En la posguerra, las Democracias Cristianas europeas que ocuparon el poder en varios países, principalmente en Italia y Alemania, jugaron el papel designado por los yanquis de detener la avanzada de los movimientos comunistas que amenazaban con triunfar electoralmente.
En ocasiones los democratacristianos privilegiaban su alianza con los socialistas, en especial los más moderados; así ocurre hasta ahora en Alemania con el Partido Socialdemócrata y, en el pasado, en Italia, con los socialistas de Bettino Craxi, cuyo gobierno terminó destruido por la corrupción.
El compromiso histórico entre comunistas y democratacristianos italianos, promovido por Aldo Moro, terminó con el rapto y asesinato de este dirigente, sin que sus camaradas hicieran algo para salvarlo de la muerte. Giulio Andreotti, derechista democratacristiano, fue un cómplice de la muerte de Aldo Moro.
En América Latina, hasta hoy, los dos grandes partidos políticos venezolanos, Acción Democrática, socialdemócrata, y COPEI, democratacristiano, se turnaban en el poder, hasta que se derrumbaron con la irrupción de Chávez y la fundación de la V República. AD y COPEI hoy forman parte esencial de la oposición a Nicolás Maduro – el presidente actual de la Asamblea Nacional pertenece a ADECO y el líder de la oposición a COPEI -.
En Chile, en los años 60, el partido democratacristiano estuvo dividido entre los partidarios del camino propio y los partidarios de la unión social y política del pueblo, que estos últimos privilegiaban una alianza con la izquierda, incluso, con los comunistas.
La tensión generada por el debate entre los partidarios del camino propio y los de la unión social y política del pueblo, llevaron al quiebre del partido más poderoso en la historia social y política de Chile.
La clave política de la Concertación de Partidos por la Democracia, generada en los años 90 del siglo XX, consistió en la alianza estratégica entre democratacristianos y socialistas, que conformaban un verdadero eje de poder, el cual permitía marginar políticamente a los comunistas y a los sectores de izquierda más radical que lo acompañaban, y que terminaban jugando un papel mesiánico de crítica izquierdista a la combinación concertacionista en el poder que, hasta el año 2009, jugaba un rol no muy distinto al que hiciera el pacto entre COPEI-ADECO para repartirse alternadamente la presidencia – que, en el caso de Chile fueron 10 años para la Democracia Cristiana y 10 para los socialistas, a los que se agregan los recientes últimos cuatro años de Michelle Bachelet.
El derrumbe de la Concertación, a partir de 2009, significó un cambio radical en el panorama político de Chile: la Concertación ya no tenía posibilidad de tomar, por sí sola, el poder, pues el eje socialista-democratacristiano devenía obsoleto, y la única solución consistía en el regreso de la ex Presidenta Bachelet, quien contaba con el poder salvador del apoyo popular – más del 80% de los ciudadanos que aún votaba -.
El poder carismático se basa en el atractivo personal de un liderazgo y, exigirle un programa de gobierno detallado es absurdo, pues a lo máximo a que se podía llegar era a un acertado diagnóstico de la realidad del Chile de 2013, además de una visión de las reformas que debían llevarse a cabo, así fueran sólo “titulares”. Siguiendo esta lógica, la combinación, ahora llamada Nueva Mayoría, no tenía un proyecto país, carencias reemplazadas por una combinación de siete partidos, que esta vez incluía a los comunistas.
El poder del botín del Estado reemplaza, fácilmente, las carencias programáticas y de proyecto país: se intentaba funcionar sobre la base de un comité político en el cual recaían las principales decisiones, porque se había aprendido – digo yo – de la Unidad Popular y del consecuente daño causado al Presidente de la República – en ese entonces Salvador Allende – por la mesa redonda de los partidos integrantes de la Unidad Popular -.
La Democracia Cristiana había perdido más de un millón desde el comienzo de la transición hasta el comienzo del segundo gobierno de Bachelet, y el sector más derechista de ese partido, dirigido por la mafia de los Walker, de los Martínez-Alvear, los Aylwin, los Aninat, los Cortázar, los Pérez-Yoma, y otros, habían aislado a los pocos progresistas que quedaban, como Yasna Provoste, Ricardo Hormazábal, Jaime Hales y otros. Como la ambición de poder es más fuerte que las ideas, se imponía un matrimonio de conveniencia entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, pues al final, para algunos dirigentes conservadores del partido democratacristiano, los comunistas eran como los rabanitos, rojos por fuera y blancos por dentro. No en vano, los comunistas habían sido los más sensatos durante la Unidad Popular, cualidad que, de seguro, se repetiría durante el segundo mandato de Michelle Bachelet, dada su estructura centralista democrática y sólida organización, que le permitía cumplir lo pactado.
A Ignacio Walker, que fuera presidente del partido democratacristiano, le encantan los lugares comunes, por esta razón repetía, recurriendo a la historia del Partido, que la Democracia Cristiana nunca había sido anticomunista, sin embargo, siempre ha terminado con notables contradicciones con ese Partido.
