dramáticamente distinta al de Obama y los liberales.
Contrariamente a lo que dicen interpretaciones superficiales, la agenda de extrema derecha del trumpismo constituye una profundización y no una revocación del programa de globalización capitalista perseguido por la administración Obama y todas las administraciones estadounidenses desde Ronald Reagan. La crisis del capitalismo global se ha agudizado al confrontarse con un estancamiento económico y con el levantamiento de un populismo antiglobalización por parte tanto de la izquierda como de la derecha del espectro político. El trumpismo no representa una ruptura con la globalización capitalista sino más bien una recomposición de las fuerzas políticas y de discursos ideológicos que se acentúan a medida que la crisis y las tensiones internacionales llegan a nuevas profundidades.
Ya sea del siglo XX o en sus variantes emergentes del siglo XXI, el fascismo es ante todo una respuesta a profundas crisis estructurales del capitalismo, como en el caso de la de los años treinta y la que comenzó con la crisis financiera de 2008. He estado escribiendo durante la última década acerca del surgimiento de las corrientes fascistas del siglo XXI en el contexto del nuevo capitalismo global. Una diferencia clave entre el fascismo del siglo XX y el fascismo del siglo XXI es que el primero involucró la fusión del capital nacional con poder político reaccionario y represivo, mientras que el segundo implica la fusión del capital transnacional con poder político reaccionario. El trumpismo no representa una salida; por el contrario, es la encarnación de la dictadura emergente de la clase capitalista transnacional.
El trumpismo y el brusco giro hacia la extrema derecha es la progresión lógica del sistema político frente a la crisis del capitalismo global. La élite liberal y su proyecto de globalización capitalista a través del discurso “más amable, más suave” del multiculturalismo llegaron a un callejón sin salida y condujeron el sistema hacia una nueva crisis de hegemonía. Tomando el famoso dicho de Clausewitz de que “la guerra es una extensión de la política por otros medios”, parafraseando, se puede decir que el trumpismo es una extensión del neoliberalismo por otros medios.
Hay una linealidad en este aspecto desde Obama hasta Trump. Fue el gobierno de Obama y la élite liberal quienes se encargaron de abrir la caja de Pandora del trumpismo y el fascismo del siglo XXI. A medida que se acercaban las elecciones de 2016 la pregunta era: ¿cómo se expresaría el renovado descontento de las masas? La élite liberal marginó a Bernie Sanders y se alineó detrás de Hillary Clinton, pero a diferencia de como ocurrió en 2008, esta vez fracasaron los esfuerzos de lograr otra revolución pasiva. La élite liberal alimentó el giro hacia la extrema derecha al anular de nueva cuenta una respuesta izquierdista ante la crisis.
La élite liberal se rehusó a desafiar la rapacidad del capital transnacional y su política de identidad sirvió para eclipsar el lenguaje anticapitalista de las clases trabajadoras y populares, empujando así a los trabajadores blancos hacia una “identidad” de nacionalismo blanco y ayudando a la derecha neo-fascista a organizarlos políticamente. Paralelo a las acusaciones que hizo el partido republicano contra aproximadamente 6 millones de votantes mayormente afroamericanos y latinos de aparecer en las listas de votantes de más de un estado y, por lo tanto, de haber cometido “fraude” electoral (acusaciones que resultaron ser falsas en casi la totalidad de los casos pero que tuvieron el efecto de negar el voto a los acusados), Trump hábilmente movilizó a una parte significativa de la clase trabajadora blanca en torno a un discurso demagógico racista caracterizado por los chivos expiatorios, la misoginia y la fanfarronería imperial valiéndose de la manipulación del miedo y la desestabilización económica.
El discurso a veces velado o disimulado y a veces francamente racista y neofascista del trumpismo ha “legitimado” y desencadenado movimientos ultra-racistas y fascistas en la sociedad civil estadounidense. Parece ser que estas fuerzas están logrando un punto de apoyo en el estado estadounidense a través del emergente régimen de Trump. Este régimen reúne a billonarios banqueros y hombres de negocios con generales guerreros activos en política y activistas neofascistas en un cóctel mortal que amenaza con llevarnos al desastre si la lucha de resistencia no es capaz de descarrilar el trumpismo.
Este es un momento extremadamente peligroso, pero es muy fluido. Las élites políticas y económicas están divididas y confundidas. El trumpismo ha fracturado aún más a los grupos gobernantes y bien podría estar generando una crisis de Estado que abriría espacio para respuestas populares e izquierdistas desde abajo. Una parte significativa de la élite se opuso a Trump durante la campaña presidencial. ¿Esas élites se acomodarán al régimen trumpista o se volverán contra él?
No nos encontramos en este momento en un sistema fascista y ello se podría evitar si la lucha de resistencia se conforma en un carácter expansivo, organizado y unificado en un frente anti-neofascista. Para lograrlo, la lucha no debe recurrir a la decadente élite liberal organizada en el Partido Demócrata. Las fundaciones y las corporaciones buscarán financiar a los grupos liberales anti-Trump e intentarán modelar la agenda de la lucha anti-Trump de nuevo. Los demócratas y sus contribuidores corporativos tratarán de canalizar la lucha contra el trumpismo en las próximas elecciones legislativas y presidenciales.
El protagonismo político de la clase trabajadora debe alcanzar la hegemonía dentro de cualquier frente unido contra el neofascismo. La base electoral de Trump dentro de la clase trabajadora descubrirá muy pronto durante el régimen del republicano que sus promesas eran un engaño. ¿Cómo se contendrá su rabia? ¿Serán reclutados hacia proyectos del fascismo del siglo XXI o hacia un proyecto popular, de izquierda y de resistencia y transformación? Para que esto suceda necesitamos ir más allá de las políticas de identidad, reconstruir una identidad de la clase trabajadora uniendo la lucha antirracismo y de defensa de los migrantes con un programa de reconstrucción económica y social que propugne el lenguaje de clase y socialismo en la política y en el quehacer cotidiano. Solamente trabajando hacia la construcción de la organización de la clase trabajadora global en toda su diversidad y situando su multiplicidad de luchas en el centro de la resistencia es que podremos ganar.
* William I. Robinson, profesor de sociología, Universidad de California en Santa Bárbara.