Como si fuera una competencia que busca superar las brutalidades anteriores y al mismo tiempo demostrar que la impunidad todo lo puede, un paco con aires de exterminador dispara a un niño atado y en el suelo.
Para el efecto, utiliza su escopeta calibre doce y su cobardía, la adquirida y la necesariamente endógena.
Estas escenas no son excepciones adjudicables al celo policial ni a la debilidad del material con que fabrican las correas de escopetas. Son expresiones de la cultura bacheleteana en su expresión más infame.
Como se sabe, el programa no escrito de la Concertación/Nueva Mayoría contempla la disolución del pueblo mapuche, operación que se sabe de largo plazo y por medio de numerosos medios. La apuesta estratégica es, por consejo del Departamento de Estado, optar por una solución final, no importa el tiempo que tome.
Y dado que para el mapuche la tierra tiene un valor de identidad casi incomprensible para el chileno, en vez de, o tanto como, matar mapuche, resulta más efectivo aunque más latoso, avanzar sobre sus tierras, arrinconándolos en sus pequeñas comunidades, o, mejor aún, en las poblaciones de las grandes ciudades, arracimados y desterrados.
Eso mismo que hace una guerra en cualquier parte del mundo, ahora se propone hacerlo en Chile sin que medie ni la artillería ni la aviación rasante. Es una guerra que parece que no fuera. Pero es.
Entonces el Estado, aplicando esa estrategia de tierra arrasada pero sin napalm, dispone de ingentes subsidios a las empresas forestales las que plantan en sus predios especies que matan el suelo y acaban con el agua. Y si ya los predios propios no dan abasto, entonces arriendan su tierra al mapuche a precio de ganga, y le meten esas plantaciones que dejarán el suelo sin posibilidad de plantar ni un mísero cebollín, nunca más.
Los palos que alguna vez cosecharán dan lo mismo. Lo importante es que ahí jamás podrá volver a haber una chacra.
Esa táctica de matar la tierra sin matar a la gente, se complementa con la instalación de tropas de combate que busca el control territorial por la vía de una guerra de desgaste psicológico mediante vuelos aterrorizantes de helicópteros, vigilancias desde drones, allanamientos masivos, gaseos y disparos en medio de la noche, tropas que se toman sus predios y destruyen sus enseres, golpizas a mujeres, ancianos y niños, detenciones arbitrarias y, por cierto, un generoso despliegue de fiscales, jueces, abogados y periodistas, disponibles para la noble causa de hacer mierda al mapuche.
El gobierno, este y los otros, saben que en el largo plazo el principal foco de conflicto potencial es la larga lucha que ha dado el pueblo mapuche enfrentado al Estado chileno. Lo saben las agencias de inteligencia de todo país que tenga intereses en este.
Y entonces han desplegado la estrategia de una guerra de baja intensidad en la que los efectivos de carabineros y de la Policía de Investigaciones, no solo ponen en práctica lo que aprenden en los campos de entrenamientos israelíes y norteamericanos, sino que afina sus propias teorías en el teatro de operaciones.
Para el efecto de imponer esa idea de guerra en el territorio mapuche, el Estado no solo cuenta con todo su andamiaje. Sabiendo cómo es de importante el factor humano, el Estado se ha procurado fichar entre las filas policiales a un gran número de sujetos cuya escasa capacidad cerebral los hace perfectos para el palo ágil y el gatillo ligero.
Ellos no lo saben, pero en sus roles de sicarios que parecen asegurar el orden público, cumplen con los planes de sus amos y de manera simultánea se envilecen hasta llegar a ser maleantes escondidos en la insignias y uniformes, capaces de matar, de torturar de humillar a gente pobre y desamparada.
Gente como esa fue usada como carne de cañón durante la dictadura y pertrechados de la misma impunidad de ahora, llegaron a perpetrar crímenes escalofriantes.
Los responsables de tanta barbarie sin embargo, son quienes han aceptado sin mayor juzgar la estrategia de desgastar al pueblo mapuche por la vía de hacerles la vida a cuadritos.
Esta es, en primer lugar, la guerra de Michelle Bachelet Jeria.
Alguna vez la gente se vengará. De una u otra manera, aunque pase el tiempo, habrá una cegadora tanto como desinfectante venganza, único medio que tiene los pueblo oprimidos para acceder a trazas de justicia.
Las leyes, las instituciones y toda esa mierda, jamás va a poner las cosas donde corresponde: los criminales en el paredón y las víctimas del otro lado. La venganza sí.
Alguna vez se volverá la tortilla. Y cuando eso pase esperemos que desfilen ante el odio bien macerado de la gente que ha sufrido todo aquel funcionario racista que ha tenido que ver con todos estos largos años de abuso, castigo, humillación y saqueo.
Y a continuación, habrá que pasar la cuenta aquella piara de traidores que hace no mucho cantaban los himnos aguerridos anunciando el fin de los tiranos, y hoy se conforman con tararear El Galeón español.