Después de 10 meses de parálisis, el aparato administrativo del gobierno español se pone nuevamente en marcha. Pero no lo hace gracias a una sofisticada operación de ingeniería, sino porque hubo un mínimo acuerdo para empujarlo. Mínimo, porque si bien Mariano Rajoy líder del derechista Partido Popular (PP)
consiguió los votos suficientes para convertir en gobierno su accidentada búsqueda de la investidura, lo hizo en un estado de debilidad manifiesta y en ese estado deberá hacerse cargo de su gestión.
Ni siquiera el cerrado aplauso que le tributaron sus partidarios al término de la votación bastó para disimular que el ahora presidente tiene claro que el suyo no será un camino fácil de recorrer: lo evidenció en su discurso (no pretendan imponerme lo que no puedo aceptar
, dijo en una frase oscilante entre la arrogancia y la súplica), dirigido más a los opositores que a sus propias huestes partidarias. Y es que fue la abstención en la votación de una fracción mayoritaria del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) lo que le permitió formar gobierno
–la expresión más utilizada en la España de los últimos 10 meses–, al decidir que el bloqueo mantenido durante ese periodo no conducía a nadie a ningún lado.
Sin embargo, el hecho de que el PSOE votara dividido (hubo 69 abstencionistas
, pero también 15 que se pronunciaron por un rotundo no a Rajoy y a su partido) deja muy claro que los problemas no sólo afectan a los populares
, sino también siembran el desconcierto en las filas de los sectores que una vaga convención del lenguaje político define como progresistas. Así, mientras el recién constituido gobierno ve cómo lleva adelante su programa, los socialistas deben atender su frente interno, amenazado por la recomposición que pretende encabezar Pedro Sánchez (ex secretario general del partido, ex candidato a presidente por el mismo y desde ayer también ex diputado), líder moral de los 15 que votaron en contra (el propio Sánchez no estuvo en la votación porque ya había presentado su renuncia como legislador).
El resto del espectro político español tampoco está libre de problemas: la formación Podemos, de Pablo Iglesias, se debilitó en una pugna interna que enfrentó a dos sectores sobre la misma cuestión que fracturó al PSOE (es decir, permitirle o no a Rajoy asumir como presidente); la agrupación Ciudadanos sencillamente carece de fuerzas suficientes para que su apoyo al titular del PP resulte determinante, y los diversos grupos nacionalistas o independentistas existentes suman un porcentaje que en términos aritméticos es despreciable.
Así las cosas, a Mariano Rajoy se le hace todo menos fácil ceñirse a la plataforma que presentó para atraer a los sectores conservadores de la sociedad española, y que apela a conocidas fórmulas económicas en boga: crecer de manera sostenida y competitiva
a costa de medidas laboralmente impopulares; realizar ajustes fiscales (que incluirían una pequeña baja al impuesto sobre la renta, mismo que el propio PP aumentó en 7 puntos en su gobierno de 2011-2015), y en general apostar por la carta de la inversión extranjera, a la que Rajoy ha definido como una necesidad nacional
.
Respecto de los años inmediatamente anteriores, la economía de España, pese a la ausencia de gobierno formal en el país, muestra leves indicios de recuperación, pero sigue siendo difícil: la tasa de desempleo, por ejemplo, entre julio y septiembre de este año fue de 18.9 por ciento, ligeramente menor que la del mismo periodo en 2015; en cambio, aumentó el porcentaje de trabajadores temporales, y los índices de desaceleración económica continúan en una inquietante alerta amarilla.
No es, ciertamente, un panorama halagador para el hombre que ayer advirtió, en su discurso desde la tribuna del Congreso que le otorgó la investidura presidencial, que no negociaría la estabilidad presupuestaria ni la unidad de España
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