Convincente prueba de que no vivimos un régimen verdaderamente democrático es el propio “proceso constituyente” convocado por la Presidenta de la República como respuesta a las persistentes demandas del país para que se deje sin efecto la Constitución de 1980 y ésta sea reemplazada por otra validada por los ciudadanos. Cuando lo que tenemos vigente es una Carta Fundamental donde la soberanía popular es sobrepasada por las abusivas atribuciones del Tribunal Constitucional, la existencia de un sistema electoral que limita la representatividad de nuestro Parlamento, así como por la desmedida influencia del dinero en los procesos eleccionarios. Situaciones ampliamente reconocidas por el país, además de constituirse en un lastre que ha ocasionado la corrupción transversal de nuestra clase política.
No existen, por supuesto, democracias perfectas y no sería razonable, por lo mismo, buscar en el mundo constituciones políticas que pudieran imitarse. Hasta hoy, por ejemplo, parecen convencernos más los regímenes presidencialistas que los parlamentarios, pero podría ser muy razonable que avanzáramos a un sistema unicameral en vez de mantener la existencia de dos instancias legislativas que lo que más logran es actuar de filtro a las buenas iniciativas de ley y tener siempre un ámbito del Congreso menos sensible a las reformas demandadas por el pueblo. Junto con ocasionar, por supuesto, una onerosa carga para el Fisco en cuanto a diputados y senadores muy bien remunerados, cuanto con privilegios y fueros agraviantes si se los compara con los ingresos de la generalidad de los funcionarios públicos.
Cuando ahora las democracias más genuinas reclaman altos estándares en materia de libertad de expresión, la Dictadura y los gobiernos que la siguieron fueron consolidando una pavorosa concentración informativa, evidenciándose ahora último los intentos de la política por imponerle nuevas mordazas al periodismo y oponer altos grados de dificultad al desarrollo de la diversidad mediática, tales como el gravamen del IVA a los impresos o esa discriminatoria forma en que los gobiernos de turno asignan la publicidad estatal.
En los últimos días, la querella presentada contra una revista por la Presidenta Bachelet constituye uno de los más graves traspiés de su gobierno, especialmente cuando se trata del mismo medio que destapó el escándalo de Caval en que su nuera aparece seriamente comprometida en deleznables delitos como el tráfico de influencia, el soborno y el enriquecimiento ilícito. Como se sabe, la Jefa de Estado ha preferido emprender una acción criminal contra un medio de comunicación y no contra quien la injuriara o calumniara en las páginas de este semanario, lo cual es inevitablemente visto como una forma de amedrentar a los periodistas que se propongan denunciar los abusos e irregularidades de las autoridades.
En otro orden se constataciones, son las estadísticas oficiales, los estudios de la propia OCDE y de otras importantes instituciones nacionales y extranjeras las que nos señalan como el país del mundo de mayor inequidad en el ingreso, el que marca la brecha más pronunciada entre lo que ganan los más ricos, versus el salario indigno de millones de sus millones de trabajadores. Por algo son los propios obispos de la Iglesia Católica los que reiteran una otra vez la necesidad de establecer un sueldo mínimo ético, al mismo tiempo que ponerle freno al descontrolado consumo de un exultante puñado de chilenos.
Cualquier observador puede concluir que el crecimiento acelerado e incontrolable de la delincuencia tiene explicación y aliciente en esta inequidad que se mantiene igual o peor a la que se consolidó durante los 17 años de la dictadura cívico militar. Sobre todo si consideramos que somos el país que disputa con otros en el mundo en tener más personas encarceladas en relación al tamaño de su población. Además de consignar que las policías han ido ganando más atribuciones, todavía, para acentuar la represión y usar armas “disuasivas” (como las llaman) cuyo uso raramente podría permitirse en los países considerados democráticos.
Para algunos observadores extranjeros, aparece inaudito que los estudiantes y los trabajadores tengan que solicitar autorización para manifestarse en las calles sin exponerse a una desmedida represión, alentada y justificada por los moradores de La Moneda, quienes ante cualquier protesta hasta quisieran recurrir a la Ley de Seguridad del Estado para impedirla. Una normativa, por lo demás, fuertemente repudiada por los referentes de Derechos Humanos de Chile y la comunidad internacional.
Quizás una de las situaciones más bochornosas de nuestro país sea lo que sucede en la Araucanía, con aquella histórica renuencia de los distintos gobernantes y partidos a reconocer a los mapuches como una nación dentro de nuestro territorio, valorar su identidad y respetar sus derechos políticos, económicos y culturales. Es inaudito que después de su histórica y ejemplar resistencia a la dominación española, nuestro pueblo fundacional haya tenido que bregar por dos centurias más en contra de los regímenes republicanos que han ido invadiendo sus territorios, despojándolos de sus propiedades agrícolas y forestales, como arrinconándonos en lo que se ha dado llamar oficialmente como “reducciones indígenas”. Todo ello en beneficio de algunos emigrantes traídos o acogidos para colonizar la Araucanía y que en la práctica han actuado y siguen comportándose como verdaderos cuatreros. Siempre de la mano, desgraciadamente, de las autoridades, los soldados y las fuerzas policiales.
