El proceso constituyente formulado de emergencia por el Gobierno de la Nueva Mayoría para apaciguar picazones democráticas, no es más que un tongo, una patraña, una caza bobos, una manera poco sutil de ganar tiempo haciendo como que se escuchó, pero en verdad lo que se hace con esa maniobra es engrupir al gilerío que cree.
Otra pelotita de trapo para entretener a los nerviosos.
Jamás habrá una constitución realmente democrática así sea que salga de algo llamado formalmente Asamblea Constituyente, si está hecha sin que el pueblo, en donde se deposita el poder constituyente, aún esté afectado por el miedo, la marginación, la manipulación y sin espacios reales de participación.
En las condiciones en que están los trabajadores amagados por las actitudes entreguistas de las directivas de las centrales sindicales cooptadas por los partidos políticos, esas máquinas de engatusar y robar, sin ningún atisbo de movilización en el sentido preciso del término, y con sus líderes a la espera de cupos parlamentarios, jamás podrán ser un factor cuya opinión pese en un proceso de esa magnitud. Para decirlo con pocas letras: esos dirigentes no sirven. Esas organizaciones tampoco.
Y mientras los estudiantes, el más potente extendido y amplio movimiento social, sigan atrapados en la estéril discusión acerca de gratuidad y otros señuelos educacionales, a la espera de que sus consignas se hagan realidad en las condiciones en jamás podrían ser, entonces un proceso constituyente no será sino una faramalla que buscará ganar más tiempo.
Eso que anda por ahí y que toma formas de explosivas rebeliones locales, de estudiantes y de uno que otro trabajador, no es más que un estornudo susceptible de ser controlado prontamente por las maniobras analgésica de sujetos como el Ministro Burgos y sus pócimas: el desprecio, la burla, el palo y dos o tres chauchas.
La cultura capitalista extrema impuesta primero por las bayonetas y luego por los nuevos prepotentes, esos izquierdistas marranos, se va a defender hasta su último resuello. No se va rendir. No va a entregar sus pilares esenciales solo porque una marcha majestuosa lo pide en carteles y consignas. Y se va a afirmar no solo en sus propias fuerzas, sino en la enervante inocencia de la gente crédula.
Creer que se puede influir en un proceso mauloso, no vinculante, que puede demorar años en cuajar en alguna resolución democrática, es mirar a huevo los verdaderos intereses de los que mandan. Es creer que el dinero con que se ha financiado el sistema todo este largo tiempo ha tenido fines benéficos. Los verdaderos dueños del modelo y sus administradores, jamás van a permitir cambios que horaden las bases de lo que hay.
A menos que, en un arresto de ingenuidad suicida, creamos que la ultra derecha chilena, quizás una de las más crueles y malvadas de cuantas hay en el mundo, ha derivado en un modelo de gente democrática y decente. Antes muertos.
Las Constituciones han sido siempre expresión de la necesidad de los que mandan para perfeccionar su modelo de dominio y administrar la presión que emerge de la gente hastiada. El pueblo jamás ha tenido la oportunidad de construir una realmente democrática. Y cuando se lo propuso, los Hawker Hunter bombardearon La Moneda.
Lo que busca la cultura imperante es quitar la presión social a un tema que se creyó irrelevante para la población, mas angustiada en lo inmediato por el cepo de las deudas que pendiente de la rama Constitucional.
Y la evidencia de que hay un interés por cambiar las cosas ha estimulado a la ultra derecha a participar en el conato democrático de la Nueva Mayoría. Después de todo, ambos polos del duopolio son bueyes sin astas que tiran para el mismo lado y se necesitan recíprocamente.
Una Constitución realmente democrática va a salir necesariamente como la expresión intransigentemente democrática del pueblo movilizado, es decir, seducido por un horizonte que ya no es la utopía inútil que solo hace caminar, para ese ejercicio de las piernas están las marchas, sino un proyecto capaz de impeler a los sacrificios más extremos, con una sonrisa en la cara.
