En la masacre la víctima no dispone para nada de las posibilidades de defenderse con éxito. La acción pasa a ser una modalidad de asesinato, que es perpetrada por un grupo de asesinos que dispone de cuantioso armamento que le facilita el ataque a uno o varios blancos a la vez.
En el enfrentamiento ambos contendores buscan vencer al enemigo, teniendo ambos la convicción de que es posible la victoria.
En la inmolación el destino de ella está anticipado. No puede haber una victoria final del inmolado, en vida. Se entrega la vida para bien de una causa. El que se inmola es pesimista sobre su propia vida y optimista sobre el futuro. Allende, antes de partir: “Superarán otros hombres este momento gris y amargo…”
En las guerras hay masacres, enfrentamientos e inmolaciones, pero en un solo acto bélico se dan imbricadas las tres, aunque puede predominar una de ellas. Los juristas deben calificar la acción según sea la que predomina. Los seguidores políticos calificarán según sus puntos de vista.
Para los terroristas de Estado chilenos nunca en la dictadura hubo inmolaciones ni masacres. Sólo enfrentamientos. Las masacres siempre fueron calificadas de enfrentamientos en medio de una guerra. Una guerra de las FFAA contra los 10 mil guerrilleros extranjeros que inventó Aylwin y que se apertrechaban de armas equivalentes a los 15 regimientos que inventó Frei en su carta a Mariano Rumor.
En el sitio de Numancia, la ciudad de Hispania cercada por los romanos, hubo inmolación y masacre. En la Escuela Santa María de Iquique y en el Seguro Obrero hubo masacres.
En el sitio de La Moneda bombardeada, el Presidente mártir rechazó rendirse, tomó las armas y se inmoló. En la Guerra de 1979 lo hizo Prat al lanzarse al abordaje del Huáscar, lo hizo Grau al no rendirse ante el acoso de la escuadra chilena en Angamos, lo hizo Bolognesi en la cima del Morro de Arica, lo hicieron los jefes chilenos, cuyos corazones están en la Catedral de Santiago, en el pueblito de La Concepción, en el Ande peruano.
La dictadura cívico-militar de 1973 puso precio a la cabeza de Miguel Enríquez el 11 de septiembre de 1973, en la mañana. 500.000 escudos.
Enríquez desapareció en la clandestinidad desde septiembre de 1973 a octubre de 1974. Proclamó que no se asilaría. En el lapso de ese tiempo fueron apresados, torturados y asesinados muchos de sus compañeros.
El 5 de octubre de 1974 Enríquez no intentó tomar por asalto la casa de Krassnoff ni se enfrentó allí con él. Fue una vanguardia terrorista de Estado, la Dina, integrada por Krassnoff y otros, la que cercó la casa de Enríquez, comprada por el MIR, en San Miguel. El objetivo era claro. Querían apresar o matar a Enríquez. Sin duda, éste tenía el legítimo (y legal, si lo vemos con las reglas jurídicas) derecho a la autodefensa, a la defensa propia.Cuando Miguel Enríquez murió tenía 30 años (sólo cuatro más que los que tenía Cheyre cuando reprimía). Había fundado el MIR con menos edad que la que tenía Cheyre en La Serena. Su movimiento y toda la izquierda habían sido estratégicamente derrotados un año y un mes antes. Sus militantes, con razón, huían o caían asesinados. Su segundo había sido apresado, por delación, en un convento y muerto en la tortura más atroz el 13 de diciembre de 1973. Desde el propio Hospital Naval se informó de Van Shouwen diciendo que “somnoliento, no coopera”; “tenía contusiones, hematomas, escoriaciones, en piernas, brazos, abdomen y espalda, hombros y glande”.
En la casa de Santa Fe, en San Miguel, en 1974, Enríquez apareció sobre el techo, armado. Unas esquirlas lo habían herido. La balacera duraba casi dos horas. La casa y él, y los suyos (dos hombres que huyeron y una joven mujer herida por esquirlas y embarazada, que yacía en el suelo) estaban rodeados, más cerca o más distante, por todas las armas terroristas que habían en Chile, las de la dictadura todopoderosa, apoyada incluso por EEUU y sus escuadras, si era necesario. Una vanguardia terrorista lo atacaba. La integraban “valientes” que se hicieron famosos por enfrentarse a prisioneros amarrados a postes de ajusticiamiento, a enemigos lanzados desde helicópteros, a campesinos quemados en cal, a mujeres torturadas y violadas, a gente, como Eugenio Ruiz Tagle, preso que no pudieron mover de Antofagasta a Santiago porque se deshacía debido a la tortura.
Enríquez sabía que el Presidente “reformista” y otros habían muerto en La Moneda bombardeada.
Disparó, sin duda. Ráfagas de gente como Krassnoff, Moren Brito yOsvaldo Romo, apoyadas por un helicóptero y una tanqueta, lo perforaron. Ellos no perdían nada. Iban a recibir recompensas del poder omnímodo, que ocupaba el país. Cayó (o saltó) hacia la casa vecina y, hasta ahora hemos sabido, se clavó en el suelo, en el barro, al lado de una artesa. Tenía diez balazos, uno de ellos en la cabeza.
Krassnoff, armado como siempre, entró a la casa; vio a la mujer embarazada y la pateó. Revisó. No había nadie más. Se llevaron el cadáver de Enríquez.
Si se hubiera medido se habría sabido que los terroristas de Estado recibieron ese día el aplauso de la mayoría de Chile, de toda la derecha y de la mayor parte del centro que encabezaban Frei y Aylwin y que tenía ministros y subsecretarios en el gobierno. Al fin habían ultimado al jefe del MIR.
¿Qué sucedió ese día?¿Hubo enfrentamiento, masacre o inmolación?
Yo creo firmemente que inmolación.
El buen juez, al que tanto le debemos, parece que no se lo ha planteado.¿Astigmatismo?
Tal vez se basa en la peregrina teoría de que no hubo terrorismo de Estado sino enfrentamientos que deben analizarse en su mérito, como si se hubiera tratado de un mundo sin entorno. Que allí en San Miguel pudo haber Enríquez contra Krassnoff y no la dictadura terrorista contra un pequeño grupo, al final un hombre, que habían perdido ya la guerra.