Hace ya casi un año, el 13 octubre 2015, la Presidenta de la República, Michelle Bachelet, pronunció un discurso público que supuestamente ponía en marcha lo que se ha dado en llamar el “proceso constituyente”, procedimiento que para mayor precisión designaremos en lo sucesivo “proceso constitucional gubernativo” u “oficial”. De las palabras pronunciadas en el mencionado discurso destaco las siguientes.
“Queridos compatriotas:
Hoy estamos dando un paso fundamental para el destino de nuestro país. Estamos dando inicio al proceso que nos permitirá tener una nueva Constitución para Chile.”
Y más adelante:
“Compatriotas:
El proceso de elaboración de una nueva Constitución ya está en marcha. Partió del momento en que millones de chilenos y chilenas manifestaran en las urnas su voluntad de cambio.”
Se desprenden de las citadas palabras que emanan de la más alta magistratura de nuestra República dos enunciados problemáticos y contradictorios que conciernen a un “suceso” o “evento” cuyo acontecer estaría ya en curso, a saber, “el proceso de elaboración de una nueva Constitución”, o también, “el proceso que nos permitirá tener una nueva Constitución”; trátase de un suceso, no obstante, que aún no ha acontecido o no ha acabado de acontecer, ya que, según el programa referido en la parte central del mismo discurso, el señalado “proceso” debe extenderse a la nueva legislatura que se iniciará en marzo de 2018 y prolongarse hasta calendas aún no definidas; por lo demás, el propio discurso presidencial, en un modo fácticamente performativo de la enunciación, estaría dando inicio al mentado “proceso”, designado ya desde ese mismo día “proceso constituyente” (véanse las plataformas gubernativas de internet a las que se dio curso entonces). El “proceso constituyente”, por lo tanto, sería un suceso que ya está activo y en marcha (“ya”, es decir, el 13 octubre 2015), al haberse iniciado por la voluntad de millones de chilenos y chilenas manifestada en la elección de 15 de diciembre 2013. Pero, a la vez, sería un evento al que se da inicio por decreto presidencial, casi dos años después, ese mismo día 13 de octubre, a través del discurso de la Jefa de Estado. Un suceso que tendría, por consiguiente, una doble partida de nacimiento: tal vez un evento doble, marcado de nacimiento por la duplicidad.
¿Hay efectivamente un “proceso constituyente” en marcha en nuestro país? ¿De dónde procede semejante “proceso”? ¿De la decisión presidencial de darle inicio en octubre del año pasado y de encauzarlo por diversas fases que se extienden hasta más allá de 2018, las cuales, en todo momento, preservan la vigencia de la Constitución Pinochet-Guzmán de 1980 y particularmente, la de su inmodificabilidad e insustituibilidad merced al monstruoso quórum supramayoritario de los fatídicos 2/3 y 3/5 de los parlamentarios en ejercicio? ¿Procede acaso dicho proceso de la voluntad soberana del pueblo chileno tal como se expresara en la última elección presidencial de 15 de diciembre de 2013, en la que sólo participaron 41% de los electores?
¿En qué pudiera consistir tal “proceso constituyente”? ¿Trátase acaso de un conjunto de acciones orientadas a lograr que nuestro país, Chile, y su Estado o República, pueda “tener” una nueva Constitución? En tal caso, esas operaciones permitirían “dar” a Chile algo que probablemente le falte: “una nueva Constitución”: dotar al país de unos recursos y unos medios, una condición y unos bienes que todavía no tiene, similares a la salud, a la educación, a la locomoción colectiva, a la telefonía inteligente; en tal caso, “la nueva Constitución” sería un bien que Chile puede obtener y adquirir, eventualmente comprar en el mercado internacional por medio de una bien ponderada transacción o inversión estatal. ¿Contribuyen a tal propósito con algún grado de eficacia los programados y ya ejecutados “encuentros ciudadanos” y “cabildos” (locales y regionales) que parecen prestar cierta verosimilitud prestidigitacional al invocado “proceso constituyente gubernativo”?
