Noviembre 19, 2024

Patricia Jirón: “Un refugiado, cuando llega, es como un bebé que aprende a caminar”

Patricia Jirón (Santiago de Chile, 1957) tenía 18 años cuando se exilió a Venezuela con sus padres y sus dos hermanos. Su padre, Arturo Jirón, fue ministro de Salud del Gobierno de la Unidad Popular y médico personal del presidente Salvador Allende. Estaba con él cuando el ejército sublevado bombardeó el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973 y fue uno de los pocos que le acompañaron hasta momentos antes de morir.  Sobrevivió, pero se convirtió en un prisionero político: pasó diez meses en un campo de concentración en isla Dawson, en el estrecho de Magallanes, y después estuvo en arresto domiciliario. En 1975, la familia lo dejó todo atrás y abandonaron el país.

 

 

Arturo Jirón regresó a Chile con el restablecimiento de la democracia. Su hija solo volvió a vivir allí durante un año y medio, aunque afirma que la nostalgia permanece y es algo con lo que hay que aprender a vivir. Vive en Barcelona desde 1987 y desde el año 2000 trabaja como psicóloga en el Centro Exil, una asociación pionera creada en Bélgica para atender a las personas víctimas de las dictaduras militares sudamericanas de los años setenta y que presta apoyo médico psicosocial a personas perseguidas y sujetas a violaciones de derechos humanos en sus países de origen, así como atención integral a niños y adultos afectados por la violencia intrafamiliar y la violencia de género.

Tu trayectoria parece marcada por la historia de tu país.

Sí, no puedo negarlo. En un principio, no te das cuenta de la manera en que te influye. Cuando tuvimos que exiliarnos a Venezuela, empecé a estudiar psicología sin pensar que luego iba a trabajar en el apoyo a personas que huyen de sus países por conflictos, por persecución, por la violencia que han vivido. Es una manera de conectar mi propia historia y de devolver todo lo que yo he recibido en los países que me han acogido. Conectar mi historia personal con el trabajo que llevo a cabo como profesional es algo muy natural para mí y creo que me ayuda en la manera de empatizar y en el vínculo que establezco con las personas que vienen a buscar ayuda y apoyo.

¿Te ves reflejada en ellas?

Siempre nos preguntan si nosotros, como profesionales, sufrimos y revivimos nuestra historia personal. No lo voy a negar, hay similitudes. Nosotros tuvimos que huir después de que mi padre estuviera diez meses en un campo de concentración en isla Dawson. Luego estuvo en arresto domiciliario, de ahí ya había perdido toda posibilidad de trabajar y nos exiliamos a Venezuela. Venezuela acogió en ese momento a muchísimos exiliados que huían de las dictaduras militares de Chile, Uruguay y Argentina. Es un país que nos acogió con los brazos abiertos y nos pudimos integrar de una manera muy amable, con un trato privilegiado, diría yo. Pero en Sudamérica, como en Europa, aunque compartimos la lengua —salvo Brasil— tenemos culturas e idiosincrasias muy diferentes. Todo el proceso de adaptación que viví en Venezuela me permite entender aquí lo que significa para los refugiados adaptarse a una nueva cultura, con todo lo que eso implica, dejar atrás tu historia y tu pasado, cortar con las redes afectivas y sociales. Es todo un reto y es una situación de estrés muy grande, un estrés acumulativo, el estrés de la violencia que vives en tu país de origen y otro tipo de estrés cuando llegas a un lugar nuevo a vivir, el de cómo vas a reinventarte la vida.

¿Cómo lo viviste tú?

Cuando mi padre estuvo en isla Dawson, yo estaba en el último año de colegio. Estaba en un colegio experimental y progresista y éramos tres en la misma clase que teníamos a nuestros padres prisioneros políticos en distintos lugares de Chile. Y, no sé cómo, lo aprobé todo. Estudiaba como podía. No tomas consciencia del miedo que estás pasando, de gente cercana que está detenida o desaparecida, de gente a la que están asesinando por la calle o del toque de queda. Casi no te da tiempo de reaccionar ni de tomar conciencia de ello. Es algo tan nuevo que nunca te lo habrías imaginado. El cambio en Venezuela fue un choque muy fuerte. Por muy bien que nos acogieran, se trata de una sociedad tan distinta que todo el esfuerzo que pones en la adaptación posterga el asimilar y aceptar todo lo que has dejado atrás. Vas poniendo el foco en el problema que tienes que resolver. Hay cosas más importantes que otras y pones la energía en esas. Comencé a ser consciente de muchas cosas personales cuando empecé a trabajar con esta población.

