En sus cuentas de conspirador, la dictadura militar no debía durar más de dos años. Pero no contaba con la astucia de un recién llegado que haciendo uso de su viveza, su único recurso intelectual, supo utilizar para sus fines el lugar en que estaba y que no le correspondía. Patricio Aylwin debía esperar.
Meses antes ya se configuraba el golpe blanco precursor del otro, más bien el aviso de que la mesa estaba servida. La Cámara de Diputados, presidida por Aylwin, decide por mayoría que el gobierno de la Unidad Popular es ilegítimo por salirse de la Constitución. Ese acuerdo fue redactado de puño y letra por el ahora homenajeado ex presidente.
Sin vergüenza, muchos de los conspiradores civiles de entonces, ahora lo reconocen casi como cosa simpática.
Pero los cálculos y los acuerdos tomados con los militares que sí eran los golpistas de la primera hora, se vieron fracasados por la intervención del Comandante en Jefe del Ejército que había nombrado precisamente Salvador Allende y por quien hizo patente su preocupación pensando incluso, que su lealtad jurada hacía no pocos días iba a ser razón para el desquite de los conjurados.
El operador principal del Golpe de Estado fue Patricio Aylwin y su venenosa cruzada contra Salvador Allende, la que articuló con la ultra derecha que en breve mostraría su cara más cruel y sanguinaria.
La CODE, que reunía al Partido Democratacristiano y al Partido Nacional, se erigió como el brazo político de una conjura en la cual no estaba ausente el imperialismo norteamericano y muchos de sus millones de dólares, como quedaría demostrado documentalmente.
El plan de desestabilización había comenzado incluso antes de la asunción de Salvador Allende.
Patricio Aylwin dijo al que quiso oírlo que los militares habían actuado para evitar un baño de sangre por la irrupción de miles de guerrilleros, un ejército paralelo. Que el plan de la Unidad Popular era instaurar un auto golpe y tomarse todo el poder a sangre y fuego. Justificó desde la primera hora la matanza, la persecución, la negación de derechos, la disolución de las organizaciones de trabajadores y la persecución a sus dirigentes.
Patricio Aylwin y sus camaradas creían que en breve los militares golpistas les entregarían el poder, luego de reponer el orden resquebrajado. Y luego de dos años de apoyo incondicional, de una defensa cerrada y del aporte de cuadros de las filas democratacristiana al nuevo gobierno, caerían en cuenta que habían sido también traicionados.
Aylwin fue un golpista. Fue un sujeto que aceptó subvertir un estado de derecho y traicionar su propia formación de abogado que lo obliga a respetar la Constitución y las leyes. Traicionó sus creencias.
Él y la mayoría de su partido, con la destacable excepción de aquellos trece dirigentes democratacristiano que tempranamente hacen saber su opinión contraria a la barbarie, se pusieron del lado de los golpistas. Eduardo Frei no trepidó en viajar a Europa y defender a brazo partido la irrupción de los criminales.
Y solo cuando fueron notificados por el tirano que no les entregarían el poder, recularon.
Y recién ahí, se dieron cuenta que habían sido engañados. Pero ya el mal estaba hecho. Lo muertos sumaban miles, los prisioneros decenas de miles, se comenzaba a hablar de los desaparecidos, las embajadas aún rebosaban de asilados. El mundo entero miraba estupefacto las imágenes que mostraban un palacio de gobierno destruido por el bombardeo de los aviadores y atacado desde tierra por tanques.
No se sabe qué le produjo en su espíritu cristiano darse cuenta de los efectos de su intolerancia, de su oposición tenaz y mezquina desde su cargo de Presidente de la Cámara de Diputados.
Lo que siguió fue la trama para posicionarse ahora como un demócrata que lucha por la reconstitución de la democracia. Desde el Grupo de los Veinticuatro suscribe la primera medida que un gobierno post dictatorial deberá tomar: instalar una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución para reemplazar la que hizo el tirano.
Patricio Aylwin fue un político descarado. Un mentiroso que urdió fantástica razones para justificar la cobardía y la traición. Fue un oportunista hábil que logró instalarse en la transición solo para cautelar que la obra de la tiranía no sufriera modificación en cuestiones esenciales.
Condenó a la amnesia. Instauró la impunidad. Cauteló los derechos de los asesinos y negó justicia a las víctimas. Legitimo la obra de la dictadura maquillándola con leyes que apuntalaron un orden económico. Y para no untarse del maleficio de los castigados, jamás recibió a los familiares de las víctimas de los asesinatos y la desaparición.
Patricio Aylwin fue un hombre en la medida de lo posible. Fue un cristiano que renunció a la solidaridad, a la justicia, a la bondad. No trepidó en perseguir a los retazos aislados de quienes por fracaso o tontera, insistían en un camino roto. Armó mecanismos secretos de represión para perseguir, penetrar y anular a la izquierda. Y aún tuvo la audacia y la habilidad para descascarar las ideas de los que otrora fueron sus enemigos más odiados.
Hoy, la función benefactora de la amnesia que genera el poder en cualquiera de sus versiones, hace que sus otrora enemigos que se salvaron del fusilamiento o la desaparición, sean sus apologistas más entusiastas.
Cuesta obviar al presidente Salvador Allende en este momento. Su altura. Su honor. Su valor. Su sentido de la hombría y su lealtad. Se advierte necesario comparar hombres de la misma época pero de distinto y muy contrario y contrapuesto sitial en la historia.
Salvador Allende, Hombre con hache grande, muere en combate sin ninguna mácula moral, elevado a un mito que no necesita de exégetas que le escarben valores, ficciones o historias.
Víctima de traidores como Patricio Aylwin, revenido demócrata de última hora, Allende destella en la historia en el sitial en donde vale con otro horizonte el homenaje: en la memoria eterna del pueblo.