El voto mayoritario del electorado inglés que definió el Brexit en el referendo de la semana pasada, reiteró la posición que ocupó Londres en el largo viaje que se inició en Maastricht en 1992. Inglaterra abandona el sueño de una Europa unificada de la misma manera que lo acogió en un principio: sin pena ni gloria. En Bruselas, el centro de esa nueva y ascendente burocracia, que no sabe ya exactamente qué y a quién gobierna, lo que abundó en los últimos días fueron las caras largas y el desconcierto.
Nadie había previsto la reacción inglesa; ni las encuestas, ni los ecuánimes analistas políticos
, ni las voces centrales del continente. Europa, entendida ya como una unidad institucional, parecía hasta hace unos días un hecho consumado. Y nadie ahora sabe a ciencia cierta qué hacer frente al giro británico, al parecer irrevocable.
Incluso, los augurios sobre los posibles efectos del Leave adolecen de cualquier consenso. El ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schaeuble, no descartó un posible efecto dominó
. Angela Merkel predijo el escenario contrario: Europa cerrará filas y reformulará los principios de su unidad. Sea como sea, la Unión Europea pierde a su segunda economía, y a uno de sus principales motores morales y políticos. Afirmar que ya nada será igual es un atinado lugar común. Y las discusiones en torno a por qué pasó lo que pasó ocuparán los debates de los próximos meses, cuando no años.
La franja de la extrema derecha inglesa que propició el Brexit centró su campaña en una doble narrativa. Un discurso contra los migrantes que provienen de Asia y África y, simultáneamente, contra la burocracia de Bruselas. La xenofobia parece hoy, al menos en varios países europeos, capaz de seducir mayorías. Así se trate de un oxímoron retórico. Las sociedades europeas requieren en la actualidad migrantes por dos razones evidentes: a) su población ha envejecido bajo las prebendas y prestaciones que les garantizaba el viejo Estado de bienestar; si la única forma de producir valor (Marx dixit) se encuentra en la fuerza de trabajo, se necesitan brazos nuevos; b) los migrantes, despojados de derechos, organizaciones e identidad, son un arma ideal para reducir los beneficios de la población en general (y volver así sus productos competitivos en el ámbito mundial). A la vuelta de dos décadas, el resultado ha sido pasmoso: un laberinto de tensiones y enconos entre franjas cada vez mayores de la sociedad europea empobrecidas (y humilladas) y migrantes dispuestos a vivir al filo de la vida.
Todas las narrativas humanitarias sobre los refugiados y los emigrantes se derriten frente a las cifras. Lo único que pretende la derecha inglesa no es acabar con este tráfico, sino regularlo (y el tratado de la Unión se lo impedía).
Y sin embargo, la crítica a la burocracia de Bruselas nunca deja de recordar el sueño de que la potencia de los principales países europeos pudiera traducirse en la mejoría de naciones como Grecia o Hungría. Un sueño, bajo el actual ordenamiento, cada día más inconcebible.
Y algo hay de razón en este segundo argumento. Si recordamos la forma en que la banca respondió a la crisis griega del año pasado, la solución expresa todo lo no dicho en la crisis inglesa. La rebelión griega exigía un fin a las políticas de austeridad, es decir, un fin al centro de lo que hoy constituye a la hegemonía de Bruselas: una Europa en manos de los bancos, la tecnocracia y las políticas de exclusión. Dominada por el discurso de los mercados y la discrecionalidad del núcleo de las tecnofinanzas. Un orden dedicado a sepultar a la otra Europa: la de los derechos del hombre, la igualdad, el Estado de bienestar y la cultura como centro elemental de su vitalidad.
El dilema es que la Europa de la eurocracia se ha vuelto, como la ha explicado George Soros, un lugar inseguro, altamente inseguro. Hoy, el Deutsche Bank (el Banco Alemán), antiguamente una de las instituciones de mayor certidumbre en el planeta, ha devenido una institución peligrosa
. Demasiados préstamos que no son necesariamente recuperables. ¿Cuántas veces y en cuántos países podría Alemania repetir el pasmoso espectáculo que acabó, por la vía del estado de excepción económico, con los reclamos de los griegos?
Si las élites inglesas estaban dispuestas a compartir los beneficios de una Europa entramada por la burocracia de Bruselas, no parecen dispuesta a padecer los riesgos de una comandada por la política alemana. Una vez más, como tantas veces en la historia europea, Alemania parece no contar con los recursos ni subjetivos ni culturales para devenir una fuerza hegemónica. Bajo una Europa centrada en este déficit de gobernabilidad, la unidad europea podría volverse cada día más incierta. Además, después del Brexit, en cada crisis local, la derecha siempre podrá convertir a la Unión prácticamente en rehén.
La pregunta es si la otra Europa es posible. Bajo la iniciativa de la alcaldesa de Barcelona, una treintena de ciudades rebeldes –con la forma del orden en Bruselas– han celebrado un pacto. Estas y otras iniciativas similares se irán abriendo paso en los meses próximos. El problema hoy reside en que a cada desafío y prueba nacional, cualquiera puede decir me voy. Y nadie podrá impedirlo.