¿Qué es más traumático para las personas que atiendes en Exil: el hecho que provoca la huida, el trayecto, la llegada? 

Todo. Son distintos tipos de estrés. El estrés que viven en su país de origen se mueve en unos códigos que ellos conocen. El tipo de violencia que están viviendo allí es traumático y puede ser hasta brutal, pero están en su medio, es lo que han vivido, lo que conocen y, a veces, hasta saben cómo defenderse y protegerse. Al llegar aquí son como un bebé que tiene que aprender a caminar y a vivir, porque muchas veces no conocen el idioma; el tipo de cultura y de contacto entre les personas es también muy diferente, y van muy perdidos.

Trabajo también para un programa en colaboración con Amnistía Internacional que acoge en España a defensores de los derechos humanos, durante un año, a fin de proteger a personas que han sido amenazadas o que han sufrido algún atentado o persecución. Es muy duro y es otro punto que me gusta señalar: en sus países de origen eran personas líderes, seguras de sí mismas, que luchaban por un ideal, y llegan aquí y cuando acaba el programa pasan a ser un inmigrante común y corriente, son personas que ya no tienen la identidad que tenían en su país. Ellos mismos dicen que pasan a ser lo último de la escala social y es un sufrimiento grande. Es enfrentarse a decisiones muy importantes: o vuelvo a mi país y sigo luchando por un mundo más justo o me quedo aquí para salvar mi vida y sobrevivir.

¿Eso no sería aplicable también a muchos refugiados y migrantes?

Yo veo que las personas que en sus países de origen han sufrido la injusticia social y que tienen un nivel socioeconómico bajo, al venir acá pueden valorar la diferencia de tener una estabilidad mejor en el ámbito económico y de seguridad, y en ese caso son muy agradecidos. Pero la gente que en su país de origen tenía un nivel de educación alto y unas condiciones económicas buenas, al venir aquí pierden mucho y viven un conflicto crítico: trabajar en lo que sea para ser autónomos o conformarse con no trabajar en su profesión u oficio para el que estaban preparados, porque es sumamente difícil convalidar aquí sus estudios y equiparar su experiencia. Los que pueden llegar a tener un rol profesional aquí son los menos. Es duro, porque se sienten muy subvalorados y tienen que llevar a cabo un duelo de su vida profesional, que es parte de su identidad.

Tienes que estar muy fuerte, con una base emocional y de seguridad en ti mismo; tienes que estar muy estable como para tolerar tanta incertidumbre a tu alrededor.

España niega la protección a muchos solicitantes de asilo. ¿Es un trauma más?

Sí, porque es una sensación de vulnerabilidad, de inseguridad y de lidiar con la incertidumbre del futuro constantemente. Tienes que estar muy fuerte, con un base emocional y de seguridad en ti mismo; tienes que estar muy estable como para tolerar tanta incertidumbre a tu alrededor. Lo que vemos es que si una persona ha tenido una buena base afectiva y emocional de pequeño en el ámbito familiar y del entorno, generalmente responde mejor al estrés y a los cambios, porque tiene un yo fuerte, más recursos personales. Son elementos que ayudan a lidiar mejor con lo que significa toda esta incertidumbre general de la migración, de cómo te va a acoger un país. También está el hecho de que muchos vienen con unas expectativas que luego no se corresponden con la realidad. O les han contado un cuento o se han creído ellos que el solo hecho de llegar a Europa es garantía de estabilidad y de perspectiva de futuro; no saben desde allá lo difícil que está la situación acá y que las políticas de ayuda a los refugiados no son lo mejor. Muchos dicen que si lo hubieran sabido, se habrían ido a Alemania, pues piensan que allá hay más políticas de ayudas a refugiados.

¿Cuál es el rol del profesional?

