Las clases dominantes del mundo decidieron, hace relativamente poco tiempo, desatar una guerra contra los pueblos para mantenerse en el poder en un periodo de cambios agudos. Decidieron que para desatar esa guerra las democracias son un obstáculo, y necesitan, del modo que sea, neutralizarlas, ponerlas a su servicio, así como a los gobernantes electos. En este punto no admiten la menor fisura.
Para deducir el pensamiento estratégico de los de arriba hay que ponerse en su lugar, ya que no lo suelen formular de forma abierta. Debemos preguntarnos qué haríamos si formáramos parte del uno por ciento que tiene asegurada la dominación.
La primera respuesta es que hay demasiada gente en el mundo y que el planeta no admite tanta población, si es que todos quisieran vivir, no ya como vive ese 1%, sino, por ejemplo, a nivel del 20-30% de mayores ingresos. El mundo diseñado para el dominio del 1% apenas tolera la mitad de la población actual del planeta. El resto sobra y ya no cuentan siquiera como productores de plusvalor, porque el sistema acumula robando. La cuestión es qué políticas se derivan de esta constatación.
La segunda es que el 1% abandonó el Estado de bienestar (o sucedáneos similares como los que tuvimos en América Latina) y no entra en sus planes revivirlo. Por lo tanto, las democracias que conocimos ya no son necesarias ni útiles para el tipo de sistemas políticos funcionales a la acumulación por desposesión/despojo/robo que estamos padeciendo. Su lugar lo ocupa la creciente militarización de las zonas pobres, como las periferias urbanas y todos aquellos espacios que las grandes multinacionales colonizan, desplazando pueblos enteros.
Por supuesto, el 1% jura fidelidad a la democracia y a sus valores, porque necesita ilusionar a buena parte de los de abajo sobre la importancia del voto y del sistema de partidos. Pero, por encima de esto, requiere una camada de personas que se desempeñen como representantes y que actúen como intermediarios entre ellos y el resto de la población. Como señala Immanuel Wallerstein, la dominación es estable cuando se asienta en tres partes y es inestable cuando hay sólo dos. Los sectores intermedios son claves para el sistema: desde las clases medias hasta las academias, pasando por los políticos y los grandes medios de comunicación.
En consecuencia, ocupar los escalones superiores del aparato estatal supone gestionar el modelo actual de acumulación/guerra contra los pueblos. De paso, conviene recordar que esta es una de las principales enseñanzas que nos dejan los gobiernos progresistas: dada la relación de fuerzas actual a escala mundial, desde los gobiernos se limitaron a gestionar el extractivismo desviando (en el mejor de los casos) recursos hacia los sectores populares sin tocar las bases del modelo.
El tercer gran objetivo del 1% es neutralizar todo movimiento de resistencia en su contra, desde los partidos de izquierda y progresistas hasta los movimientos antisistémicos. Aunque en periodos anteriores predominaba la negociación con los sindicatos y se toleraba que las izquierdas socialdemócratas ocuparan los gobiernos, en la nueva etapa que vivimos les parece necesario cerrar filas y evitar desviaciones en sus planes y proyectos de mantener a raya a los de abajo.
Cuando llegan al gobierno partidos o personas que –por su trayectoria o por los objetivos declarados– pueden salirse del libreto extractivista, crean las condiciones para neutralizarlos. Esto pasa por dos lugares. Uno es la domesticación, mediante la inserción de los nuevos gobernantes en las élites, algo que no es muy difícil de conseguir, ya que el sistema posee numerosas formas de cooptar/comprar a quienes se le resisten. La otra es la destitución de los gobernantes, en lo posible sin apelar a los clásicos golpes de Estado, sino a modos legales, aunque ilegítimos.
Estos días en Brasil podemos ver una combinación de ambas estrategias. Primero se domesticó, luego se destituye. El PT gobernó doce años aliado a multinacionales brasileñas súper explotadoras (como las grandes constructoras), que financiaron sus campañas electorales, viajes de sus dirigentes y numerosas prebendas.
Hacia los movimientos se aplican políticas sociales que buscan amansar a los de abajo con pequeñas transferencias monetarias que impactan en la pobreza, pero no en la desigualdad, y evitan la realización de reformas estructurales. El PT entregó menos tierras a los campesinos que el gobierno neoliberal de Fernando Henrique Cardoso porque priorizó una alianza con el agronegocio que ocupa ahora el Ministerio de Agricultura.
¿Cuáles deberían ser las estrategias de los movimientos antisistémicos en vista de este panorama y a la luz de las experiencias de los últimos 15 años?
En primer lugar, pensar a largo plazo. Las pocas fuerzas que tenemos deben ser utilizadas con sentido estratégico, no para ganancias momentáneas y puntuales. Si concluimos que sufrimos una guerra contra los abajos, debemos pensar en cómo desgastar al sistema y evitar que éste nos desgaste. Es evidente que el ciclo progresista no los desgastó a ellos, pero debilitó a los movimientos.
Lo segundo es la convicción de que el peor camino que podemos tomar es gestionar las dificultades del sistema. No tengo dudas de que en algún momento habrá que apuntar hacia el Estado (para tomarlo o destruirlo, según las diversas posiciones existentes entre nosotros), pero, mientras el sistema sea fuerte, el gobierno es sinónimo de gestionar la acumulación por desposesión o la guerra contra los pueblos.
Creo que la mayor urgencia estratégica estriba en comprender el modelo extractivo de despojo. En ello hemos cometido gruesos errores (empezando por quien escribe), ya que hemos destacado apenas sus problemas ambientales y lo hemos abordado desde la economía y no desde la política. Si de verdad estamos ante una guerra, gestionar algunos aspectos del campo de concentración no es el mejor camino, porque debe ser destruido, ya que no es reformable.