Bueno, con mis disculpas a Ernesto Sábato por hacer uso distorsionado del título de su más genial novela, pero en este caso los héroes a los que me refiero están en otro contexto—justamente en el día en que se rinde homenaje a Arturo Prat, el indiscutible héroe de Iquique. En cuanto a los tumbos, esos no son otros que los que históricamente ha dado (y sigue dando) la incompetente diplomacia chilena.
Me imagino que todos los chilenos que pasamos por la educación básica alguna vez, fuimos bombardeados con imágenes, poemas y patrióticas arengas en torno a la figura heroica de Arturo Prat, tanto que a fuerza de toda esa inyección de patriotismo exacerbado y hasta grotesco a veces se concluyó creando una suerte de anticuerpo que a la larga tampoco ha sido muy saludable. De ahí que al final la gente terminó haciendo chistes a propósito de la acción más emblemática de Prat ese 21 de mayo: “¿Eh, quien fue el h….n que me empujó?” En otras ocasiones se le adjudicaron características personales que nunca tuvo como la de haber sido gay. Por cierto no hubiera habido nada malo con eso, pero no era en absoluto cierto, y la afirmación—me parece hecha en un contexto supuestamente artístico—no fue otra cosa que el afán de alguien que, a falta de talento creativo, quiso ganar notoriedad. Como nota aparte debo apuntar que esto de intentar denostar a figuras históricas es algo habitual entre algunos artistas faltos de talento, un pintor hace unos años hizo similar afirmación de Simón Bolívar en un cuadro, causando ofensa a países amigos donde el Libertador es ampliamente respetado; y sin ir más lejos, la figura de Salvador Allende fue enlodada por un grupo teatral llamado La Re-sentida que actuó en Toronto el año pasado con motivo de los Juegos Panamericanos y que presentó a Allende como un inepto drogadicto (el grupo—inexplicablemente financiado por Dirac, una división de la Cancillería—y que seguramente hubiera divertido a Pinochet que lo habría hecho su elenco de bufones oficiales, fue repudiado por chilenos en esa ciudad canadiense).
Volviendo a Prat, que según Jorge Baradit en su “Historia secreta de Chile” habría sido un asiduo participante en sesiones de espiritismo (por cierto una práctica inocua aunque muy expandida en el siglo 19) despojándolo ahora de toda esa retórica patriótica almidonada, fue—según todos los cánones aceptables—un auténtico héroe. Nótese que aquí hay que juzgar al individuo en su comportamiento concreto, no estoy aludiendo al contexto del conflicto bélico mismo que—efectivamente visto ahora desde la perspectiva del tiempo—puede ser descrito como una guerra provocada por intereses ajenos a los de los pueblos que allí fueron a matarse unos a otros. Por lo demás, tampoco podemos hacer esos juicios con los parámetros de ahora. La guerra se produjo, ese es un hecho, y combatientes de Chile, Perú y Bolivia fueron a los campos de batalla en defensa de lo que creían era lo justo a hacer. Prat fue uno de ellos y además hizo de su sacrificio un símbolo de lo que sería la guerra para los chilenos a sólo meses de haberse iniciado (como más tarde el almirante Miguel Grau, también muerto en combate, lo haría para Perú).
Curiosamente, quizás por esa suerte de culto por la muerte que chilenos y latinos en general parecen profesar, fue la dimensión de sacrificio de ese combate con Prat muriendo y la Esmeralda echada a pique la que prevaleció oscureciendo el hecho que en paralelo, gracias a una sagaz maniobra de su capitán Carlos Condell, el otro barco chileno, la Covadonga, logró hacer encallar al acorazado peruano Independencia (curiosamente, este hábil marino chileno que después de la guerra finalizaría su carrera naval como contraalmirante, fue al principio visto con desconfianza porque era hijo de inmigrantes: padre escocés y madre peruana). En términos estrictamente de armas, Perú tuvo una pérdida más valiosa ese día a la que se sumaría en octubre el Huáscar y meses después el Manco Cápac, perdiendo de esa manera su poder marítimo y quedando a merced de la invasión chilena
Lo incontestable es que ese 21 de mayo Prat decidió tomar el camino que con toda certidumbre lo conducía a la muerte. ¿Otros parecidos? No debe sorprender quizás que cuando se hizo ese concurso del “Chileno más famoso”, los dos finalistas hayan sido Salvador Allende y Arturo Prat (independientemente por cierto de la cuestionable idea misma del concurso haciendo competir figuras tan disímiles) pero que en el fondo si uno analiza el comportamiento de ambos, no puede sino concluir que se trata de héroes, de dos individuos que saben con certeza que van a morir e intentan hacerlo de la manera más honorable posible, luchando hasta el final. Ya digo que por cierto las razones del combate de uno y otro pueden ser muy distintas, pero en ambos están un fuerte sentido del heroísmo y del honor.
Dejemos a los héroes y vamos ahora a los tumbos: las innumerables muestras de torpeza de la diplomacia chilena, en particular en sus relaciones con los dos vecinos con los que se libró esa encarnizada guerra. El beneficio del tiempo ahora permite ver claro que por el lado chileno la conquista de la región salitrera fue el objetivo que las entonces clases dominantes se pusieron como meta. Ya de antes de la guerra había inversiones chilenas en las empresas salitreras, especialmente en Antofagasta, entonces territorio boliviano. Algunas de esas inversiones eran propiedades conjuntas de accionistas británicos y chilenos, otras como las de ferrocarriles eran sólo británicas.
