Para un ciudadano promedio, la democracia resulta ser un marco normativo insípido. No hay más relato que el día a día que construyen los medios de comunicación, algún episodio bochornoso protagonizado por algún personajillo, alguna ley que se aprueba o se rechaza, éstos o aquellos que protestan por algo… el cobre sube, el cobre baja, al igual que el dólar… Los momentos más “emocionantes” se reservan para los procesos electorales y el día de las elecciones… Digámoslo, un mundo miserable, monótono e intrascendente para cualquier alma exigente.
Y sin embargo, la insípida democracia como orden naturalizado, normal y cotidiano posee sus virtudes. No se trata de ningún sistema político ideal – mucho menos en el caso de Chile – sino más bien de un consenso mínimo para proseguir el proceloso camino de su perfeccionamiento. La democracia es el infinito camino para construir la democracia: la única certeza es la posibilidad de avances, retrocesos y estancamientos. La democracia no es la cristalización de un estado permanente de las cosas y las ideas sino el constante flujo de ideas nuevas frente a problemas nuevos. Más que democracia, lo que existe son procesos democráticos.
Los procesos democráticos estarán, ineluctablemente, condicionados por el desarrollo tecno económico que lo acompaña y por los vectores históricos y culturales que le dan sentido. Esto explica, en parte, las llamadas “democracias de baja intensidad” tan características en América Latina: Desde los narco estados hasta los neopopulismos, pasando por autoritarismos de izquierdas o derechas, acomodaticias transiciones inconclusas y experimentos neoliberales.
América Latina, extenso territorio marcado por economías neo extractivistas, con formas sociales que todavía poseen el tufillo oligárquico, donde la miseria y la desigualdad constituyen un dato de la causa. Una región que apenas cicatriza atroces heridas de unas guerras civiles como en Centroamérica o de feroces dictaduras militares como en el Cono Sur. Un mundo donde todavía se escucha aquella célebre sentencia de Rulfo… Todos somos hijos de Pedro Páramo.
Entre las muchas características de nuestras democracias de baja intensidad, se destaca, cómo no, la “disglosia” latinoamericana. Lo que dicen las leyes y los medios no tiene relación con las malas prácticas políticas concretas. Suele acontecer que las leyes consagradas en la Constitución – tanto como las facturas – no se ajustan de ninguna manera a la realidad de las cosas. Esta distorsión o manía atañe, en primer lugar, a toda la “clase política”, pero se extiende a las elites empresariales, sindicales y un largo etcétera.
Es inevitable reconocer que nuestros procesos democráticos arrastran todavía demasiado ripio, lodo y – a veces – sangre -, pero ello no impide reconocer que han sido estos precarios procesos los que nos previenen de la barbarie lisa y llana, a la izquierda o a la derecha del espectro político. Pareciera que la noción de democracia excede con mucho la forma reconocida en la ciencia política como “democracia burguesa” para instalarse como sutil horizonte cultural, irrealizado, pero anhelado como una posibilidad de excluir la violencia y la muerte de la historia humana. Preservar los procesos democráticos contemporáneos es la única garantía de llegar un día a alguna forma de democracia.
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