Un pueblo sin un norte es un pueblo a merced de sus explotadores. Un pueblo desorganizado es un blanco fácil para la oferta falaz y el voluntarismo iluminado de las gentes que no creen en él.
Y de seguir así, tal como están las cosas, un día nos vamos a despertar con la novedad de que los poderosos han decidido que es necesario pasar a la ofensiva, y entre vítores de lado y lado se nos anuncia la instalación de la mentada Asamblea.
El sistema aprendió hace mucho a arrancar hacia adelante, y, doble contra sencillo: impondrá una Asamblea que no va a coincidir con lo que los movimientos sociales, díscolos, opositores, ultrones, disidentes y anti neoliberales, enemigos jurados del modelo y su cultura, vienen exigiendo.
Una Asamblea Constituyente con el pueblo desmovilizado, con sus organizaciones diezmadas por la cooptación, la corrupción o la indolencia, con una izquierda evaporada, atrapada en sus contradicciones, sus teorías y somnolencias, no sería sino el mecanismo perfecto para dar el paso refundacional que supere las contradicciones y debilidades que hace rato asoman en un ordenamiento que ya hizo lo suyo.
La experiencia latinoamericana, progresista o de izquierda, de los últimos decenios ha mostrado un camino que es necesario no imitar, pero por lo menos tener presente. Y a menos que los chilenos de verdad seamos lo ingleses de América, habrá que pensar que lo sucedido en Venezuela, Ecuador y Bolivia, tiene algo, mucho, poco, que enseñarnos.
Solo una vez que el pueblo haya conquistado importantes cuotas de poder político, estará en condiciones de imponer sus condiciones. Antes, en calidad de borregos que asisten cada dos años y medio a votar, engrupidos por la propaganda de la economía, sometidos por el lazo acerado de la deudas, a la espera de recibir un poquito de la repartija, la gente víctima aunque no consciente de esta cultura estará necesariamente en las peores condiciones para ser convocada a una Asamblea Constituyente.
El Proceso Constitucional es una jugarreta a la que se suma la ultraderecha con los bríos propios de quien ve en ésta una oportunidad de quitar presión. Eso no es extraño. Lo raro es que sectores de gente definida como de izquierda de pronto se sientan interpelados a opinar y a discutir la faramalla que no busca sino ganar tiempo.
Una nueva Constitución debe ser parte de un programa de gobierno que se proponga superar los actúale paradigmas.
Y en estas condiciones, proponerse construir un país decente, ya es una propuesta revolucionaria.
Un país al que le importe el presente de sus viejos, sus niños, sus mujeres. Que detenga la depredación de su territorio. En el que sea imposible que sus habitantes mueran de cáncer por venenos dispuestos a tiro de piedra de sus casas. En el que sea impensable que extranjeros o nacionales corruptos y ambiciosos arrasen con todo para satisfacer sus enfermas mentes egoístas. Con una escuela que quiera a sus niños y a sus profesores. E el que se respete a la mujer y hombre de trabajo. Con un sistema de salud que sane. Con un mar que bañe, que alimente y que dé vida y que no la asfixie. Con sus naciones naturales viviendo según sus propias concepciones y modos.
Solo para partir, proponerse un país que respete a la gente, no es tanto, pero es mucho.
Esos cambios mínimos no tienen cabida en la actual ordenanza constitucional.
Y deberán ser las razones centrales que orienten a un nuevo gobierno impulsado por una amplia articulación popular que dispute esa mayoría ciudadana que viene votando por inercia por no encontrar un proyecto diferente, que ofrezca un camino.
Alguna vez la izquierda aborreció las elecciones por considerarlas un rémora burguesa, o a lo sumo, una expresión socialdemócrata. Los votos de la gente hastiada, despreciada, endeudada, carcomida, hoy pueden transformase en una herramienta de avance democrático que se encamine a hacer de éste país un país en que los indecentes, sinvergüenza, ladrones y corruptos, tengan cada vez menos espacio.
Eso ya es un avance revolucionario. Luego, que venga una Nueva Constitución.