En una coyuntura de incertidumbre tras los resultados adversos para socialistas y populares en las elecciones generales de diciembre del 2015 en España, el expresidente Felipe González exhibe una de sus peores facetas de los últimos tiempos. Incapaz de leer correctamente las causas de la crisis del sistema político de su país, el desastre social al que empujaron las políticas económicas neoliberales con su dogma de austeridad in extremis, y las responsabilidades que de ello tienen los dos partidos tradicionales (el PSOE y el PP), González agita los fantasmas del chavismo y del populismo para restar protagonismo a partidos surgidos de los movimientos sociales y de nuevas formas de organización política, reafirmar el poder del bipartidismo que no quiere que nada cambie, y en definitiva, para socavar las prácticas y resultados de la democracia que asegura defender.
Ante el ascenso de formaciones como Podemos, González ha puesto al desnudo, en sus intervenciones públicas y en entrevistas, los miedos de la casta gobernante en España: una y otra vez, reitera los lugares comunes del discurso de la derecha española, que lanza jaculatorias contra el populismo de sello latinoamericano, mientras pretende crear una identidad entre Podemos y el proyecto bolivariano, fórmula propagandística aplicada hasta el hartazgo en las campañas electorales sucias de América Latina para desacreditar candidatos, partidos críticos del neoliberalismo y para alentar el anticomunismo inoculado durante décadas en nuestras sociedades.
Hace poco menos de dos años, en tono admonitorio, el expresidente confesaba su temor por el avance de Podemos en las elecciones del Parlamento Europeo: “Una alternativa bolivariana para España y para Europa sería una catástrofe sin paliativos”. Ahora, en una reciente entrevista concedida al diario El País, González levanta la voz en tono de delirio o de frustración, y acaso un poco de ambas, para lanzar su carga sin reparos contra la plataforma que lidera Pablo Iglesias: acusa a los dirigentes de Podemos de querer “liquidar, no reformar, el marco democrático de convivencia, y de paso a los socialistas, desde posiciones parecidas a las que han practicado en Venezuela sus aliados”. Adalid de la llamada oposición venezolana, en particular de su ala más radical (vinculada a Leopoldo López, autor intelectual del plan La salida, que armó a las guarimbas y desembocó en actos vandálicos, terrorismo y varios asesinatos), González también niega la posibilidad de ese ejercicio al grupo parlamentario de Iglesias: “dejar el espacio de la oposición a Podemos es una gran estupidez, más aún que un error, generada por la falta de visión de España en el medio plazo”, sostuvo.
Enemigo confeso del populismo, al que entiende, de manera simplista, como peligro para la democracia representativa (y burguesa, debería decirlo), paradójicamente González, con sus diatribas contra la emergencia de lo plebeyo en el campo político, solo contribuye a establecer aquello que Ernesto Laclau definía como uno de los aspectos constitutivos de la teoría populista: un antagonismo fundante de un relato que articule demandas democráticas y demandas populares. Más específicamente, Laclau hablaba de “la formación de una frontera interna antagónica” que separa al pueblo del poder formal institucional, lo que, en consecuencia, “divide a la sociedad en dos campos”[1].
Al negar el movimiento democrático y su potencial revolucionario –porque no se enmarca en la lógica seria y realista del poder formal-, el expresidente español, y también exsocialista obrero, parece empeñado en ampliar el divorcio entre la casta y la ciudadanía indignada, obstruyendo así el inevitable proceso de expresión de la pluralidad y la diversidad democrática, en la que el PSOE y el PP naufragan víctimas de sus propios errores y de su devenido pragmatismo neoliberal.
Tal y como le ocurrió a los partidos socialdemócratas, socialcristianos y de derechas, en general, de América Latina a finales del siglo XX y principios del XXI, la casta española y su vocero de ocasión incurren en el mismo error de análisis de las fuerzas de cambio y transformación que se expresan en la realidad social, política, económica y cultural contemporánea: reducir al insultante calificativo de utopías regresivas las aspiraciones de justicia social, de participación real en los asuntos públicos, las demandas de oportunidades, de empleo digno, de educación y salud de calidad, y en suma, de un pacto social cuyas regulaciones se definan desde la sociedad y no desde el mercado.
Alguna vez, el expresidente dijo que los movimientos surgidos de los indignados “tienen razón en lo que reivindican, pero son incapaces de elaborar un programa de Gobierno”. En este lado del Atlántico, no fueron pocos los países donde la respuesta popular ante esa soberbia política y ese menosprecio por el soberano acabó por traerse abajo la partidocracia neoliberal. Quizás el verdadero temor del señor González sea escuchar el crujido de los pilares del castillo de naipes que se derrumba bajos sus pies.