Además de la desmedida consideración que toda la larga posdictadura ha tenido con las grandes entidades empresariales y los inversionistas foráneos, lo más permanente en estos largos 26 años ha sido el temor reverencial de nuestras autoridades a las FFAA. En efecto, contradiciendo todo lo que se prometió antes y después de la partida de Pinochet de La Moneda, lo cierto es que los militares gozan de ofensivos privilegios en relación a la realidad que afronta cotidianamente la población civil.
Si no hubiera sido por la detención del Dictador en Londres, y el ánimo europeo de procesarlo y condenarlo por sus crímenes de lesa humanidad, lo cierto es que la impunidad podría haberse consolidado mucho más en Chile, si no fuera por el rubor que le produjo a algunos jueces aquella sentencia de Patricio Aylwin de que solo se “haría justicia en la medida de lo posible”. Aun así y, pese a todos los uniformados que han sido condenados, es evidente que todavía no se cierran muchas investigaciones judiciales en los tribunales a más de 30 o 35 años de cometerse crímenes tan horrendos como el de Lonquén y tantos otros que en estos días se rememoran. Se asume, además, que las penas dictadas a sus principales hechores son del todo discretas respecto de la premeditación y alevosía demostrada por los homicidas y torturadores. Así como es evidente que el principal autor intelectual de todos estos graves despropósitos muriera impune, salvo aquel saludable y digno escupitajo que recibiera su urna durante sus pomposas exequias.
Resulta grosero que los más encarnizados militares cumplan sentencia en una cárcel especial que, por cierto, difiere mucho de los sórdidos recintos penitenciarios de los delincuentes comunes, y hasta se discuta en estos días la posibilidad de que uno de sus más feroces criminales pueda ser excarcelado cuando, en realidad, le faltarían dos o más vidas enteras para pagar por sus innumerables crímenes. Hay quienes alegan la correcta conducta de Miguel Krassnoff al interior de Punta Peuco sin que hasta la fecha, como consta, haya expresado signo alguno de arrepentimiento por sus sangrientas faenas en diversos campos de detención.
El Código de Justicia Militar solo ha recibido algunos retoques, pero sin variar en lo fundamental. Esto es que los uniformados son juzgados por sus propios pares y los titulares de sus fiscalías y tribunales son designados por los mandos superiores de las Fuerzas Armadas. Un cuerpo legal que, además, sigue contemplando la pena de muerte como posible sentencia, pese a que la justicia civil la erradicara con bombos y platillos ante el mundo civilizado.
Allí siguen, también, los hospitales militares, edificaciones que se constituyen en verdaderos hoteles de lujo en relación a los recintos a los que accede la amplia mayoría de la población civil y cuando el sistema público acumula deudas por más de 220 mil millones de pesos, según reciente reconocimiento. Instalaciones que fundamentalmente atienden a sus familiares, como las enfermedades prostáticas de los más añosos oficiales, cuando de las peripecias militares la mayoría salva sin rasguño alguno.
Algo que resulta insólito, asimismo, es que después de los cinco últimos gobiernos, los presupuestos militares para la adquisición de armas solo se hayan incrementado en desmedro de las urgentes carencias de millones de chilenos en el país, como se sabe, el más desigual de la Tierra. Además del oprobio del sistema previsional que los favorece al momento de jubilarse, con pensiones promedio que superan tres o cuatro veces las que recibe el conjunto de los trabajadores chilenos que ciertamente se esfuerzan más y por más tiempo que los uniformados.
A esta altura, no queda más que reconocer que la Presidenta Bachelet era la más indicada para impulsar reformas que acotaran los privilegios castrenses, habida cuenta que ella se siente parte de la familia militar y su padre fuera un alto oficial de la Aviación. Sin embargo, ella se resiste incluso a derogar aquella Ley Reservada del Cobre que le sustrae a Codelco el 10 por ciento de todas sus ventas en favor de las instituciones armadas, aunque desde el propio oficialismo y la oposición se la inste a ello. Cuando nuestra principal empresa sufre las zozobras, además, del alicaído precio internacional del metal rojo, nuestro principal producto de exportación. ¡Qué duda cabe que los conflictos alimentados por nuestro Canciller con nuestros vecinos pueden servir de excusa para que se mantengan estos multimillonarios recursos para las Fuerzas Armadas y con los cuales bien podrían financiarse varias reformas educacionales y previsionales! O servir de cimiento para nuestra urgente necesidad de ponerle ”valor agregado” al mismo cobre en bruto que por miles de toneladas sale diariamente al extranjero a precio vil.
Por cierto que los millones de chilenos que salen a las calles convocados por NO+AFP valen mucho menos para las autoridades que quienes siguen parapetados en sus cuarteles o entretenidos en sus juegos de guerra y arcaicas parafernalias marciales. Como esa cada vez más ridícula y dispendiosa Parada Militar que parece ser la preocupación fundamental, ahora, de ese Ejército “jamás vencido”, y que tiene para su deshonra haber masacrado a miles y miles de chilenos a lo largo de nuestra vida republicana. En Santa María de Iquique, en Ranquil, en Punta Arenas y, por cierto, durante la llamada “pacificación de la Araucanía”, entre otros tantos puntos de toda nuestra larga y ensangrentada geografía.
Cómo quisiéramos tener militares y policías que protegieran nuestra soberanía y fueran garantes de los derechos del pueblo, como sucede en los países democráticos; cuando en toda su trayectoria en lo que se han prodigado es en acometer asonadas golpistas, en amedrentar los cambios sociales, actuando como una guardia pretoriana de los más poderosos e inescrupulosos empresarios del país. Oficiando, por supuesto, de gendarmes de los intereses foráneos enseñoreados en nuestros yacimientos, bosques y las aguas de nuestro Océano Pacífico, ríos y lagos. Sin prestar colaboración alguna, insisto, al esclarecimiento de los horrendos crímenes de la Dictadura, guardando bajo llave las evidencias, cuanto consintiendo en que los testimonios de quienes fueron víctimas de torturas y arbitrarios encarcelamientos se mantengan sin desclasificar porque, de nuevo, la Presidenta y sus colaboradores prefieren acallar la verdad que irritar a los altos oficiales.
Lo insólito es que un sistema institucional como el nuestro tenga la pretensión de ser reconocido como democrático bajo esta tutela militar y la profunda brecha que prevalece entre los derechos ciudadanos y las inmunidades militares. Con una ciudadanía que se abstiene masiva y crecientemente en las elecciones, cuanto con la preeminencia de un Tribunal Constitucional que puede borrar con el codo lo dispuesto por el Ejecutivo y el Parlamento. Con una clase política, para colmo, corrupta y en que algunos de sus miembros terminan, incluso, recibiendo honorarios de los propios militares y entidades policiales, además de las boletas y facturas que les emiten a la grandes empresas.