Noviembre 16, 2024

Los riesgos de una democracia mentirosa

En una entrevista que se le hizo al senador Andrés Zaldívar,  éste defiende la autonomía que deben tener los gobernantes y legisladores respecto de la opinión y demandas de las organizaciones sociales. Aceptando la necesidad de que los parlamentarios observen y escuchen al país, postula que estos resuelvan solamente conforme a sus convicciones.

 

 

 

Se trata, sin duda, de una aseveración que, a primera vista, puede aparecer razonable, pero que en definitiva esconde una inclinación francamente antidemocrática. Además de revestir severos peligros si se considera que el pueblo debe ser siempre el único soberano, el llamado a definir las decisiones fundamentales, cuanto que los políticos debieran ser solo los mandatarios o ejecutores de la voluntad popular. No solo lo que exprese en las urnas, desde luego, sino en sus movilizaciones sociales, los sondeos de opinión pública y mediante las decisiones de las diversas organizaciones sindicales, estudiantiles o de cualquier otro orden dentro de la sociedad civil.

Cuando se habla de que existe una clase o una casta política, ello significa que lo que se ha consagrado en Chile, en realidad, es la existencia de un conjunto de personas que se sienten iluminadas y llamadas a resolver de motu propio los destinos del país, teniendo en cuenta, a lo sumo, la opinión de sus propias y manipuladas organizaciones partidarias. Habitualmente sin siquiera disimular tal propósito y negándose a promover las reformas aclamadas por la población, como llegando a ejercer un completo desdén a sus propios partidos y adherentes. Más allá de tener que garantizarles cargos públicos o cupos, como los llaman)  a estas colectividades para tenerlos más propicios y agenciarse  el apoyo parlamentario que necesitan para ejercer su empecinada voluntad. En este sentido, ya hemos visto las  consecuencias que enfrentan quienes adoptan una posición renuente o díscola, esto es cuando asumen que las demandas de la población no se condicen con lo que se obran los gobiernos y las mayorías parlamentarias.

Expresión de todo esto es la resistencia que algunos parlamentarios por fin oponen a algunas iniciativas del Ejecutivo que no gozan, ciertamente, de aprobación social. Especialmente, en materia de previsión, reajustes de remuneraciones y reformas tales como la educacional. Llamándonos la atención, además, de todas aquellas promesas hechas al país y que La Moneda y el Poder Legislativo desoyen y posponen para un próximo gobierno o indefinidamente. Como sucede con la demanda por una asamblea constituyente que diseñe una nueva Carta Fundamental. O cuando se omite legislar para acabar con los abusos del sistema de salud privado.

La misma iniciativa de suprimirles las penas de cárcel a los empresarios que se coludieran para vulnerar la “libre competencia” se derivó años atrás de una componenda cupular acicateada, de seguro, por la propia clase patronal. Cuando se impuso una norma claramente lesiva a los intereses de los consumidores y, por lo tanto,  de espaldas a la inmensa mayoría de país. Decisión que hoy ocasiona el bochorno de quienes la urdieron y que los ha llevado a reponer las severas penas que ya existían en Chile para castigar estos graves despropósitos empresariales.

La falsa creencia de que los grandes líderes políticos son los que imponen rumbo a las naciones, y no los que interpretan fiel y lúcidamente la voluntad popular,  ha tenido en la historia desenlaces fatales en regímenes que derivan en dictaduras o tiranías. Mientras que se hacen ejemplares aquellos momentos en que los gobernantes han sido capaces de apartarse, incluso, de la vida pública, cuando sus ideas no se seguidas por el pueblo soberano.

Este voluntarismo de las clases o castas dirigentes explica, sin ir muy lejos, la conspiración que se urdiera desde el principio mismo del gobierno de Salvador Allende a objeto de derrocarlo con el apoyo, incluso, de la nación imperial y la complicidad de quienes se asumían como demócratas y progresistas. Del mismo modo, solo este “mesianismo” y sentido de clase de algunos miembros del Gobierno, del parlamento y los municipios puede explicar que quienes están sindicados y hasta confesos de haber cometido delitos contra la probidad se mantengan en sus cargos con la complacencia de sus colegas y partidos.

Todos sabemos que en las democracias más serias del mundo escándalos como el de Caval o el soborno a legisladores de parte de las más poderosas empresas realmente habría provocado la caída del gobierno y la inmediata separación de sus cargos de quienes resultaren implicados. Más todavía  si son ser formalizados judicialmente.

Sin embargo, solo sucede en nuestro país que un candidato presidencial abiertamente sindicado por haber violado la ley electoral, como defraudado al fisco, insista en repostularse. Tal cual lo pretenden, también,  un Ricardo Lagos Escobar o un Sebastián Piñera que quieren retornar a La Moneda ojalá sin ninguna elección primaria previa en los sectores que dicen representar. Desafiando, incluso, el fatal veredicto de aquellas encuestas que advierten que la abstención electoral hasta podría superar al último 65 por ciento si es que las opciones se acotaran a  ellos u otros como ellos.

Tal pertinacia solo puede explicarse en la práctica de la política cupular, en la distancia cada vez más pronunciada entre el mundo social y quienes llegan a los más altos cargos públicos. En el envanecimiento de algunos personajes que operan coludidos ciertamente con algunos medios de comunicación y, a no dudarlo, son apoyados o exigidos por los genuinos gobernantes del país. Es decir,  las patronales empresariales y algunos multimillonarios acostumbrados a alimentar las ambiciones personales de esta clase o casta que los sirve desde los cargos públicos.

Ojalá que el llamado “gobierno del pueblo y por el pueblo” pueda encarnarse en candidatos que se erijan y legitimen en las propias organizaciones sociales por sus ideas y propuestas más que por sus apellidos o pertenencia a una clase que se siente en el derecho de gobernar el país,  aunque su voluntad sea despreciada por la nación. En este sentido, es indispensable que los chilenos asuman resueltamente sus derechos cívicos y se animen a reivindicar la política con su propia participación y movilización constante y resuelta, de la cual hoy nos da un vivo ejemplo el pueblo mapuche de la Araucanía. Que se resista a apoyar opciones probadamente fracasadas después de 26 años de posdictadura, que se mantenga reacio a encantarse con cabecillas que  poco o nada tienen efectivamente de demócratas. Menos todavía otorgándoles un segundo tiempo después de su magra oportunidad anterior, en que efectivamente se pusieron de espalda a los derechos y demandas ciudadanas.

Ya se sabe que el sistema electoral vigente, pese a las reformas que ha experimentado, es el que facilita y explica la reelección constante de estos mismos personajes que, ni siquiera a su avanzada edad, parecen dispuestos a retirarse a sus casas o a desprenderse de sus curules parlamentarios. Encantados, además, de que el sufragio popular se acote también al máximo y concurran a votar solamente los que están contestes con ellos. Incapaces de entender que cuando las instituciones democráticas se desprestigian o traicionan la voluntad popular solo es posible prever profundas convulsiones en la vida de los países.

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