La historia de la liberalización comercial a nivel mundial no es muy larga. Desde la posguerra se sucedieron diferentes rondas de negociaciones multilaterales al amparo de los Acuerdos generales sobre aranceles y comercio (GATT). Pero el momento decisivo vino con la ronda Uruguay, que culminó con los Acuerdos de Marrakech (1994) y el nacimiento de la Organización Mundial de Comercio.
El objetivo del lobby mundial de grandes empresas multinacionales y centros financieros se logró ampliamente en 1995. No sólo se obtuvo la reducción de aranceles y la casi desaparición de las restricciones cuantitativas para todo tipo de productos, sino que también se consiguió ampliar lo que se llamó la agenda de los acuerdos comerciales. En efecto, la cobertura de dichos acuerdos había quedado restringida a lo que fue su tema medular desde 1947: aranceles, cuotas, subsidios y prácticas comerciales desleales. Pero en Marrakech se introducen otros temas en la agenda: inversiones, requisitos de desempeño, propiedad intelectual, compras de gobierno y servicios financieros, entre otros. Junto con la intervención activa del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, la OMC terminó por consolidar los dogmas del Consenso de Washington en la segunda mitad de los años noventa. Se impuso la privatización de todo tipo de servicios públicos (desde la salud y educación) y se restringió la aplicación de políticas para el desarrollo industrial y agrícola.
Hoy la liberalización comercial a escala global es un hecho. Los promedios arancelarios a nivel mundial no son altos y las restricciones cuantitativas no son un obstáculo importante al comercio. Pero como si la tarea estuviera inacabada, Estados Unidos ha promovido dos grandes proyectos de tratados comerciales, el Acuerdo Trans-Pacífico y el Acuerdo Trans-Atlántico sobre comercio e inversiones (TTIP por sus siglas en inglés). El objetivo de estos tratados ya no es reducir los aranceles y extirpar lo que queda de los sistemas de cuotas. Su finalidad es consolidar y fortalecer los instrumentos que utilizan las grandes corporaciones que dominan el comercio internacional para extender su poder oligopólico.
Obama ha puesto todo su empeño por sacar adelante estos dos acuerdos comerciales, casi como si se tratara de su legado presidencial. Pero la controversia ha rodeado los dos proyectos. De hecho, Francia acaba (el 30 de agosto) de asestar lo que podría ser el golpe terminal en contra del TTIP. Después de apoyar la iniciativa del TTIP desde 2013, el gobierno de François Hollande ha decidido abandonar las negociaciones a partir de este mes. El anuncio lo hizo su secretario de comercio Fekl Matthias y las razones invocadas se vinculan con la intransigencia estadunidense en materia de solución de controversias, energía, salud, servicios públicos y cultura.
Sin embargo, Francia no tiene el poder para detener las negociaciones. La Comisión europea en Bruselas conserva el poder para continuar las pláticas con Estados Unidos todo el tiempo que juzgue necesario. Este es otro ejemplo absurdo de como la soberanía de los países europeos ha sido gravemente comprometida por la arquitectura de la integración en el viejo continente. Todavía en la cumbre de junio pasado los jefes de estado de la Unión Europea ratificaron el mandato de Jean-Claude Junker para proseguir las negociaciones del TTIP. Por eso el anuncio francés no parece haber impresionado demasiado a la comisionada europea sobre comercio, Cecilia Malmström, quien ya ha declarado que las negociaciones continuarían y ha reafirmado la meta irrealista de concluir un acuerdo antes de fin de año.
Pero es un hecho que las negociaciones se encuentran en mal estado. El TTIP tiene mucho apoyo todavía, pero el anuncio de Fekl se hace eco de las declaraciones del vice-canciller alemán, Sigmar Gabriel, en el sentido de que de facto las negociaciones ya han fracasado. Aún si la Comisión europea logra mantener el tren de negociaciones sin descarrilarse, el ritmo tendrá que ser más lento.
Las objeciones que hoy señala el gobierno francés frente al TTIP tienen que ver con la falta de transparencia en las negociaciones, así como con los temas de solución de controversias (en paneles de arbitraje privado), medio ambiente y salud pública. Es posible que el gobierno francés esté endureciendo el tono frente al TTIP por la presión que enfrenta de cara a las elecciones presidenciales de 2017. De cualquier modo, rechazar el TTIP es un paso en la dirección correcta. Pero al mismo tiempo que anuncia la oposición al acuerdo transatlántico, el gobierno francés mantiene su apoyo al Tratado de libre comercio entre Europa y Canadá (CETA, por sus siglas en inglés), firmado en 2013 y que debe ser ratificado por la mayoría de países europeos para entrar en vigor en 2018. La opacidad en las negociaciones, la cláusula de solución de controversias con tribunales privados y las deficiencias en materia ambiental y estándares sociales son también la marca del CETA. Son los mismos defectos del TTIP: ¿por qué no rechazarlo también?
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