Las grandes potencias de esa época por cierto no fueron ajenas al conflicto, mientras Gran Bretaña y en alguna medida Alemania apoyaban a Chile, Estados Unidos estaba abiertamente del lado peruano. En todo caso, en lo que esas potencias coincidían era en que ninguno de los países latinoamericanos alcanzara un poder muy dominante sobre los demás. Cuando años antes Brasil y Argentina se habían enfrentado, la diplomacia británica promovió la creación de Uruguay como “estado tapón” entre los dos países del Atlántico, desmembrando a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Las tropas chilenas ocuparon Lima por casi tres años, pero tuvieron problemas controlando la sierra donde el general Andrés Cáceres mantenía un asedio constante (la batalla de La Concepción—también un combate heroico en el marco de una derrota—fue el caso más dramático en la costosa campaña de la sierra). Cácerez pudo haber continuado con su táctica de guerrillas que causaba grave daño a las fuerzas chilenas que no contaban con mucho personal, sin embargo—mentalidad militar al fin—desoyó a quienes le aconsejaban proseguir el asedio y en cambio decidió dar combate convencional y frontal en Huamachuco donde fue derrotado y sus fuerzas diezmadas por un ejército chileno mejor preparado para ese tipo de combate. Y con ello prácticamente terminó la guerra, dejando entonces paso a la diplomacia.
Primer error de la diplomacia chilena: aceptar un arreglo temporal para Tacna y Arica que—cualquiera podía presagiar—sería fuente de renovados diferendos e incluso de un potencial conflicto, como casi llegó a ocurrir a fines de la década de 1910. El arreglo consistía en que al cabo de diez años la población de esas dos ciudades votaría en un plebiscito a cuál país querían pertenecer. Diez años es un corto tiempo y la población seguía sintiéndose naturalmente peruana, los esfuerzos por “chilenizar” los dos territorios nunca dieron grandes resultados y al revés, muchas veces crearon animosidades entre residentes peruanos y chilenos. Chile argumentó problemas internos peruanos para no proceder con el plebiscito pasados los diez años, luego hubo guerra civil en Chile, en el intertanto también hubo deportaciones y actos no muy correctos por parte de la administración chilena en esas dos ciudades, y así se llegó al siglo 20 con el conflicto siendo resuelto sólo en 1929 con una salida salomónica: Tacna para Perú, Arica para Chile. ¡Para eso bien se pudo haber logrado ese acuerdo cuando se firmó el tratado de paz de 1883!
Segundo error: en el Tratado de 1929 haber aceptado una cláusula por la cual Chile no puede ceder parte de lo que fue territorio peruano a un tercero sin consentimiento del Perú, una cláusula que hasta el día de hoy hace difícil dar una solución a la demanda boliviana de salida al mar ya que la forma más directa sería a través de un corredor al norte de Arica, como se propuso varias veces, pero encontró inmediatas negativas por parte de Perú o condiciones que ningún gobierno chileno podía aceptar, como la internacionalización de Arica. El por qué los diplomáticos chilenos aceptaron esa cláusula que en los hechos pone una limitación a la soberanía chilena nunca se ha explicado debidamente.
Y así hasta los tumbos de la diplomacia chilena en el presente, primero en sus relaciones con el Perú y ahora especialmente complicada por la demanda boliviana en La Haya. Incluso hoy se persiste en una posición errónea al suponer que la existencia de un tratado (el de paz de 1904 entre Bolivia y Chile) por si solo resuelve el caso, con la típica frase repetida por nuestro canciller: “Chile no tiene problemas pendientes con Bolivia”.
Si bien es cierto que un tratado de paz como el que se alude pone fin a una determinada situación, eso no significa que si una de las partes se siente insatisfecha con los términos del mismo no pueda cuestionar sus consecuencias, sobre todo si considera que le causan un serio detrimento. Sin ir más lejos, el caso de España que aun hoy reclama el territorio de Gibraltar cedido a perpetuidad a Inglaterra por el Tratado de Utrecht de 1713. Sucesivos gobiernos en Madrid han hecho mención a supuestos incumplimientos en que habría incurrido Londres, para reclamar el retorno de Gibraltar o al menos una forma de soberanía compartida (algo que el pueblo gibraltareño por lo demás ha rechazado). La respuesta británica ha sido siempre de que hay un tratado firmado y sólo puede ser revisado por consentimiento de todas las partes. ¿Suena familiar?
Y así pues, en un nuevo 21 de mayo se conmemorará el heroísmo—indiscutible—de un capitán y los hombres a su mando, en un combate efectivamente desigual y en cual todos sabían que la muerte era su destino más seguro. En otras oficinas mientras tanto, se sigue elaborando por parte de abogados y diplomáticos, la estrategia de la defensa judicial y también política del caso de la demanda boliviana, secuela a su vez del conflicto librado hace casi 140 años. Estoy seguro sin embargo que ninguno de esos diplomáticos piensa en una solución fuera de los esquemas tradicionales, donde según hemos visto, salir de un problema sólo ha significado crear otro nuevo. Así nuestra diplomacia continuará, de tumbo en tumbo.