Dicho “proceso constituyente”, no obstante, envuelve un conjunto de acciones que se expresan en la idea de la “elaboración” de una “nueva” Constitución, en la que deberían intervenir, en principio, los interesados directos, es decir, la nación o pueblo o sociedad-estado cuya sería la constitución política de marras. Bien entendemos que semejante elaboración incluye complejas y variadas operaciones que dicen relación con la composición, redacción, formulación, articulación de una “ley de leyes”, todas tareas que requieren la intervención y participación comprometida y responsable de una serie de expertos, peritos, conocedores, juristas, politólogos, redactores, escritores, abogados y poetas. Una buena “elaboración” ha de dar como resultado una Constitución hermosa, estética, bien compuesta y, al menos, bien redactada. Se han sugerido desde Palacio algunos modelos jurídico-literarios: la Constitución Española de 1978, con el famoso preámbulo de Enrique Tierno Galván; y también la célebre Constitución Alemana de 1949, con todos sus complementos y ajustes incorporados cuando la reunificación alemana de 1990. ¿Revélase acaso el “proceso constituyente” como un proceso similar al de la composición de una “nueva poesía” que fuere del gusto de todas y todos? ¿Una “nueva poesía” que pudiese estar a la altura de Pablo Neruda y de Gabriela Mistral?
Creo que se malentiende crasamente el problema constitucional chileno si se asume a la “nueva Constitución” como un “bien social” susceptible de tenerse o de ser obtenido, un bien que el Estado de Chile, mediante decisión operativa inteligente, pudiera adquirir para el país y entregarlo en usufructo gratuito a todos sus habitantes. Un bien social de uso público, similar en esto a una plaza o una piscina pública: se ha hablado, en lugar de ello y desde “Palacio”, de “la casa de Chile”, una casa que no fuera conveniente imaginar como un “Techo para Chile” ni tampoco como una “mediagua de emergencia” para enfrentar un maremoto, aluvión o incendio incontrolable, ni menos, por cierto, como una “casa de tolerancia”; un bien social que podría venir a sumarse a todos los innúmeros bienes de que nuestro país viene gozando desde más de cuarenta años hasta la actualidad por obra generosa, desinteresada, continua y compacta de sus benefactores y promotores, hoy por hoy magníficos e intangibles en su corrupta y putrefacta beneficencia. País beneficiado tal como se beneficia y sacrifica una víctima para el holocausto.
Siento que se marra torpemente el punto al que se intenta apuntar en esta cuestión del problema constitucional de Chile si se adhiere con ciego fanatismo estético y jurídico al imaginario poema de la constitución chilena bien redactada y rimada que ha de ser compuesta y pulida por expertos y peritos, académicos y juristas, poetas y estetas y consuetas, texto de una ley hermosa y duradera cuya dignidad reclama que todos los ciudadanos y conciudadanas de la república chilena la enmarquen y expongan en el centro de su hogar. El problema de la constitución política que Chile reclama y requiere y procura instalar y defender no es un problema de redacción ni de composición jurídico-poética: es el problema político de la autoafirmación de la soberanía que los pueblos y naciones de Chile han venido perdiendo de forma sucesiva, progresiva, creciente y galopante desde 1973 hasta el presente, y que hoy por hoy, tal vez, podrían estar en condiciones de comenzar a recobrar.
Sin la formación progresiva y creciente de un Poder Constituyente que pueda asumirla y conducirla, resulta inconcebible, impensable, inimaginable siquiera la generación de una posible (aunque quizás anhelada) Constitución democrática de la república o estado o civilidad (civitas) de Chile, “instituida” e “instituíble”, merced a la fuerza de su idea.
¿Y por qué razón? ¿De dónde pudiera venir tal nueva posibilidad? ¿Acaso de un cierto desgaste, alguna evanescencia, cierta posible decadencia o tal vez indolencia del régimen político vigente y de su política constitución establecida por imperio del terrorismo de Estado en aquel ominoso año del agobio de 1980, hace la friolera ya de casi 40 años? ¿Y cuánta y cuál ha sido la pérdida de soberanía que ha afectado al país Chile, amenazándolo de desaparición o de absorción por otras fuerzas actualmente dominantes en nuestro envenenado planeta? En el mencionado discurso de 13 de octubre del año pasado, la Presidenta Michelle Bachelet se refiere a la constitución política actualmente vigente (no así al régimen político-económico que hoy por hoy nos domina), es decir, a la Constitución Pinochet-Guzmán de 1980, en los términos siguientes.
“La actual Constitución tuvo su origen en dictadura, no responde a las necesidades de nuestra época ni favorece a la democracia. Ella fue impuesta por unos pocos sobre la mayoría. Por eso nació sin legitimidad y no ha podido ser aceptada como propia por la ciudadanía.
“Es cierto que desde el retorno de la democracia le hemos introducido cambios importantes, que han atenuado su carácter autoritario, pero aún tiene mecanismos que obstaculizan el pleno ejercicio de la democracia y que no pueden ser eliminados con nuevos intentos parciales.
