El nacionalismo en todas sus expresiones, sea nazi, fascista o estalinista, siempre ha sido producto del infantilismo, tanto de las castas, como de los ciudadanos. Es apenas obvio que, tanto el gobierno de Evo Morales, como el de Michelle Bachelet se aprovechan de los conflictos externos para esconder fracasos en la política interior, situación que ha sido una constante a través de la historia.
Sin ir más lejos, el gobierno del Presidente liberal Aníbal Pinto aprovechó la guerra del salitre para salir de una grave crisis interna que, de seguro, hubiera llevado al derrumbe de su gobierno, o bien, a una guerra civil, como lo profetizara el Presidente mártir, José Manuel Balmaceda – la guerra siempre ha sido un buen negocio para los vendedores de pertrechos del ejército, razón por la cual los chauvinistas, tanto de Bolivia como de Chile, no pierden la oportunidad de azuzar el conflicto con los países fronterizos -.
Los chauvinistas, tipo Tarur y Edwards, aprovechan el analfabetismo político de muchos ciudadanos para agitar a la opinión pública que, generalmente tiende de manera muy torpe, a considerar al ministro de Relaciones Exteriores como el mejor ubicado en el ranking de las encuestas ADIMARK y otras, sin embargo, la realidad de la política de esa Secretaría de Estado respecto a la relación con nuestros vecinos no puede ser más funesta.
En nombre de “la unidad nacional”, nadie se atreve a criticar los errores monstruosos del Hotel Carrera, como tampoco a nuestro deficiente cuerpo diplomático, incapaz de llevar a cabo una política bilateral, especialmente con los gobiernos de Bolivia y Perú.
La ofensiva del gobierno de Chile respecto a las aguas del río Silala es tan ridícula como la actuación del equipo chileno de fútbol frente al seleccionado de Bolivia – Chile jugó uno de sus peores partidos el día 10 de junio, y su entrenador luce una mediocridad pocas veces vista – y los chauvinistas muestran tan grado de insensatez que, por ejemplo, el ex Presidente de Bolivia, Carlos Mesa, y el Canciller chileno, Heraldo Muñoz, se han enfrascado en un pueril debate diplomático, si fue la mano o el codo del jugador boliviano que dio en la pelota para declarar el penalty que salvó al mediocre equipo chileno de un empate seguro.
La mediocridad de la mayoría de los gobiernos de los países latinoamericanos sólo sirve para pagar los sueldos de los “jueces de peluca y babero”, así como de tinterillos que pululan los pasillos del Tribunal Internacional de La Haya: en el caso concreto, Bolivia demanda a Chile y este país contrademanda a Bolivia, gastando millones de dólares, que bien podrían servir para salvar la vida muchos adultos mayores, que diariamente mueren en hospitales públicos por falta de atención oportuna.
Determinar que el Silala es un río internacional o, simplemente, un arroyo debiera ser un asunto técnico, no muy difícil de resolver, pues bastaría un productivo diálogo entre ambas Cancillerías y no recurrir ante tan oneroso juicio, prolongado en el tiempo, y que, en la mayoría de los casos, termina en un fallo “salomónico” que no deja satisfechos a los países en conflicto – véase casos como Colombia-Nicaragua, e, incluso, el del triángulo terrestre entre Chile y Perú -.
La demanda por el conflicto del Silala lo único que puede lograr es la mantención de nuestro país en el obsoleto “Pacto de Bogotá”, con la posibilidad de demandar y estar sujeto a la contrademanda ad infinito y, además dar pan y circo al analfabetismo chauvinista.
Una buena política con nuestros vecinos – especialmente con Perú y Bolivia – es fundamental para el desarrollo del norte chileno, del sur del Perú y del altiplano boliviano, y la implementación de un polo desarrollo común nos permitiría a los tres países convertirnos en líderes mundiales en la producción de energías limpias y, además, la explotación del litio y de otros subproductos mineros, así como la circulación de personas y mercancías. Las ciudades del norte de Chile dependen, en gran parte, del aporte de los países vecinos.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
11/06/2016