Durante breves décadas tuvimos la ilusión de que América Latina había entrado definitivamente en un periodo, al menos de inicio, de prosperidad y de respeto a las normas básicas del derecho, en el que se hacían grandes esfuerzos civilizatorios; por otro lado, entendida la situación como una decisión y una voluntad ciertas para elevar la calidad cívica y cultural de nuestros pueblos. Pero también de manera cierta los niveles de vida de nuestros compatriotas latinoamericanos.
Por supuesto que nos impresionaron como acertadas las expresiones, entre muchos otros de primer nivel (por ejemplo, Noam Chomsky y Atilio Borón), quienes sostenían, hace apenas unos años, que América Latina era sin duda una de las regiones más progresistas del mundo. Y todo indicaba que en efecto era así. A pesar de un mundo convertido básicamente al liberalismo económico, con un arcoíris prácticamente infinito de negocios, variadísimo por sus estilos y materias, América Latina parecía una excepción en la cual no sólo se buscaban los negocios y realizar las ganancias sino, a lo que parecía, emprender también cambios sociales que otorgarían mayores oportunidades a los excluidos de la sociedad. Y junto a esto, movilizaciones y organizaciones sociales continentales capaces de consolidar la democracia y hacerla resistente frente a sus enemigos.
Naturalmente esto nos ahorraba buena parte del calvario por el que transitaban necesariamente los países sometidos al dominio imperial, y nos colmaban de una confianza y hasta de un optimismo en ocasiones desmedido. La solidez de las bases sociales de las diferentes organizaciones que apoyaban a los partidos en el poder parecía capaz de soportar, y aun de vencer, a los enemigos potenciales más temibles.
La cuestión es que, en efecto, en un mundo dominado por los consorcios internacionales, ejerciendo todas las triquiñuelas habidas y por haber, los enemigos digamos de las economías sociales, aquella etapa de paz social parece que no podía durar demasiado. Ahora, en efecto, parece que llegó a su fin y que los grandes capitales internacionales buscaron y buscan las oportunidades que se les ofrecen para modificar la situación hacia su conveniencia.
En las semanas recientes se ha desatado lo que llamo, en el título del artículo, una gran tormenta sobre América Latina, que afecta muy seriamente algunos de nuestros más importantes países, sacudiendo fuertemente su estabilidad y poniendo en entredicho la solidez institucional que parecía lograda. Comenzaré tal vez por el caso más espectacular, que es sin duda el brasileño, no sólo por su dimensión latinoamericana, sino porque ese país parecía haber dejado atrás la inestabilidad militar que lo afectó durante décadas y que parecía haber tomado un derrotero que lo conduciría al papel sobresaliente en el que siempre pensaron de sí mismos los propios brasileños.
Por supuesto, resulta imposible detallar en un artículo los elementos que condujeron a que el Senado brasileño decidiera el pasado viernes someter a juicio político a la presidenta Rousseff, después de una serie de pruebas y contrapruebas que se presentaron de todas las partes, y que seguramente muestran un medio político tremendamente descompuesto, sin gran esperanza de una sola de las partes o partidos políticos.
El hecho escueto es que de ambos lados parece desarrollada una corrupción rampante (incluido naturalmente Petrobras, no muy lejana de Pemex) y que se trata de una situación que dejará seguramente muy debilitado a Brasil durante varios años. Pero también parece un hecho indudable que las oligarquías y empresas brasileñas, según se desprende de la abundante información difundida, han llevado la voz cantante en esto que se calificado justamente de golpe de Estado legal. Es decir, un golpe de Estado sin armas, pero igualmente fulminante e imparable por su apariencia de legalidad. Se ha tratado, pues, de un engaño monumental, nacional y continental, desde luego, pero también mundial.
En este caso se trató de Dilma Rousseff y de Lula, que después de varios años de incertidumbre lograron organizar y dar vida a un partido de trabajadores, y diseñar una política de relativa izquierda, que también comportaba aspectos ciertos de beneficios para las clases populares, y que contribuían a conformar en América Latina una región ampliamente progresista, en los dichos de Noam Chomsky y Atilio Borón, como dijimos antes.
Pero antes del golpe de Estado legal en Brasil obviamente se desató la furia de las oligarquías locales argentinas (e internacionales) en contra de Cristina Fernández de Kirchner, haciéndola abandonar el poder por la vía electoral y trayendo al poder a uno de sus más conspicuos testaferros del neoliberalismo, Mauricio Macri. Para Argentina otro tipo de horror ha comenzado, que no necesariamente el militar, sino el social y económico.
Análogas persecuciones e intentonas de derrocamiento y de golpes derechistas se repiten en los países latinoamericanos. Están a la orden del día en Bolivia (si bien Evo Morales tiene un sólido apoyo popular), en Ecuador, contra Rafael Correa; los casos de Chile, Uruguay y Paraguay son un poco distintos y, desde luego por muchas razones, el de Venezuela, que no tocaremos ahora. El hecho es que América parece frustrada de los adelantos civilizatorios que se dieron hace algún tiempo, y hoy parece consolidar su línea proimperialista con todas las implicaciones que esa decisión trae consigo por necesidad.
El caso de México es parcialmente diferente, pero también análogo. La analogía ocurre porque parece que nos hemos decidido ya claramente por un medio y por una línea social claramente neoliberal y por una rendición prácticamente incondicional y plena ante Estados Unidos. Por supuesto el muy débil crecimiento económico de México, la pobreza tan extendida y la existencia de un grupo oligárquico tremendamente fuerte nos sitúan en un punto, digamos, clásico del liberalismo más rampante sin posibilidades de una recuperación cierta del futuro.
Resumiendo mucho: lo que en un momento pareció, que en América Latina se recuperaba una política claramente progresista, desde luego no necesariamente socialista, lo cual nos llevaría a otras discusiones, comienza a hacerse un mal sueño, un sueño irrealizable tal vez por mucho tiempo. Mientras, estamos entre las manos de nuestros mentores del capitalismo liberal, con un desastre diario de los niveles de vida de la gran mayoría de mexicanos y latinoamericanos.