Rafael Argullol (Barcelona, 1949) mantiene una apuesta clara que empieza por sí mismo: no desfallecer ante las amenazas que acechan al pensamiento complejo. Para él nada surge del azar, sino que los sedimentos de la cultura y el pensamiento contornean las realidades sociales y los procesos históricos. Quizá por eso atravesamos un caladero de incertidumbre y de desafíos.
El salón soleado de Rafael Argullol en el centro de Barcelona desprende unas ráfagas de silencio acogedoras. Los libros están dispuestos con pulcritud aritmética. La secuencia de un alfabeto del artista Frederic Amat da eje a una de las esquinas de la casa. Ensayista, narrador, poeta, Argullol es un pensador agudo que prolonga su curiosidad por mil frentes: de los orígenes de la cultura europea a Gaudí. En algunos de sus libros, como Visión desde el fondo del mar, asume una escritura transversal de voluntad excesiva, monumental, riquísima, radical. Un ejercicio supremo de libertad literaria. Sus preocupaciones son igual de graves. Está seguro de que el principio de todos los demonios de España está en el rechazo a la Ilustración. Es decir, a la cultura. A la exigencia. Y de aquella falta estos demonios. Aquí lo dice.
Pregunta.– ¿Qué más se puede añadir de interés a la situación de un país como este, ya sin argumentos muy fiables en su panorama político?
Respuesta.– Lo prioritario es que seamos capaces de mirarnos al espejo en profundidad y reflexionar sobre por qué hemos llegado a esta desconfianza mutua entre políticos y ciudadanos. Y, sobre todo, entre los propios ciudadanos para emprender cualquier proyecto colectivo. Si no hacemos un ejercicio profundo de autocrítica e introspección veo bastante colapsada la salida a la situación de este país.
P.– ¿Desde el ámbito del pensamiento, de la filosofía, qué atractivo puede tener este momento histórico?
R.– Es un tiempo transitivo y frágil para España, pero no podemos verlo desligado del mundo o del resto de Europa. Algunos de los fenómenos que vivimos son puramente locales, pero otros están insertados en el paisaje universal. Creo que los filósofos y los ciudadanos deberíamos pensar más en términos universales. A partir de aquí, para alguien que quiere hacer frente a esto, la incógnita del futuro de Europa es muy importante, como el problema de los refugiados y las grandes migraciones. Así como el del deterioro de la calidad democrática.
P.– Aquí sí hay un rasgo español…
R.– Es que somos un país de poca hondura democrática. Y ahí entraríamos en el vínculo entre la idea de libertad y las ideas de democracia, humanismo, ilustración, razón y modernidad. Es indisociable la mala calidad democrática que sufre nuestro país de la falta de tradición ilustrada de España.
P.– Ninguno de esos conceptos forma parte del discurso político.
R.– Es muy preocupante. Ni la vieja ni la nueva política se ven en la necesidad de aludir a todo eso. Su pobreza es extraordinaria. No veo muchos debates políticos, pero recuerdo el que propició Jordi Évole hace varios meses entre Albert Rivera y Pablo Iglesias. Lo que más me llamó la atención es que siendo dos genuinos representantes de la nueva política, apenas esbozaron algún concepto político/cultural, ninguno cultural en sentido puro y, lo peor, tampoco se refirieron a los conceptos de los que ya hemos hablado. Como si los problemas de España no tuvieran que ver con la falta de modernidad democrática, de ilustración y de tradición humanística. Esa ausencia en los debates me parece sustancial y alarmante. En un país como Francia, pese a todo, es imposible una vida parlamentaria en la que no se aluda a elementos que forman parte de la tradición político/democrática. Parece que en España eso no es imprescindible. Aquí, como mucho, se arrojan asuntos sobre la Memoria Histórica pero siempre de un modo epidérmico, lejos del humus y del buen background democrático.
P.– Las reglas del juego político están cambiando, pero parece que el juego no acepta reglas nuevas.
R.– También en eso hay una dimensión universal y otra local. La universal tiene que ver con que el tipo de estructuración democrática que hay en Europa se pensó a través de la separación de poderes en un momento de avance hacia una democracia de tipo liberal burgués. En estos momentos, el poder de un capitalismo que supera por mucho al capitalismo histórico varía las reglas de juego en todo el mundo sin que el mundo se haya dotado de posibilidades nuevas. No ha habido una readaptación de las leyes a través de las cuales se estructuró el poder democrático, no hay una readaptación de organismos internacionales como la ONU, etcétera. Y en el plano español no ha acabado de asentarse el tejido democrático cuando ha sido vulnerado de manera oligárquica. La democracia, si atendemos a las etimologías griegas, es una suerte de autogobierno de la ciudadanía, mientras que la oligarquía viene a definir un poder de pocos.