“Por eso, ha llegado el momento de cambiarla. Chile necesita una nueva y mejor Constitución, nacida en democracia y que exprese la voluntad popular.
Este pasaje de su discurso, creo poder conjeturar, debe de haber suscitado una adhesión mayoritaria y “transversal” (como se suele decir, hoy en día, para significar la coincidencia general de moros y cristianos, negras y blancas, zambos y judíos, lindas y feas, tontos graves y letrados, cultas latiniparlas y tontos incurables) que desmiente por un breve instante la inmensa desaprobación que está recibiendo la Presidenta en las encuestas (cerca de 4/5, quórum supramayoritario espontáneo).
Todo el mundo sabe y conoce que la Constitución chilena de 1980 surgió de la urgencia cívico-militar golpista de dar un orden al descalabro jurídico que generó la violación sistemática de la Constitución vigente hasta 1973, desde el inicio del Golpe, a través de los sucesivos y multiplicantes decretos que la Junta Militar fue produciendo sin otra lógica que la violencia del exterminio y la aniquilación de quienes sus instrumentos percibían como su enemigo, su peligro, la fuerza subversiva del pueblo. Por tal condición la Junta Militar de 1973, desde el comienzo, generó una “comisión constituyente”, conocida como la “Comisión Ortúzar” (dirigida por el ex-ministro del Presidente Jorge Alessandri, Enrique Ortúzar), la que, luego de largos cinco años de “trabajo”, dio origen al proyecto de constitución política que, visado y revisado por Jaime Guzmán, se convirtió en la Constitución todavía vigente, la de 1980, fraudulentamente “legalizada” (pero no legitimada) en el falso plebiscito del mismo año. Tal es la constitución política que todavía nos rige, la norma compleja e irreformable, inderogable, indeleble e inanulable, que los poderes más notorios de Chile sostienen y defienden, consintiendo a lo sumo la conveniencia de su “modernización”, “actualización”, o como lo formula la Presidenta en su discurso, “atenuación”. Una “constitución” impuesta desde arriba y por la fuerza que legaliza y pretende legitimar el régimen político-económico-social que se ha denominado “el Modelo”. ¿Un modelo inmodelable o un modelo que modelar? ¿Paradigmático, ejemplar? ¿Intocable, inmodificable, como la Constitución Pinochet-Guzmán? ¿Modelo de modo modular y modal inmudable? ¿Modelo tipo y arquetipo? ¿Platónico o epicúreo? ¿Qué diosas y dioses, qué medusas o hidras lo protegen y defienden y expanden por este inmundo mundo?
¿De redónde dónde puede que venga tal necesidad? ¿Cuál de las dos? ¿La de preservar y sostener por todos los medios y recursos habidos y por haber la vigencia y vigor, la benéfica y salutaria obra perpetua del actual régimen político-económico-social fundado en los ya lejanos años del Golpe inolvidable? ¿O bien la de transmutar dicho orden, la necesidad de desmontarlo y desvirtuarlo conduciendo las cosas públicas hacia otro régimen político, moral, económico y social que permita el retorno de nuestro pobre país (“¡Pobre Chile!”, “¡Pobre Chile!”) al imperio de la justicia y la decencia, a la supremacía de la generosidad y la solidaridad, a la exaltación del espíritu y la moral por encima del fraude, la mentira, la crueldad y el abuso criminal?
Para poder siquiera aspirar al surgimiento, nacimiento o generación de una constitución política democrática tórnase indispensable e insoslayable, “impajaritable” (como podría haberlo expresado el inefable “Chico” Molina), o sea, inevitable, un arduo trabajo acumulativo de salud y aseo espiritual y moral que conduzca a un mínimo vital de transparencia: la denuncia y pulverización de los pactos de silencio, de los acuerdos secretos entre dictadura en tránsito y transición pactada, de la reserva de la ley reservada del cobre, de la intangibilidad de los ultrapoderosos, de la regla del cohecho y la compra sistemática de los agentes políticos; no menos que la denuncia y caracterización general de todos los crímenes cometidos y practicados de forma continua y sin término por la Dictadura Cívico-Militar y sus interminables cómplices transitivo-transitorios cuyas operaciones se extienden y amplifican hasta el presente: no sólo los crímenes de lesa humanidad, no sólo las violaciones y el terrorismo de Estado, no meramente el asalto, bombardeo e incendio de La Moneda, no tan sólo la tortura y el suplicio de la población civil, sino los abusos sistemáticos contra toda la población por parte de las compañías transestatales toleradas, la tolerancia del abuso y la extorsión, la tolerancia de la estafa y el fraude, la absorción y extracción transestatal del patrimonio nacional del Estado de Chile, la usurpación, desplazamiento, persecución y genocidio de la nación y la cultura mapuche, la enajenación cuasi completa de los recursos estratégicos del Estado, la destrucción de la Universidad de Chile, la destrucción de los Ferrocarriles del Estado de Chile, la tolerancia criminal de la devastación del Mar de Chile y del envenenamiento de los ríos y las fuentes subterráneas del agua del Estado de Chile.
