Max Weber, en su libro El político como vocación plantea, con claridad meridiana, que quien busque la salvación a través de la política estará siempre condenado al fracaso. La ética política no es igual a la individual: la primera debe pactar con el Diablo, es decir, usar el poder con todas sus artimañas – en cierto grado, el político debe ser un gran “encantador de serpientes”, mientras que la segunda debe regirse por ética del decálogo y “amar al prójimo como a ti mismo”, ser un buen padre de familia, un acucioso trabajador, en fin, ser un buen hombre.
En la actualidad ocurre que la democracia representativa, los regímenes políticos – parlamentarios, semipresidenciales y presidenciales, los sistemas electorales y los de los partidos políticos – están haciendo agua: ya no sólo porque la soberanía pertenece a los grandes banqueros y empresarios – el voto popular carece de todo sentido que no sea confirmar la nominación, previamente realizada por la élite plutocrática – sino también porque cada una de las instituciones propias de la democracia electoral, hoy por hoy, carecen de sentido constituyendo un verdadero vacío.
Los regímenes políticos, tanto presidenciales como parlamentarios, han podido funcionar sobre la base de un bipartidismo, el cual garantizaba – fuera cual fuera el sistema electoral – que la mal llamadas “centro derecha y centro izquierda”. (En Francia, el gaullismo y el socialismo; en España, el PP y el PSOE; en Inglaterra, los laboristas y los conservadores; en la caótica Italia había una columna vertebral mafiosa en la Democracia Cristiana, fenecida después de los escándalos de corrupción durante el gobierno de Bettino Craxi; en América Latina, antiguamente, el pacto de “punto fijo”, en Venezuela, entre ADECO y COPEI; en Colombia, liberales y conservadores; en Chile, Concertación y Alianza; en Argentina, radicales y peronistas).
Las democracias representativas no pueden subsistir sin el soporte de partidos políticos y, en forma ideal, un bipartidismo que engaña a los ciudadanos haciéndoles creer, no sólo que eligen a sus representantes, sino que también existe una alternancia de élites en el poder. Que los partidos sólo sean burocracias que se auto-reproducen, no hay duda. La ley de Robert Michels, en el sentido de que toda organización genera burocracia, es tan cierta como la ley de la gravedad, de I. Newton.
Actualmente, el sistema democrático electoral representativo se está transformado en un engranaje caduco y sin alma: en primer, ya nadie cree en la famosa soberanía popular, que antes pudo asustar a la oligarquía pero que, a poco andar, fue capaz de descubrir empíricamente diversas formas para desvirtuarla – el cohecho, el caciquismo, la compra de los políticos por empresarios y banqueros -. (Sería bueno recordar la primera vez que votaron los varones, mayores de 25 años, en Francia, sirvió para elegir a Louis Napoleón Bonaparte como primer Presidente de la República y, después, en un referéndum, ratificado como emperador).
Respecto de los regímenes políticos, la falla principal del presidencialismo a la latinoamericana es que cuando el rey-presidente fracasa, hunde el sistema completo – en el caso chileno, lo salvaba un sistema de doble minoría, tanto en la elección presidencial como e n la parlamentaria, convirtiendo a los partidos políticos en sostén de las instituciones -.
En un sistema parlamentario esto no es lógico que ocurra, pues siempre hay una mayoría parlamentaria que sustenta al primer ministro, así, basta con cambiar la persona del primer ministro y la mayoría parlamentaria que lo apoya, y el sistema político subsiste.
Al derrumbarse los partidos políticos, es lógico que se acerque el fin de la democracia representativa, pues evidente que se necesitan mutuamente.
Cuando desaparezca el bipartidismo, la salida política se dificulta en mayor grado: por ejemplo, en España, a partir de las últimas elecciones de cortes, la única forma de funcionamiento del parlamentarismo en sobre la base de acuerdos políticos entre los cuatro partidos mayoritarios, a pesar de las diferencias radicales entre ellos; en el fondo, no sólo caducó la monarquía debido a los escándalos de corrupción de algunos miembros de la familia real, sino también el Partido Popular, corroído por distintas tramas delictuales, que, en algunos casos, se hace extensivo al Partido Socialista, en Andalucía. En fin, los acuerdos de La Moncloa y la transición pactada, está llegando al máximo de su declive; aún, el Partido Podemos no tiene la fuerza suficiente, para presionar un cambio radical que pueda surgir de unas nuevas cortes constituyentes.
En las crisis institucionales, como las que están ocurriendo en América Latina, y en Chile en particular, siempre surgen los profetas que nos anuncian la venida de un salvador que, por arte de magia, nos sacará del pantano, una especie de líder carismático que algunos analfabetos políticos llaman “populistas” – como si la fuente de esta tendencia fuera la izquierda y no la derecha, y basta recurrir a nuestra historia reciente para constatar que los tribunos del pueblo siempre han sido reaccionarios -.
Recordemos lo que escribimos al comienzo: la política no tiene de por sí una función salvífica, y no se trata de elegir un nuevo Jesucristo y luego crucificarlo – como, en cierto grado, ocurrió con la Presidenta Michelle Bachelet que, incluso, muchos de sus votantes se ríen de los chistes sobre su persona, en el Festival de Viña del Mar – sino de la urgente necesidad de refundar la república.
En el marasmo político en el cual vivimos han surgido dos posibles salvadores que, juntos suman un siglo y medio de vida, y no que la edad sea un impedimento para convertirse en un gran estadista – baste recordar a De Gaulle o a Adenauer – el problema es que con los anteriores gobiernos de Ricardo Lagos Escobar y de Sebastián Piñera Echeñique hemos tenido una experiencia desastrosa que, por desgracia, si alguno de ellos ganara, sería el fin de una prolongación de una crisis sin fin.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
01/03/2016