Cada 6 de Octubre, como cada año y por siempre, recordamos la memoria de nuestros hermanos, dirigentes y trabajadores ferroviarios y campesinos fusilados en el Cerro Chena en San Bernardo.
Por cierto que no son los únicos.
Muchas son las páginas de dolor escritas con la sangre de los nuestros y las nuestras. Es solo que tuve el doloroso privilegio de ser uno de los últimos en compartir la vida de estos viejos obreros, campesinos y sindicalistas. Fue un compromiso, un acuerdo de todos, que aquel que sobreviviera nunca dejara de dar la pelea por la causa de la clase trabajadora, nuestras ideas son justas se dijo y hasta el día de hoy trabajo con esa convicción.
Y ha costado tanto ir reconstruyendo la verdad. Recién este último tiempo se ha logrado establecer, sin lugar a dudas que además de la “casa de techo rojo” existió otro campo de concentración de presos políticos, que desde siempre he denominado “La Escuelita” y que por alguna extraña razón nunca fue profundamente investigado. Este lugar es muy importante pues allí llegaron, entre muchos, los campesinos de Paine y los ferroviarios de la Maestranza de San Bernardo.
Pese a que ya en el 2002 yo había llamado la atención sobre ese lugar, fue a fines del 2015 que la rigurosidad de una magistrado y la confirmación de mi testimonio hecha por un ex conscripto – quien incluso entregó otros datos valiosos para la investigación – es lo que permite establecer sin lugar a dudas que en esa “Escuelita” se detuvo a personas, se les castigo salvajemente y se les trasladó a lo que sería el último lugar donde se les vio con vida.
En la escuelita se nos permitió, por única vez, el 29 de septiembre de 1973 estar sin venda en los ojos, por lo que pudimos mirarnos, abrazarnos y tomar compromisos para un futuro que preveíamos duro. En ese lugar el director de la escuela infantería nos dijo que éramos prisioneros de guerra y seríamos tratados como tales.
Prisioneros de una guerra que nunca fue, inventada para justificar las aberraciones, guerra que solo estaba en la mente afiebrada de los que buscaban hacerse del poder a como diera lugar, para exterminar a quienes llenos de ilusiones, trabajábamos por una sociedad mejor.
La escuelita mantiene hasta hoy las 3 salas donde eran puestos los presos que llegaban a distintas horas del día, aunque principalmente de noche. 3 salas de clase que recibían a los peligrosos, menos peligrosos y a los de paso.
Justo frente a la del medio, a exactos 12 pasos, una sala solitaria donde se interrogaba y torturaba a los detenidos, que llegaban ahí luego que se les llamara viva voz, en la sala donde se encontraban. Paralizaba esa voz, aterraba la sola idea de poder ser el elegido.
Algunos pasos hacia el nororiente de las salas, el gigantesco plátano oriental donde nos amarraban con alambre para hacer los simulacros de fusilamiento. Un poco más alla, en la misma dirección, el galpón que hacía las veces de casino, en donde nos daban una ración de alimentos, y al que llegábamos tomados de las pretinas de nuestros pantalones, mientras las culatas daban golpes en las cabezas de aquellos que, vendados y todo, se atrevían a intentar determinar donde se encontraban.
El patio rectangular frente a las salas sigue igual. Al norponiente muchos árboles, una acequia seca y, como una herida que sale del costado del galpón y llega hasta ahí, la acequia que cruzaba el patio y se unia a la otra. La misma que en ese entonces nos dio agua cristalina para lavamos rostros y manos y quitarnos las costras de sangre seca que surcaban cabezas, cuellos y rostros demudados.
Desde ese lugar – ahí donde pudimos conversar sin tanto miedo por una sola vez, abrazarnos y alegrarnos por estar vivos – podíamos ver como a unos 200 metros hacia el surponiente, el entonces teniente Andres Magaña Bau sacaba astillas de un árbol pequeño con su corvo, para después mirarnos desafiante y pasarse el arma por su cuello, en clara señal de lo que nos esperaba.
Los ferroviarios llegaron ahí el 28 de septiembre en la noche. Cuando llegué la madrugada del 19, ya estaban los campesinos de Paine.
A todos nos sacaron a la medianoche del 29 de septiembre hacia la casa del techo rojo.