Sin la formación progresiva y creciente de un Poder Constituyente que pueda asumirla y conducirla, resulta inconcebible, impensable, inimaginable siquiera la generación de una posible (aunque quizás anhelada) Constitución democrática de la república o estado o civilidad (civitas) de Chile, “instituida” e “instituíble”, merced a la fuerza de su idea. El actual régimen político-económico-social que algunos (y algunas, chilenas todas) denominan “el Modelo” y que ha dominado hasta el presente de forma continua y sin contrapeso en nuestro país por casi medio siglo constituye en realidad el único Poder Constituido vigente, poder que ha funcionado desde 1973 y continúa haciéndolo hoy en día como el único Poder Constituyente válido, aquel que constituyó la violación de la constitución política de 1925 y estableció por decreto y plebiscito fraudulento la constitución política actualmente vigente, la de 1980. Por lo demás, este Poder Constituido / Constituyente es aquel que desde el actual gobierno de Bachelet 2 está conduciendo el así llamado “proceso constituyente gubernativo”, el cual está orientado de forma pública y notoria a ser absorbido y fagocitado, merced a las cámaras diputativas y senatoriales sometidas a cohecho pasivo, por el mismísimo e inamovible, duradero y omnímodo Poder Constituido. De esta suerte resulta perfectamente previsible que la “nueva constitución política” que resulte del referido “proceso” pseudo-constituyente, por allá por el año 2020 ó más, no fuere otro cuerpo jurídico-político que la mismísima constitución actualmente vigente, sólo remozada, reajustada y depurada de algunos de sus más conspicuos elementos teratológicos (por ejemplo, la extrema inmodificabilidad de su núcleo autoritario), lo cual podría conferirle tal vez un aspecto más “civilizado”, menos “incivil” (“atenuado”, según fórmula de M. Bachelet). Es tal vez un nuevo intento, similar al del presidente R. Lagos de 2005, de generar la superstición según la cual la Constitución Pinochet-Guzmán de 1980, por medio de un fino arte de birlibirloque, se convierta, permaneciendo la misma, en una “nueva” constitución, esta vez, no ya la fallida (por incredulidad natural de la mayoría de la población) “constitución de 2005” de Ricardo Lagos, sino la “definitiva” “constitución de 2025” (¿2025? ¿2030? ¿2035?) promovida inicialmente por madame Michelle Bachelet en su segundo gobierno desde 2015 hasta su conclusión en 2018 y estatuida finalmente por algún gobierno sucesivo del cogobierno único y continuo, perpetuamente transitorio, iniciado hace ya más de 26 años en nuestro desintegrado país.
Sin embargo, resulta no sólo deseable sino igualmente previsible que muchas fuerzas sociales y culturales que habitan el alma inconsciente de nuestro singular país y sus diversas naciones y territorios surjan y emerjan de profundis y vengan a interponerse en semejante pesadilla futurista. De hecho, tales movimientos se han producido con vigor y eficacia en la historia de nuestro país, no sólo en remotas épocas de nuestra vida común de más de medio milenio, sino en décadas más próximas de nuestra actualidad: las protestas de la década de 1980 que condujeron al término de la dictadura militar; las revueltas universitarias de fines de esa década; el movimiento estudiantil de fines de la década de 1990; el movimiento “pingüino” de 2006; los movimientos sociales de 2011 y años sucesivos.