Complicado, es un tremendo desafío. Nosotros tenemos también que cuidarnos. A veces ni siquiera están cubiertas las necesidades básicas y el apoyo psicológico no es la panacea, no tenemos varitas mágicas, ni vamos a resolverles la vida. Pero somos conscientes de que es mejor tener este apoyo que no tenerlo, y que lo primero es contener, calmar y consolar. Eso es muy importante para que la persona pueda estar más tranquila y con mejores herramientas para enfrentarse a la adversidad. No podemos curar, porque no los vemos como enfermos. Los vemos como personas que a veces tienen unas reacciones psicológicas que pueden ser preocupantes, pero que son reacciones normales para las situaciones anormales que han vivido y toda la violencia a la que se han visto enfrentadas. Es importante que tengan aquí un espacio de seguridad y de confianza, una persona que les escucha y que es capaz de reconocer su sufrimiento, sus pérdidas, los duelos que tienen que realizar y que empatiza al punto que se crea un vínculo afectivo. Es como el sustituto de la familia, aunque no sea lo mismo. Las personas se empiezan a sentir mejor a medida que van generando vínculos afectivos en el país de acogida. Los procesos resilientes se ponen en marcha.

¿No hay una tendencia al aislamiento?

Exactamente, y es muy peligroso. El aislamiento es un riesgo de problema mental altísimo. La tarea de aquí con el trabajo social es ir ayudando para que esa persona salga de ese aislamiento, irlo conectando con personas con las que se sienta cómoda. Llevamos a cabo un poco esa psicoeducación, la de explicarles los riesgos y de ayudarles a entender qué herramientas pueden utilizar para salir de su frustración, de su impotencia y de su desesperación.

¿Cuáles son los sentimientos que predominan? ¿Frustración, desesperación, también rabia o miedo?

Miedo, no tanto. Yo diría que han tenido tanto miedo en su país de origen, que al llegar aquí, la sensación de seguridad, de que no van a ser asesinados en cualquier momento, destaca mucho. Miedo al futuro sí, pero lo veo más como impotencia, frustración y también mucha tristeza y nostalgia por lo que han dejado atrás y lo que han perdido. Algunos no solo han dejado a su familia allá, sino que les han asesinado a su familia. Y elaborar todo eso y enfrentarte a tu historia, ir aceptándolo e ir aprendiendo a vivir con eso es un proceso que toma mucho tiempo, y a veces no tienes ni tiempo de pensar en eso porque estás luchando aquí para conseguir los papeles, saber si vas a poder tener algún día un piso digno y, sobre todo, saber si vas a tener un trabajo. El trabajo es lo que dignifica a las personas. No nos vamos a engañar, si esa persona no puede sentirse parte de la sociedad se queda en un limbo. Esta persona ha de tener la posibilidad de conseguir un trabajo para que se autogestione la vida y no estar siempre dependiendo de las ayudas sociales.

¿Ser autónomo y aprender a vivir con eso es la clave?

Es fundamental. Siempre les digo a mis pacientes: los hechos no los podemos cambiar. Lo que pasó, pasó; lo que ocurrió en tu vida, ocurrió, por muy brutal que haya sido. Lo que podemos cambiar es la interpretación de estos hechos, poder encontrar un sentido a lo vivido, para poder ir lidiando mejor con esa historia, asumirlo como una historia que ocurrió y que, en muchos casos, no pudimos hacer nada para que no ocurriera. Desculpabilizar y aceptar esta nueva oportunidad de vida, que puede ser también de cambios positivos. No todo es negativo, también es una oportunidad que te da la vida para vivir de otra manera y para ir reparando las heridas.

Todas las personas que dejan su tierra necesitan un grupo humano que las acoja.

¿Qué otras herramientas tienen a su alcance para enfrentarse a la adversidad?

Creo que cada persona tiene que buscar muy apasionadamente qué es lo le hace bien, qué cosas le ayudan a resistir. Muchas veces les digo a mis pacientes que tienen que buscar sentidos de vida, qué les hace bien, para que puedan resistir esta época tan dura y sobrellevar mejor los cambios que están viviendo. Y si no saben qué les hace bien, saber qué les hace mal, para evitarlo. Cada persona tiene que buscar algo que la ayude a sentirse bien. Para mí, fue el deporte, he sido deportista toda la vida. Estuve en la selección chilena de voleibol y después en el equipo de la universidad en Venezuela, que me acogió, y donde no me sentí para nada extranjera. Eso es algo que es muy importante: todas las personas que dejan su tierra necesitan un grupo humano que las acoja. Yo lo encontré a través del deporte. Pero otra gente lo hace a través de la música, del arte, etc. Son cosas a las que te aferras para vivir, y es importante tomar consciencia de eso. Como dijo Viktor Frankl: “A pesar de todo, decir sí a la vida.” Y yo agregaría: “A pesar de todo y con todo lo vivido, gracias a la vida.”

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