Llegaron 2 o 3 camiones, haciendo un ruido infernal. Gritos, muchos gritos, golpes indiscriminados a todos y a todo, mientras rugían los motores.
Nos pusieron unos encima de otros, como habiamos visto hacer a los nazis en las películas de guerra. En uno de esos grupos de seres humanos, fui el tercero y sobre mí al menos 1 persona más.
Salieron desde la Escuelita los camiones con su carga humana. Algunos minutos después y luego de más golpes con objetos contundentes, subimos la pendiente de lata y caímos desparramados al interior de la casa del techo rojo.
Solo se oía sobre nuestras cabezas el paso continuo de la electricidad en las torres de alta tensión.
Los niños de esos años se hicieron adultos. Crecieron con llagas y dolores que no siempre expresaron. Y es que no hubo tiempo para curarlas y sanarlas.
Las madres, las esposas, las compañeras, debieron hacer el duelo y seguir viviendo. Guardar en la memoria los momentos hermosos, construir nuevos, intentando en cada paso que daban encontrar al que vio a los suyos por última vez, para recibir el abrazo póstumo y saber que les llevaban en los recuerdos, hasta el momento mismo de los tiros.
Pude cumplir el encargo de todos y estoy en paz por ello.
Cuando ya constataba que el tiempo avanza más rápido en la medida que se acerca la vejez, nuevas emociones me han marcado y agradezco haberlas vivido.
En este septiembre que se ha marchado recién, pude volver a saludar y abrazar a Claudina, la viuda de Arturo Koyck, eso mientras otros con los que compartí ruta aún son incapaces de mirar a la cara.
Participé de una hermosa ceremonia del PRAIS en el Hospital Barros Luco invitado por la viuda de Hernan Chamorro, quien aún recuerda el día en que nos encontramos y pude contarle, junto a sus hijos, sobre los días vividos en el cerro.
Recibí como un tributo a la amistad 2 trabajos en madera hechos por Piri, el hijo del conejito Gonzalez.
Pero hay un encuentro, emotivo y hermoso, que marca lo que fue este último año.
Una tarde de fines del último trimestre del 2015, llegó a la sede de la CGT una tierna mujer llamada Gema. Al recibirla y decirle que yo era a quien buscaba, sus ojos se hicieron más grandes y en su rostro asomó una sonrisa.
Hace algunos años Gema había tenido acceso al libro Cerro Chena, Un Campo de Prisioneros, Testimonio, que yo escribiera en tributo a los caídos y desde entonces se había puesto a buscarme. Quería saber sobre su hermano Ricardo Solar Miranda, fusilado también en ese octubre maldito del 73 en Chena, a quien menciono en el libro.
Ella vino al centro medico ubicado frente a nuestra sede y antes de abordar el ascensor para bajar al primer piso miró en la vitrina a la salida de nuestras oficinas y ante sus ojos la tapa del libro le decía que había terminado su búsqueda.
Hablamos bastante y se fue contenta. No sería la última vez que la vería.
Gema volvió por nuestra sede sindical a fines de Diciembre del 2015 y en esta ocasión no venía sola. La acompañaba Soledad Lopez, esposa de Ricardo, su cuñada.
Días antes de ese encuentro había estado yo en una reconstitución de hechos en el Chena. Fuimos a la Escuelita e hice, como guía, el camino hasta llegar al lugar donde se emplazaba la casa del techo rojo. Han movido la tierra, casi hecho desaparecer todo vestigio que recuerde el lugar, pero no pueden borrarlo. Quedan algunos trozos de piso y pircas y me apropie de un pedazo de concreto de ese lugar. Las torres de alta tensión siguen emitiendo su monótono sonido, el que nos acompañó días y noches en ese octubre de 1973.
De eso hablé, con Gema y Soledad. Escucharon atentas, los ojos brillosos y cuando nos despedimos teníamos la tranquilidad de saber que Ricardo estuvo con nosotros.
Soledad vino desde Bruselas y cuando volvió le contó a sus hijos y desde allá siguen demandando verdad y justicia, con otro trozo rescatado de su historia perdida hace 43 años.
Honor y Gloria a los caídos en Chena y a todas las víctimas de la dictadura.
MANUEL AHUMADA LILLO
Presidente C.G.T. CHILE