P.– ¿Y es lo que se da en España?
R.– Sí. Una oligarquía disfrazada de democracia.
P.– Europa parece a la vez incapacitada para afrontar su propio destino.
R.– Porque en Europa se ha pasado de un proceso ilusionante (el desarrollo de la Unión Europea y hasta el cambio de siglo) a un declive completo del proceso de ilusión. Eso ha dado lugar al dominio de una sensación de miedo. En Europa, en este momento, lo que hay es incertidumbre sin que la idea de Europa proponga alternativa. Parece un proyecto cansado antes de haberse realizado.
P.– Pero principalmente parece una crisis de representación.
R.– Es que no hay instrumentos adecuados para el mundo del siglo XXI. Y, a la vez, este momento histórico entorpece la regeneración de estos instrumentos a través de los mecanismos oligárquicos y mafiosos de poder tan extendidos.
P.– Entretanto la cultura, la reflexión y el pensamiento cada vez estorban más.
R.– Es tan así que en las últimas y múltiples elecciones que hemos tenido no verás a ninguno de los candidatos esforzarse en hacer la menor mención cultural. Eso quiere decir que los asesores de imagen les dicen que no hace falta hablar de cultura. Y eso traslada el problema al conjunto de la sociedad. Si la cultura tuviese socialmente prestigio apelarían a ella, no lo dudes. Me refiero a la cultura que tiene sus anclajes en la Grecia clásica, en el Renacimiento humanista y en el siglo XVIII europeo.
P.– Por parte del intelectual, el que conforma opinión pública, también parece que hay una cierta dejación de funciones.
R.– La figura del intelectual en Europa, específicamente, está muy vinculada a las utopías que empiezan en el Renacimiento y que se concretan en la Ilustración y el Romanticismo. En el momento en que a mediados del siglo XX se confirma un resultado catastrófico de estas utopías y el sueño se convierte en pesadilla, es como si la figura del intelectual diera un paso atrás. El intelectual, como ideólogo, es cosa del pasado. En cambio, el artista, el hombre de cultura debería ser alguien capaz de excitar el discurso crítico y autocrítico de una comunidad.
P.– ¿Qué confianza le genera la política española?
R.– Muy poca. Los pronunciamientos de los últimos meses aún provocan una confianza menor. Lo llamado nueva política ha dado síntomas lamentables y algún indicio renovador. A la vez, lo que sería la política nacida de lo que se ha llamado «régimen de la Transición» está dando un espectáculo lamentable: el partido del Gobierno, que no merece gobernar, está corroído por la corrupción; y el Partido Socialista anda corroído por sí mismo en un ejercicio patético de falta de responsabilidad. El conjunto de ambos hace que la confianza sea mínima.
P.– Así que Podemos y Ciudadanos no parece solución de nada.
R.– No los veo. Están en el oportunismo e inmediatismo que ya conocíamos.
P.– En un artículo suyo afirmaba que en este momento de nuestro país somos más de dogma que de trabajo por la libertad individual.
R.– Es que lo creo así. El problema más importante para el ser humano como hombre político es la capacidad de libertad interior. Quiero decir, la capacidad de un ciudadano para elegir a través de sus propias convicciones, valores y pronunciamientos. Estamos en una cultura del grito y del gregarismo, demasiado atentos a lo que dicen los demás o a lo que puede estar de moda. Y en este sentido, una utilización perversa de las redes sociales agudiza esa sensación de manada y acorrala la expectativa de libertad interior. No puede haber democracia (libertad de la comunidad, democracia) sin que exista una comunidad de hombres libres (sin libertad interior).
P.– Hace un momento ha aludido al «régimen de la Transición». ¿Lo definiría?
R.– Es una expresión algo rara, cierto. Hubo hombres nobles y entusiastas en aquellos años, claro que sí. Pero ciertas voces críticas respecto a ese periodo también tienen algo de razón.
P.– ¿En qué sentido?
