La historia humana está llena de ellos. Y ahora que los medios de comunicación son inmensas cajas de resonancia, se han transformado en una de las pestes modernas más dañinas. Sí, porque se enquistan en el ambiente político y desde allí se transforman en referentes, o eso creen. La verdad: solo provocan daño. Claro que a menudo ellos se justifican diciendo que para estar en la política -entiéndase en las cercanías del poder o ejerciéndolo- hay que tener piel de rinoceronte. Yo agregaría: y un ego descomunal. Entre nosotros, los ejemplos sobran. Pero en estos días los cenitales están puestos en el ministro de Justicia, Jaime Campos. No es casual, él los busca.
El ministro, radical de pura cepa como le gusta que lo identifiquen, alcanzó su cargo actual en una poda que debió hacer la presidenta Bachelet. La titular de Justicia, Javiera Blanco, estaba sumida bajo los problemas de Sename, las jubilaciones y sueldos de Gendarmería. Campos llegó como salvador. Y como el título tiene más de algún atisbo mesiánico, el ahora ministro se lo tomó en serio.
Alguien le recordó un documento, publicado en El Mercurio, en que él sostiene que el pueblo mapuche jamás fue un estado. De lo cual se deduce que las demandas que realiza respecto a un territorio, no son más que majaderías. Sin vacilar explicó que era así. Que todas esas reivindicaciones mapuche no se sustentaban en nada sólido históricamente. Y que si se insistía en tales pretensiones, el Estado de Chile debía cortar por lo sano y aplicar, sin más, la ley. En otras palabras, me imagino, arrasar por la fuerza con cualquier oposición.
Campos se hizo conocido durante la administración de Ricardo Lagos, cuando ocupó la cartera de Agricultura. Allí, sus frases altisonantes tenían menos posibilidades de provocar ecos. Pero en Justicia la situación cambió y él se sintió a sus anchas. Una de las primeras intervenciones públicas que realizó fue para plantear la necesidad de revisar la situación de los presos aquejados de enfermedades terminales. Y lo hizo ante un planteamiento referido a los condenados por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura cívico militar que encabezara en general Augusto Pinochet. Luego, su mirada se extendió a todos los presos que estuvieran en tal condición.
La receptividad que tuvo su propuesta en la derecha política y luego en diversos credos religiosos, lo envalentonó. Y el rechazo de grupo de Derechos Humanos, que recordaron que los condenados por delitos de lesa humanidad en ninguna parte del mundo son sujetos de amnistía, no bastó. Tampoco que esos mismos sectores recordaran de manera insistente que los militares condenados jamás han mostrado arrepentimiento. Y menos colaborado con la Justicia para ubicar los cuerpos de más de un millar de detenidos desaparecidos.
Este episodio ha servido para poner en entredicho, nuevamente, la actitud de la institucionalidad chilena frente a los atropellos cometidos por la dictadura. La Marina, el Ejército, la Fuerza Aérea, Carabineros, son entidades jerarquizadas en que cada una de sus acciones, especialmente las relacionadas con la represión, no son antojadizas. Por lo tanto, la información sobre los cuerpos de las víctimas está en alguna parte. Pero los responsables de los crímenes y desapariciones guardan hasta hoy silencio y el poder político, que teóricamente se encuentra en la cúspide de la estructura del Estado, no ha sido capaz de exigir la verdad.
Bueno, el ministro Campos ignoró todo esto. Y envalentonado por la repercusión de sus palabras, arremetió de nuevo. Rápidamente asumió la responsabilidad de resolver el agudo problema del Servicio Nacional de Menores (SENAME). Y recientemente, ante la Cámara de Diputados, que lo citó para conocer su visión sobre el problema, se desbordó de nuevo. Contó que había visitado el Centro donde murió Lissette Villa Poblete (11). Y que, en realidad, le sorprendió gratamente que las instalaciones del lugar eran bastante mejores que las que poseía el Internado del Liceo de Talca, donde él pasó sus últimos cinco años de escolaridad secundaria -que eran seis hace más de cincuenta años.
La liviandad de la alocución de Campos sobrepasó el aguante del diputado Gabriel Boric, quien lo echó a la “cresta” en plena sesión. Luego pidió disculpas, pero arremetió nuevamente contra el ministro. Afirmó que no era aceptable que un secretario de Estado no dimensionara con realismo un problema que afectaba a los niños más vulnerables del país.
Muchos compartimos el malestar de Boric. Resulta inadmisible que Campos, en su condición de ministro de Justicia, limite su mirada a la parte formal. Y que, incluso en ésta, confunda las condiciones del mundo actual con las que existían en el Chile de mediados del siglo pasado. Pero más preocupante aún es que luego de sus dichos no haya esbozado siquiera una reflexión. O, al menos, una explicación que permita situarlo nuevamente en el lugar que le corresponde a una autoridad nacional.
Es cierto que cada ser humano maneja como puede su ego. Pero cuando se trata der una autoridad, la ciudadanía tiene el derecho a esperar que en su actuación pública la inteligencia supere la megalomanía. En el caso de Jaime Campos, esa es una deuda que arrastra hace mucho y que los chilenos no tenemos por qué soportar.