La Presidenta de la República debió querellarse cuando “Qué Pasa”, medio de comunicación del gran empresario de medios Álvaro Saieh, denunció el llamado “Caso Caval”, no para negar el caso que involucró a su familia sino para evitar de raíz que se le asociara a su hijo o/y a su nuera.
Debió denunciar a su hijo y su nuera por intentar hacer uso de tráfico de influencias con Andrónico Luksic y otros. Y no privilegiar un mal entendido “rol de madre” por encima de su obligado rol de Presidenta de la República. El progresismo chileno la eligió para gobernar y no para alcahuetear a su hijo.
La Presidenta de la República debió quebrar con Peñailillo y el G90, con Martelli y todos los que solicitaron apoyo económico a Soquimich para lo que se llamó su “precampaña” presidencial, realizada cuando ella estaba en ONU mujeres. Debió aclarar que nada la unía al yerno de Pinochet y su empresa.
Debió querellarse esta vez, cuando reiteradamente la revista de Álvaro Saieh publicó “la canallada” de Juan Díaz, conocido estafador y delincuente que habría dicho que ella recibiría “mil millones de pesos” de los negociados de Caval.
El “periodista” y “comunicador público” Alvaro Saieh, con cuya revista Qué Pasa y algunos de sus funcionarios de la pluma se han solidarizado tantos defensores de la libertad, es uno de los dos empresarios que manejan las comunicaciones chilenas. El otro es Edwards. Saieh es economista de Chicago. Se calcula su fortuna en unos 2,5 a 3 mil millones de dólares (muy parecida a la de Piñera y superior a la de Edwards). Es dueño del consorcio de radios Dial (el segundo del país), del centro de estudios periodísticos CIPER, de Corpbanca, del banco Condell, del Unimarc, de buena parte de VTR, del diario La Tercera, del diario La Cuarta, del diario La Hora y…de Qué Pasa.
¿Por qué debió querellarse Michelle Bachelet?
Porque, le guste o no, es la Jefa de Gobierno y la Jefa de Estado, y la persona que, además, maneja la política internacional del país, y por tanto debe velar por la rectitud y la transparencia de sus funciones ante el país y el mundo. Ello, por cierto, al margen de lo que opinemos sobre cómo lo hace.
No me cabe duda que Obama se habría querellado si el Washington Post o el New York Times hubieran publicado una acusación de un conocido truhán de Wall Street diciendo que el Presidente de los EEUU recibiría un millón y medio de dólares por una operación de tráfico de influencias montada por su señora. La inmensa mayoría de nuestros defensores de la libertad de prensa habrían corrido para apoyar a Obama.
Debió esta vez querellarse la Presidenta, además, aunque sus asesoras y asesores parecen no haberse informado, porque debió tomar en cuenta que grandes medios de comunicación (La Nación de Buenos Aires, El Clarín de Argentina, diario Folha de Sao Paulo, El Universal de Caracas, grandes diarios de Ecuador y otros) están encabezado golpes blandos, electorales o parlamentarios, contra gobiernos progresistas, partiendo por acusarlos, precisamente, de deshonestos y mafiosos.
La Presidenta y sus asesores, supongo, saben qué ha pasado o está pasando con sus amigas Cristina Fernández de Kirchner y Dilma Rousseff. También cómo se ataca a los Presidentes de Venezuela y Ecuador.
No debe echar pie atrás la querellante. Por el contrario, todos esperamos la querella contra el delincuente que la habría injuriado y que es famoso en los bajos fondos de la política por haber impedido que Gemita Bueno terminara con Novoa en la cárcel y por haber proclamado que su líder, Jaime Guzmán, murió en sus brazos.
Que la justicia siguiera indagando la relación de este delincuente con el sobrino de Piñera y de su ex Ministro Chadwick, el famoso síndico de Rancagua, debería ser también objetivo de la querellante.
Lo fregado es que podemos estar pidiendo peras al olmo.