R.– Hubo un error fundamental: todo se construyó sobre la base de la mentira. No existió un proceso de catarsis en la sociedad española, no fuimos sinceros ni nos dijimos la verdad de lo que había sucedido en la Guerra Civil, en el franquismo y en el antifranquismo. La piedra angular fallaba: la falta de verdad.
P.– ¿Seguimos sin ser un país con una modernidad clara?
R.– Todo está conectado. En España no ha habido nunca un proceso de incorporación a una realidad ilustrada. España era una sociedad en la que siempre que hubo movimientos de reforma se impusieron movimientos de contrarreforma. Pienso en el humanismo renacentista, que se rompe con la expulsión de los judíos y de las minorías de la península ibérica. Pienso en la Ilustración de Jovellanos, Moratín y Goya, entre otros, que se rompe con Fernando VII. Pienso en el proceso de renovación que va de finales del XIX hasta la Guerra Civil, que se interrumpe con el franquismo. Y pienso en el proceso de modernización que se intentó tras la muerte de Franco y que llega hasta los años 80 y 90. España es una sociedad que nunca se incorporó a la modernidad ilustrada y de ahí buena parte de nuestra dificultad para hacer autocrítica.
P.– Sin olvidar el freno de mano de los nacionalismos, centrales y periféricos.
R.– Los elementos centrífugos a los que asistimos en nuestra sociedad también delatan el fracaso de la idea de Europa. El futuro de una sociedad como la española no era el hipernacionalismo español, sino Europa. Pero al no concretarse ese gran proyecto podemos decir que las piezas del puzle se han descompensado. Un reflejo que ha tenido sus temblores en todo el panorama político. De los ayuntamientos al Gobierno.
P.– ¿Qué responsabilidad tenemos como sociedad en esta deriva?
R.– El mayor problema no es de política, sino de ciudadanía. Padecemos una falta de altura y complejidad. El fracaso educativo no se puede adjudicar únicamente al sistema educativo, sino que buena parte de ese panorama espantoso es responsabilidad de la ciudadanía al completo.
P.– ¿Y los medios de comunicación, qué papel están jugando en todo esto?
R.– Están dentro de una gran crisis no sólo económica, sino de información y de proyecto. Han dejado de ser críticos y han caído muy mayoritariamente en el esquema oligárquico del que ya hemos hablado.
P.– Eso genera un bucle viciado, los ciudadanos cuestionan los medios y los medios no encuentran el sitio.
R.– Bueno, en esta situación juegan un papel fundamental las redes sociales. Éstas tienen su parte negativa como refugio de la calumnia, de la injuria y del gregarismo, pero también amplifican la libertad de expresión que no sólo es patrimonio de los medios de comunicación.
P.– ¿No pesa más que esa libertad de expresión la perversión de reemplazar la idea por el eslogan?
R.– Claro, también es así. La sustitución del discurso argumentado por un tuit. Eso se avista muy bien en la Universidad, donde se da la misma situación de falta de exigencia que tiene la sociedad.
P.– ¿Qué espera de esta legislatura de Mariano Rajoy?
R.– No espero prácticamente nada. Intentará aplicar una serie de políticas muy antisociales y no creo que tenga la estabilidad necesaria para poder llevarlas a cabo. Lo hizo con la mayoría absoluta, pero confío en que en esta ocasión le resulte mucho más difícil. Viviremos otra especie de esperpento.
P.– En Europa crece la xenofobia, la imposibilidad de encontrar una salida al problema de los refugiados y aumenta también la involución ideológica. Ha irrumpido con fuerza una suerte de cerco de pureza de raza. ¿Hacia dónde vamos?
R.– Cuando hay un proyecto ilusionante empujado por una fuerza creativa se tiende a la generosidad. Cuando lo que tenemos es desconcierto y miedo se tiende al espíritu de la fortaleza. Y eso es a lo que estamos asistiendo. Es difícil especular hacia dónde vamos.
P.– ¿Y el triunfo de Trump en EEUU?
R.– Lo evidentemente negativo es que la elección de Trump puede ser la penúltima etapa en el retorno de los brujos del irracionalismo, con consecuencias imprevisibles. Un horizonte sombrío. Lo positivo es que pone de relieve la crisis de una forma de hacer política y de pensar la política totalmente obsoletas. Una posibilidad para rebelarse contra lo que significa Trump, pero también contra lo que significa Clinton.