Una escandalosa situación que ya tiene más que legitimado el uso de la violencia de manos de los más pobres y discriminados de esta zona. Sobre todo ahora que el propio Intendente de la Región ha tomado la palabra para desconocer sus derechos territoriales, sin que La Moneda o la clase política manifieste estupor por ello y lo destituya del cargo como habría ocurrido en un verdadero estado de derecho.
No sabemos qué cometido democrático pudiera haber en la bravura de nuestros gobiernos para reprimir a los pobres y a los jóvenes, mientras a las Fuerzas Armadas les extienden sus prerrogativas y hasta ahora ningún Presidente se haya atrevido a suprimir la Ley Reservada del Cobre que le agrega recursos millonarios a sus ya abultados presupuestos y armamentos. Para perseguir, además, la crónica corrupción de los altos oficiales en las adquisiciones de armamentos y suministros de toda índole. Para garantizarles sus privilegios previsionales y financiarle la construcción y acceso prácticamente gratuito a sus clínicas de salud de “cinco estrellas”. Mientras se le da continuidad a las Asociaciones de Fondos de Pensiones que les niegan a los trabajadores una jubilación digna; o cuando se mantiene en tan alto grado de precariedad y falta de recursos a los servicios sanitarios que atienden a la inmensa mayoría de los pacientes chilenos. Cuestión que favorece desde el Estado al discriminatorio sistema privado de isapres.
Son múltiples los cientistas sociales que concluyen que un auténtico régimen de soberanía popular solo puede ser viable en la existencia de una solvente democracia económica y social. Que en el atraso cultural, la pobreza o la indigencia es imposible que los ciudadanos ejerzan libremente sus derechos. Menos, todavía, sin pluralismo informativo y cuando la Justicia y los Tribunales dependen, también, en sus presupuestos y nombramientos de los arreglos y cuoteos cupulares entre el Ejecutivo y el Parlamento.
Con mucho aspaviento se anunció hace algunos años la designación de los altos cargos del Estado mediante un sistema concursable que considerara los méritos de los postulantes y no su militancia política o influencia social; pero ya sabemos que la mayoría de los que resultaron nombrados han sido posteriormente removidos de sus cargos y reemplazados por operadores políticos. Sirviendo, otra vez, al consabido “clientelismo”.
En cualquier comparación con otros países del mundo y de nuestra propia Región, Chile queda muy en deuda respecto de la democracia prometida, cuando a veintiséis años del fin del régimen autoritario se hacen tan evidentes, además, las debilidades de un Estado rico, lleno de recursos depositados en la banca extranjera y sin la posibilidad de repatriarlos para crear fuentes productivas que entreguen trabajo digno a la población. Nada más que por para cumplir fielmente con ese “principio de subsidiariedad” que solo permite el emprendimiento económico solo a los inversionistas privados y extranjeros. A la vez que nuestra Constitución y leyes coartan el sindicalismo, acotan la negociación colectiva y estigmatizan un derecho tan esencial y propio de los regímenes democráticos, cual es el derecho a huelga.
Por otro lado, no podemos dejar de consignar que en los regímenes más democráticos del mundo se hace hábito en la población, como en la política, la virtud de la tolerancia, el respeto a las ideas y los derechos de los otros, como el razonable disenso al interior de las organizaciones sociales y, por supuesto, de los partidos. Mientras que aquí lo más característico del acontecer político son las divisiones, el caudillismo y las decisiones “cocinadas” entre cuatro paredes. Cuando las proclamadas elecciones primarias ya se han desbaratado en su primera oportunidad legal o van a comprometer a un número ínfimo de militantes. Cuando pululan en los medios de comunicación personajes arrogantes y renuentes a someterse al veredicto de sus camaradas para convertirse en candidatos. Y que ustedes y yo podemos visualizar perfectamente.
Cuando hasta las organizaciones juveniles y vanguardistas nos ofrecen quiebres bochornosos a los pocos años o meses desde su fundación. O cuando se implementa un proceso constituyente nada más que para soslayar el exitoso camino seguido por tantos países que han reformado su añosa institucionalidad: esto es, convocando a una Asamblea Constituyente. En que, por supuesto, sus miembros sean elegidos mediante una elección libre e informada y no a dedo por los mandamases del país.
Mandamases que, ciertamente, no son realmente los que moran en La Moneda y el Congreso Nacional sino los más poderosos empresarios del país que, como ya se ha probado, redactan los proyectos de ley, financian a los partidos y hasta retardan y desbaratan las investigaciones judiciales.
¿Es Chile realmente un país democrático?