En el ánimo de impunidad que siempre persiguen los políticos corruptos, muchos de éstos se muestran coludidos, ahora, para acusar a la prensa y a los jueces de alentar el caos y el populismo con sus denuncias. Las emprenden contra los periodistas y quienes estiman que reaccionar a tiempo contra los abusos del poder es siempre más saludable que esconder la basura debajo de las alfombras.
Después de la Dictadura, se ocultaron un sinnúmero de despropósitos en el afán de no arriesgar nuestra feble institucionalidad heredada del pinochetismo. En la excusa, siempre, de que el Dictador y sus secuaces podían irritarse y en cualquier momento pegarle un manotazo a nuestro sistema político. Largos años, sin duda, vivimos bajo el “cuco” del retorno de Pinochet al poder.
Expresamente, los primeros gobiernos de la Concertación dejaron en la impunidad al propio Tirano por la consecución de tantos crímenes de lesa humanidad, así como se desgañitaron en traerlo al país después de ser detenido en Europa para ser juzgado internacionalmente. Paralelamente, el gobierno de Patricio Aylwin decidió simplemente pasar por alto todas las apropiaciones indebidas de empresas y bienes del Estado traspasados por los militares a sus amigos y sus partidarios. Como bien recordamos, para este Mandatario había que ser prudente y “hacer justicia solo en la medida de lo posible” para no arriesgar el proceso de transición a la democracia
Todas estas impunidades, que luego fueron prescripciones, lo que realmente alentaron fue que tanto los retornados a la política, como los nuevos actores de ésta se sintieran autorizados para echar mano, también, de los caudales públicos; se mostraran inescrupulosos al asignar las concesiones del Estado, para en pocos años consolidar relaciones espurias estables con los grandes empresarios enriquecidos por el Régimen Militar. Cuestión que ha quedado completamente ilustrado con los casos Caval, Soquimich, Penta y otros escándalos que tienen rendida a la llamada clase política ante los negocios, los grandes defraudadores fiscales y los que han cometen reiteradas transgresiones a las normas de la libre competencia y los derechos de los consumidores chilenos.
De todo hemos tenido en este tiempo: sobresueldos en La Moneda que burlaban impuestos; sobornos sistemáticos a legisladores y toda suerte de coimas a nivel municipal, también, para conseguir el favor de alcaldes y concejales. Asimismo, vista gorda de la propia Contraloría General de la República ante las rendiciones de cuentas de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Además de esa enorme cantidad de operadores políticos tildados de “asesores” que pueblan los ministerios y reciben honorarios muy por encima de lo que el Estado les otorga a los más altos funcionarios públicos de planta o contrata. Gran dispendio y una enorme falta de probidad, también, a nivel de nuestras misiones diplomáticas, especialmente en materia de viáticos y otras prebendas de nuestros embajadores “políticos”.
En el ánimo de percibir sobornos, es pavorosa la forma en que las nuevas autoridades de los cinco gobiernos de la posdictadura han seguido privatizando bienes y concesiones fiscales, al grado de pisotear, incluso, los derechos de las poblaciones y la fragilidad de nuestros ecosistemas. Uno de cuyos resultados, sin duda, está representado en el reciente desastre medioambiental provocado por las compañías pesqueras. Cuyos propietarios y ejecutivos se agenciaron una Ley, por los demás, con el soborno y el financiamiento electoral a algunos parlamentarios.
Una voracidad que se expresó a los inicios de la década de los 90 con las ventas a futuro del cobre, como en la compra y venta de armas que hoy explican la solvencia económica de varios altos oficiales, cuando se decía que uno de las más eficientes formas de inhibir cualquier incursión golpista sería dejar robar o corromper a los uniformados, dejarlos hacer en el ámbito de las adquisiciones de armas que consumen una tajada tan alta de nuestro presupuesto nacional.
Para todos estos nuevos infractores, por supuesto, toda denuncia periodística es vista en el ánimo de desprestigiar a la política, inhibir la inversión y el emprendimiento empresarial y ponernos en riesgo de que surja un nuevo caudillo o régimen de facto. En la pretensión que al mismo tiempo tienen de que el actual orden es genuinamente democrático, cuando a veintiséis años todavía imperan la Constitución y las principales leyes heredadas de la Dictadura. O cuando el sufragio popular ha ido descendiendo tan vertiginosamente hasta que hoy es la abstención la más fiel y contundente expresión ciudadana, del descontento de la población y del descrédito de quienes sucedieron a Pinochet pero que, tan luego, se fueron encantando con el régimen neoliberal y el autoritarismo legado por éste. No es de extrañarse, entonces que a éste se le brindara un homenaje en una sesión especial del Parlamento. Tal como lo recibiera, también, el extinto Jaime Guzmán, uno de los grandes mentores del Golpe Militar de 1973.
En esta situación, no aparece nada de extraño el descubrimiento de que los principales medios de comunicación disidentes del Dictador fueron exterminados por la política de comunicaciones de la Concertación, que prefirió encantar a los medios adictos antes que hacerlos pagar por sus severos crímenes y despropósitos éticos, en vez de estimular el desarrollo de una prensa libre que contribuyera a la diversidad que exige cualquier régimen genuinamente democrático. O que, ahora último, se evidenciaran varios intentos de las autoridades por censurar la publicación de documentos y pruebas obtenidas desde los tribunales que puedan comprometer la “honra” de los delincuentes de cuello y corbata, por supuesto. Cuando es la propia Jefa de Estado la que arremete con una querella criminal justamente contra la revista que destapara el Caso Caval, caso de corrupción que tiene tan comprometida a su propia familia.
Abundando en tales excusas, se nos dice que tampoco habría que rasgar tantas vestiduras respecto de la falta de probidad de la política, cuando no tenemos, tampoco, una ciudadanía “especialmente virtuosa”. Recurriendo, como siempre, a aquella máxima de que, “los países tienen los gobiernos que se merecen”. Con lo que buscan justificar que todo se vale y que la mugre es preferible esconderla antes que al denunciarla, si con ello arriesgáramos al surgimiento de un gobierno populista.
De allí el empeño de algunos por promover una amnistía, un perdonazo transversal. O, en subsidio, ejercer presión sobre los fiscales del Ministerio Público a quienes se les ha dado facultades tan discrecionales para decidir solo ellos mismos, a quiénes investigan, llevan a juicio público o abreviado, como a quienes condenen alguna vez.