Inmoral y criminal es la continuidad del régimen político-económico-socio-cultural imperante. Su predominio y expansión por casi 50 años de vida histórico-colectiva ha generado sucesivos y crecientes menoscabos, perjuicios, destrucciones, daños, devastaciones y males que han violado la vida y la cultura de millones de seres humanos (hombres y mujeres, niños y ancianos, que no consienten el título de “compatriotas”, habida cuenta de la degradación hasta lo ínfimo de todo aquello que pudiera merecer el nombre de “patria”), contraparte de la expansión inconmensurable de los poderes del neocapitalismo transestatal que ha aprovechado directamente la referida explotación en favor de su exclusivo crecimiento elefantiásico y descomunal. Inmoral y criminal es la persistencia del régimen político-económico-socio-cultural que ejerce en la actualidad sin contrapeso aparente su predomino avasallador. Su efecto continuo es no sólo la tolerancia prostibularia del crimen, sino su consagración cuasi pública: abuso de la población toda por parte de compañías transestatales toleradas en un amplio abanico de necesidades fundamentales: vivienda, alimentación, energía, agua potable, comercio; fraude sistemático de la población toda en asuntos de previsión y protección social, salud pública individual y social, educación pública preescolar, básica, media y superior; cohecho y corrupción activa por parte de las compañías transestatales que se han ejercido sobre los más altos responsables políticos del Estado y su República: jefes de Estado, ministros, senadores, diputados, alcaldes, concejales y otros funcionarios de menor cuantía; cohecho y corrupción pasiva de los mismos; ejercicio fraudulento y corrupto de funciones públicas por variados organismos del Estado, etc. Inmoral y criminal es la perduración ilimitada del régimen político-económico-socio-cultural cuyo predominio ejecuta la devastación del Mar de Chile, la desintegración del territorio y subsuelo de Chile, el envenenamiento de sus aguas subterráneas, la destrucción de sus paisajes, la violación de su potencia energética natural. Tal perduración criminal e inmoral asume la forma de una prostitución política extensa y arraigada hasta los tuétanos de la vida pública nacional: prostitución que no sólo admite ejercicios tales como el soborno, el cohecho, el fraude y la prevaricación, sino que asume la forma genérica y maldita de la corrupción.
Cabe retener en este punto aquella pregunta aparentemente ingenua y hasta pueril: “¿Y por qué habría que cambiar la Constitución actual? ¿Cuáles son sus fallas, sus defectos? ¿Qué nuevos elementos cabría incorporar en ella para hacerla mejor, más democrática?” Respuesta: Desde los célebres discursos de Ferdinand Lassalle de fines de 1860 (en los inicios del “proceso constituyente” que conduciría al II Reich de Bismarck) suele distinguirse entre “Constitución formal” (es decir, el cuerpo jurídico textual en que se formula la “ley” fundamental) y la “Constitución efectiva (wirklich)” (a saber, el régimen político-económico-social efectivamente dominante); el problema acuciante en el Chile de hoy (y desde hace casi 50 años) no es el “cambio” de la constitución formal, sino la mutación política radical de la constitución efectiva, es decir, del régimen político-económico-socio-cultural dominante que se ha denominado “el Modelo”. Su mutación o transformación resulta imperiosa: se trata de poner fin a la inmoralidad y al crimen, al abuso y la corrupción, a la injusticia y el fraude, a la destrucción de la vida social y cultural, a la devastación y violación de la energía natural de los territorios y regiones que configuran la morada histórica de las naciones de Chile.
Semejante cambio o mutación supone condiciones sin las cuales no cabría ninguna reforma efectiva. Antes de toda discusión académico-estético-jurídica acerca de la “Constitución formal” que todavía nos rige (la Constitución Pinochet-Guzmán de 1980) tórnase preciso no tan sólo el reclamo por la conformación democrática de una Asamblea Constituyente, sino la generación efectiva de un nuevo Poder Constituyente que fuere capaz de desplazar y neutralizar al actual Poder Constituido / Constituyente (configurado desde el Golpe de 1973, legalizado en 1980 y años sucesivos, consolidado en la “transición” inicial, expandido y consagrado en la nueva “transición” establecida en las primeras décadas del nuevo siglo) hasta el punto de hacer posible su Destitución política.
En suma, antes de la “Constitución”, antes del problema académico-jurídico-estético de una “nueva Constitución” (ojalá democrática), antes de tal constitución resulta plenamente urgente y vigente la necesaria Destitución del actual régimen dominante, este régimen que consagra y consolida el crimen, la corrupción, el abuso y el fraude. El régimen actualmente dominante, lo hemos dicho, es uno que establece y expande de forma ilimitada el imperio de la Prostitución política generalizada. Por consiguiente, bien cabe proclamar la fórmula siguiente: Antes de procurar el triunfo de una “nueva” Constitución (formal, democrática), resulta de primerísima urgencia luchar por la Destitución del imperio de la Prostitución (política). Sólo la conformación de un nuevo Poder Constituyente que sea capaz de destituir al régimen político-económico-socio-cultural actualmente predominante, sólo la emergencia de tal nuevo Poder hará posible en Chile un verdadero retorno de la Justicia, la Moral, la Decencia y la Solidaridad entre nuestras naciones.
*Escritor, profesor.