Resulta paradojal que en el peor momento de nuestra política, cuando el desprestigio de los partidos es inmenso, éstos estén a punto de recibir financiamiento del Estado cuando hay tantas instituciones de prestigio que carecen de contribución pública pese al efectivo servicio que prestan al país. Son múltiples las instancias civiles que deben sostener sus actividades mediante la propia erogación de sus integrantes, sin intención alguna de acceder a cargos bien remunerados y muy bien premunidos de recursos y personal auxiliar. Parlamentarios, ministros y tantos otros que llegan a recibir estipendios hasta por cuarenta o cincuenta veces más que los servidores que reciben el salario mínimo o que se ubican en el promedio de lo que alcanzan los trabajadores chilenos.
Parece ser que se le está poniendo fin a esa buena práctica republicana en que los propios políticos y militantes de partido se hacían cargo de sostener a sus colectividades. Hoy, la voracidad de la autodenominada clase política exige ingresos adicionales a los de sus cargos públicos para integrar las mesas directivas de los partidos y oficiar en las tareas proselitistas. De esta forma es que se postula que el Fisco se haga cargo de financiar las planillas de sus presidentes, secretarios nacionales y funcionarios mediante sueldos envidiables comparados a los de la inmensa mayoría de los empleados públicos. Lo curioso o ingenuo es que se piense que mediante estos aportes fiscales los partidos y los políticos podrían morigerar sus apetitos, dejar de robar y “pasarle el platillo” hasta a los más inescrupulosos millonarios del país.
Si se le consultara a la nación sobre la posibilidad de que el Estado financie a los partidos -además de los ingentes recursos que ya se les entregan a los candidatos para financiar sus contiendas electorales- muy probablemente esta iniciativa sería masiva y rotundamente rechazada por la ciudadanía. Sin embargo, quienes se encargarán de legislar al respecto son sus potenciales beneficiados, es decir los parlamentarios que integran estas verdaderas maquinarias electorales que ya muy poco o nada les queda de corrientes de pensamiento o vías de expresión social. Ya sabemos que quienes todavía se animan a militar en los partidos son prácticamente los que quieren sólo incorporarse al ruedo legislativo o acceder a las cajas pagadoras de los ministerios y municipalidades. De allí que haya partidos que se resisten a refichar a sus integrantes o quieran asegurarse con muy pocas firmas militantes el reconocimiento oficial y sus subsecuentes aportes del Estado.
Imagino el malestar que debe ocasionarle a tantas agrupaciones de voluntarios esta posibilidad de que se distraigan más recursos en favor de la política. Suponemos lo que piensan al respecto los bomberos, por ejemplo, y esa infinidad de referentes sociales que ejercen tareas de beneficencia en que, con suerte, son autorizadas para hacer colectas públicas o recurrir a fundaciones extranjeras. En un país en que los cataclismos de la naturaleza son constantes y hasta previsibles como para que todas estas entidades recibieran los recursos que indispensables. Cuando hasta los niños discapacitados deben esperar de las sucesivas teletones (es decir de la contribución de todos los habitantes de nuestro país) los recursos que debieran estar garantizados por el erario nacional para rescatarlos y darles una vida digna.
Aunque se nos diga que a cambio de estos recursos deberán transparentar sus actividades y rendir sus recursos, es evidente que ello no será posible cuando todavía existen colectividades que se niegan a reconocer el voto universal de sus militantes para la elección de sus propios dirigentes y designación de candidatos. Algo que debiera estar plenamente normado si existiera una verdadera vocación democrática entre los que dicen representarnos. En realidad habría que dotar al Servicio Electoral una gran cantidad de funcionarios y recursos económicos para que pudiera efectuar con éxito esta supervisión, algo poco probable cuando aún el SERVEL no cuenta todavía con los medios para regular las propias elecciones, controlar los gastos de propaganda y sancionar a sus infractores. De allí que tal “transparencia” no sea más que una promesa demagógica en boca de quienes siguen exculpando o minimizando la responsabilidad de aquellos políticos coludidos con los grandes empresarios para hacerse elegir, reelegir y, luego, aprobar leyes en su beneficio. De esta forma es que lo más probable es que nuevamente con el voto de los diputados y senadores sobornados se le dé curso a este nuevo despropósito de la política cupular.
Resulta curioso que aquellos políticos de derecha empeñados en disminuir el gasto público, así como tan abrumados por los nubarrones que amenazan nuestra economía, no le pongan objeción alguna a esta idea de entregarle recursos a los partidos. Claro: ellos serían también se verían beneficiados por estos aportes fiscales gracias a esta colusión que durante toda la pos dictadura ha llevado por nombre “política de los acuerdos” para burlar una y otra vez la voluntad popular
Triste nos parece que partidos y agrupaciones “de izquierda” se avengan también a la posibilidad de recibir aunque sea las migajas de una nueva repartija que, como sabemos, se propone darle mayores recursos a las colectividades más poderosas. En desmedro, por supuesto, de las llamadas fuerzas emergentes, pero a las cuales parece ahora conveniente repartirles algunos pesos a objeto de acallarlas y mantenerlas acotadas en la periferia del poder.
No cabe duda que la llamada “agenda de probidad” en lo que ha concluido es en garantizarle más recursos del erario nacional a la política, más que en aprobar normas que velen por la dignidad de las altas funciones públicas. Difícil parece que iniciativas como ésta se propongan superar nuestra crisis institucional, como la inminencia de que los ciudadanos eleven sus índices de abstención en los comicios venideros.