Hoy, en Brasil, se ha avanzado un paso más en el proceso de desesta bilización institucional que pretende perpetrar un sector del Poder Judicial, la Policía Federal, los monopolios de prensa y las fuerzas políticas que han sido derrotadas en las últimas elecciones nacionales. Una desestabilización del orden democrático que tiene un objetivo principal: impedir que las fuerzas progresistas sigan gobernando el país y, especialmente, acabar definitivamente con el Partido de los Trabajadores y con su figura más emblemática, el ex presidente Lula.
Esto es lo que está en juego y es esto lo que explica una multiplicidad de acciones judiciales, denuncias de la prensa nunca demostradas, insultos, amenazas, ataques públicos y una persistente ofensiva parlamentaria por parte de las fuerzas más conservadoras y reaccionarias del país.
Se trata de criminalizar y de responsabilizar al PT y a su presidente de honor de actos de corrupción, usando hechos que la justicia aún investiga como si fueran parte de un plan organizado desde el propio centro neurálgico del poder; esto es, los mandatos presidenciales de Lula y Dilma Rousseff. Encontrar una conexión entre ambos mandatarios y los hechos de corrupción analizados por la Justicia es la gran obsesión y, quizás, la única carta que hoy tiene la derecha brasileña para volver al poder, destruyendo los avances democráticos de la última década.
Lo que está en juego es el futuro de Brasil como nación democrática.
Obviamente, la oposición tiene todo el derecho de aspirar al poder. Pero después de 30 años de democracia, ya debería haber aprendido que la única forma de hacerlo es por el voto popular. Pero no lo aprendió. Después de su última derrota electoral pretende volver al poder por la vía de un golpe judicial o de un impeachment, cuya fundamentación jurídica y política no es otra que la necesidad de despojar al pueblo de su mandato soberano.
Nada se ha demostrado sobre la vinculación del ex presidente Lula o de la presidenta Dilma Rousseff con cualquier hecho ilícito. Pero decenas de calumnias se han formulado contra ellos.
Como quiera que sea, los poderes golpistas saben cómo actuar. Y actúan. Si no pueden encontrarse pruebas que confirmen las denuncias, pueden crearse hechos que, ante una opinión pública pasmada y desconcertada, hagan parecer culpables a quienes no lo son. El Estado de Derecho se desmonta cuando uno de los principios que lo sustentan se desintegra ante maniobras autoritarias del Poder Judicial y el sistemático abuso de poder de una Policía que ha demostrado ser más eficiente matando jóvenes pobres inocentes que controlando las principales redes del delito que operan en el país.
Hoy por la mañana, un amplio operativo policial irrumpió en la residencia del ex Presidente Lula y lo detuvo con un mandato de “condução coercitiva“.
Un mandato de conducción coercitiva es un medio que dispone la autoridad pública para hacer que se presente ante la Justicia alguien que no ha atendido la debida intimación y cuya declaración testimonial es de fundamental importancia para una causa penal. El riesgo de fuga o la peligrosidad del sujeto, así como su desatención a las intimaciones judiciales, obligan al uso de este mecanismo coercitivo.
¿Sería razonable aplicarlo a un ex presidente de la república que siempre se ha presentado a declarar cuando le fue solicitado?
Sí, si lo que se quiere es humillarlo, destituirlo de autoridad, postrarlo, desmoralizarlo ante la opinión pública brasileña y el mundo. Hoy, los diarios y noticiarios de todo el planeta mostrarán un Lula llevado por la Policía Federal en medio de un fuerte esquema de seguridad. Lo harán, como si fuera un delincuente. No fue preso ni es culpable de nada en términos jurídicos, es verdad. Pero eso, ¿a quién le importa? Parece “preso” y “culpable”. Con eso basta, al menos, por ahora.
No debe sorprender que el hecho ocurra menos de una semana después que, en el festejo de los 36 años del Partido de los Trabajadores, el ex presidente Lula manifestó que si fuera necesario e imprescindible, será él quién asuma el desafío de presentarse como candidato de las fuerzas progresistas a la futura elección presidencial. Allí, miles de militantes le brindaron su apoyo y solidaridad ante los ataques recibidos.
La respuesta de la justicia golpista no demoró en llegar.
Hace 25 años elegí Brasil como el país en que quería vivir y criar a mis hijos. Aquí pasé casi la mitad de mi vida. Como intelectual, como militante y como brasileño por elección, me siento profundamente avergonzado e indignado. Aquí no está en juego ninguna causa por la justicia, la transparencia ni el necesario combate a la corrupción. Aquí está en juego un proyecto de país y, no tengo dudas también, un proyecto de región. El golpe judicial, policial y mediático que se lleva a cabo en Brasil no es ajeno a la situación que vive el continente y a los vientos que corren a favor de las fuerzas conservadoras y neoliberales en toda América Latina.
Intentan cambiar la historia, torciéndola a favor de sus intereses antidemocráticos. No lo lograrán.
Expreso aquí mi plena y fraterna solidaridad con el ex presidente Lula y su familia.
Lo hago convencido de mi deber como responsable de una de las mayores redes académicas del mundo. No escribo estas líneas en representación de las instituciones que componen el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) ni, mucho menos, en nombre de las personas que allí se desempeñan. Sin embargo, estoy seguro que serán muchos los que sumarán su grito de indignación ante una ofensiva que no conseguirá disminuir nuestra energía militante ni nuestro compromiso inquebrantable con las luchas por la transformación democrática de América Latina.
· CLACSO / Secretario Ejecutivo