Un día de marzo del año 1995, los familiares de Manuel Guerrero, José Manuel Parada y de Santiago Nattino, que habían sido asesinados por Carabineros de Chile mediante degollamiento, el 29 de marzo de 1985, fueron convocados a las oficinas del juez que llevó la causa.
Hacía poco que se había conocido el fallo definitivo que envió a parte de los culpables a largas condenas de cárcel. Fue un encuentro emotivo, en que el juez Milton Juica, famoso por su hermeticidad cuanto por su compromiso por la justicia, hizo sentir a las personas que había convocado, que su sensibilidad ante ese abominable crimen no sólo era un compromiso como Juez de la República.
Ese encuentro de los familiares de los degollados con el juez Milton Juica, tenía un propósito muy concreto y extraño: debía devolver las ropas que usaban sus familiares al momento de caer víctimas de la cobardía de los Carabineros que los mataron.
Una vez terminada la reunión, esas mujeres y hombres hicieron abandono de las oficinas del Juez, llevando en sus manos tres envoltorios de color café, amarradas con cáñamo. Por una inexplicable razón, nadie quiso hablar con la prensa que esperaba alguna declaración ante tan extraño y, si se quiere, macabro trámite. El juez pidió que mejor no abrieran esos paquetes.
Los familiares dudaron. ¿Qué se hace con esas prendas testigos de uno de los crímenes más conmovedores de los miles que cometió la dictadura? Sobre la marcha y porque esos paquetes quemaban las manos, los familiares decidieron llevarlos al lugar en que fueron asesinados y enterrarlos ahí.
Una corta caravana enfiló ese día de marzo, abochornado y amarillento, hacia la circunvalación Américo Vespucio. Hasta entonces en ese lugar había solo algunas piedras en las que se habían fijado los nombres de esos hombres. Innumerables veces sus amigos, compañeros y camaradas, habían levantado túmulos en los cuales se depositaban flores, poemas, banderas y señalaban el lugar aproximado en el que fueron encontrados su cuerpos. Y siempre aparecían destruidos.
Se hizo un rito triste, extraño y doloroso. Un par de voluntarios cavaron en la tierra dura de esa berma un pozo en el cual se dispondrían los envoltorios con esas ropas. El grupo no alcanzaba a sumar diez personas.
Las ropas las habíamos trasladado en mi auto, y mientras los familiares, uno a uno, invocaban a sus seres queridos y decían palabras de recuerdo y promesas de justicia y de no olvidar, con Víctor Cereceda fuimos por ellas.
En un momento dudamos. Pero en el que le siguió, decidimos que no enterraríamos esas prendas sin antes revisarlas una a una. Nos van a perdonar, compañeros, dijimos, pero esto tenemos que verlo.
Decidimos que teníamos que dejar en nuestras memorias alguna traza recordable de lo que se habían vivido hacía diez años, y que había quedado impregnado en esas ropas que ahora revisábamos con un respeto más alto que la cordillera.
No sabíamos con exactitud si eso que hacíamos era correcto o necesario, o esa intrusión impensada invadía una privacidad misteriosa, propia de los mártires. Si revisar con detención esas ropas, en busca de algo que no sabíamos qué era, podía corresponder a una profanación irreflexiva y torpe de esos objetos finales e inertes.
Tengo el recuerdo vívido de esas prendas de vestir que nuestros camaradas, hermanos, amigos, usaban al momento de caer víctimas de la cobardía insuperable que los arrebató de la vida y de las personas que amaron. Y con los años siento que hicimos lo correcto.
Mis amores tienen que ver con esa misma causa que abarcaron esos hombres cobardemente asesinados. Mis más profundas convicciones se vinculan con la energía que tres hombres comunes desplegaron a lo largo de sus vidas, a la siga de la quimera que hace de los hombres hermanos de sus congéneres.
Pero también tiene que ver con los odios que afirman esas convicciones. Ni el amor es privativo de los buenos, ni el odio es exclusivo de los malos. Y los míos propios tienen también sus porfiados anclajes en ese testimonio de dolor y también de ejemplo que pude respirar de esas ropas castigadas.
Cuando de tarde en tarde algún cobarde paga sus bajezas, entonces yo recuerdo ese mediodía de marzo de año 1995, cerca del aeropuerto.
(Esta columna fue escrita en 2015)