Ahora, cuando el mandato de Michelle Bachelet alcanza el más alta nivel de desprestigio, Ignacio Walker niega firmado un programa de gobierno – tiene razón de cierta manera, pues dicho programa de reformas no existía como tal – y lo que ocurrió fue un matrimonio de conveniencia entre comunistas y democratacristianos, del cual aprovechaban también los socialistas, el Partido por la Democracia, los radicales y otros partidos menores.
El trato que los dirigentes de la Nueva Mayoría han dado a Michelle Bachelet es, francamente, vil y repugnante, pues abusaron de su popularidad para apropiarse del botín del Estado, a través de Ministerios, cargos parlamentarios, intendencias y gobernaciones y jefaturas de Empresas del Estado. Una vez perdida su popularidad, la abandonan y se atreven a denigrarla, y hasta negarla, pero no sueltan la teta por ningún motivo, como si hubieran nacido para detentar siempre el poder, en desmedro de los ciudadanos de a pie.
Pretender impulsar las reformas sin el apoyo de la ciudadanía no es sólo voluntarismo, sino francamente una torpeza. Es sabido que cualquier reforma, por muy moderada que sea, provoca rechazo por parte de las personas que se aferran al pasado y su ideal es el orden. En el fondo los pueblos, como los niños, son conservadores e inseguros, por consiguiente, sienten temor ante el cambio. Cuando el apoyo social no existe, el reformismo no es otra cosa que un despotismo ilustrado.
En el primer tiempo en que Michelle Bachelet y su gobierno iniciaron las reformas, la Democracia Cristiana jugó el papel de una “quinta columna, un caballo de Troya”, que colocaba siempre palitos y obstáculos que, en general, favorecían a la derecha, en su tarea constante de desvirtuarlas. La reforma tributaria, por ejemplo, terminó “cocinada” por Andrés Zaldívar (DC), en la casa del derechista Fontaine.
El “realismo con renuncia” ha terminado en la restauración, dirigida por el partido del orden, es decir, la Concertación más la derecha. Como ocurriera con el gobierno de Eduardo Frei Montalva, en el años 60, hablar de reformas es un “desatino”, y el papel que jugó en ese entonces Edmundo Pérez Zujovic, hoy lo encarna, en términos mucho más secundarios, el ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, cuya única expresión es que no hay un peso más para implementar ningún aumento de salario a los trabajadores el Estado, a quienes no les queda otra alternativa que aceptar el 3,2%, provocando la ira de los trabajadores, con huelgas que ya llevan casi un mes, colapsando los hospitales y consultorios, otros servicios y toneladas de toneladas de basura en las calles, con la consecuente crisis sanitaria, que se podría convertir en una catástrofe de seguir el paro.
El matrimonio de conveniencia DC-PC se ha transformado en un divorcio, cuyo motivo insalvable es la incompatibilidad de caracteres. Para la Democracia Cristiana, su soltería recién conquistada, no la va a conducir a encontrar una nueva pareja, cuyos caracteres sean más compatibles con su personalidad, pues el ADN de la Democracia Cristiana es el aislacionismo, el vuelo del cóndor y el “niismo”, es decir ni de derecha, ni de izquierda ni socialista, ni capitalista ni individualista ni colectivista, ni esto, aquello o lo del más allá, lo cual equivale, hoy por hoy, a ser claramente un compañero de ruta de la derecha.
Partido Demócrata Cristiano (Falange Nacional)
1941 |
15 553 |
3,4 % |
1945 |
11.585 |
2,6 % |
1949 |
18,221 |
2,9% |
1957 |
82 710 |
9,4 |
1960 |
171 503 |
13,9 |
1963 |
455.522 |
22,0 |
1965 |
995.187 |
43,3 |
1967 |
836.959 |
35,6 |
1969 |
716.547 |
28.8 |
1971 |
729.398 |
29,3 |
Partido Comunista
1960 |
112.521 |
9.2 |
1961 |
157.572 |
11,4 |
1963 |
255.776 |
12,4 |
1965 |
290.635 |
12,4 |
1967 |
346.588 |
14,7 |
1969 |
384.049 |
15,9 |
1971 |
477.862 |
16,9 |
Partido Demócrata Cristiano
1989 |
1.766. 347 |
25,9 |
1993 |
1.827.373 |
27,12 |
1997 |
1.331.745 |
22,98 |
2001 |
1,162.210 |
18.92 |
2005 |
1.354.631 |
20,78 |
2009 |
931.789 |
14,24 |
2013 |
965 364 |
15,56 |
Partido Comunista
1993 |
336.034 |
4,99 |
1997 |
8.971 |
0.15 |
2001 |
320.688 |
5,22 |
2005 |
339.547 |
5,14 |
2009 |
133,718 |
2,02 |
2013 |
265,914 |
4,11 |
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
12/11/2016