Noviembre 20, 2024

Hungría: Política racista y crisis de los refugiados

ALOJADA EN UN vetusto pero antaño elegante palacete de Budapest, la colección del Museo de Artes Aplicadas incluye piezas de Irán, Siria y otras regiones de Oriente Medio. En una sala de la planta superior se pueden contemplar dos paneles de madera de origen sirio: ventanas. Unos dibujos de arte popular decoran los marcos sencillos, pero finamente construidos en madera de cedro. Las contraventanas muestran escenas pintadas a mano de la vida rural en Siria, pacífica y próspera. Si estas ventanas volvieran hoy de alguna manera a su lugar de origen, la vista al exterior que ofrecerían estaría llena de escombros y destrucción. “La carretera de Alepo, que una vez fue una de las ciudades más bellas del mundo, hacia el sur, en dirección a Damasco, está devastada. No queda nada más que pilas de escombros”, señaló un amigo húngaro que había estado viajando en Siria.

 

 

Mientras que otros muchos pueblos, desde Ramala en Palestina hasta el mundo rural mexicano, han conocido niveles similares de desintegración, la rapidez y la confluencia de fuerzas con que la población siria ha sido sacada de su cotidianeidad tal vez no tenga precedentes. Mucho antes de que apareciera el Estado Islámico (EI), el cambio climático y la globalización ya habían empujado a más de un millón y medio de sirios y sirias fuera de su tierra y de sus aldeas. Hoy ya existen más de ocho millones de desplazados, junto con un millón y medio de iraquíes que habían buscado refugio en Siria. Y mientras resulta difícil encontrar precedentes, la huida de gente siria de sus hogares y después de los campos de refugiados y del apoyo y la esperanza decrecientes en Líbano y Turquía, es una muestra de desesperación y tenacidad.

 

Sin embargo, el primer ministro de Hungría, Viktor Orban, mientras contemplaba por las ventanas de su residencia oficial en Budapest la creciente ola de refugiados, vio algo diferente: una oportunidad. Ante el creciente apoyo que recibe el partido Jobbik, de extrema derecha, entendió que aquello le brindaba la posibilidad de relanzar su partido conservador Fidez, mediante un alarde de defensa de los “valores” húngaros y de las fronteras del país. También sería una manera de quitarse de encima a los espantosos y cobardes liberales, desde George Soros hasta los funcionarios de la Unión Europea en Bruselas.

 

La imagen más visible y memorable de las iniciativas de Orban en contra de la inmigración es, por supuesto, la colocación de una valla de concertinas. El coste estimado del proyecto, que impermeabiliza la frontera con Serbia y Croacia, es de 100 millones de euros. La prisa por construir la valla hizo que Hungría tuviera durante un tiempo dificultades para encontrar proveedores de alambradas de concertinas. Uno de ellos se negó a venderlas a Hungría por razones humanitarias. Mientras que la valla como tal brinda al Fidez la oportunidad de mostrar mano dura, también ha contribuido a resolver una dificultad asociada al paso de refugiados a través del país. Si bien eran pocos los refugiados que pensaban quedarse en Hungría, dado el potencial de oportunidades que ofrecen Alemania y los países escandinavos, existía la posibilidad de que muchos pudieran permanecer en tránsito dentro del país durante algún tiempo, cosa que quieren evitar los conservadores.

 

Solidaridad popular y reacción

 

Según Szabocs Pintér, vicepresidente del Balpart (Partido de la Izquierda), unos 10 000 jóvenes asumieron rápidamente tareas de apoyo y solidaridad con los refugiados durante todo el verano y hasta bien entrado el otoño. Aunque parte de esta labor la impulsaron y absorbieron diversas ONG, una proporción elevada corrió a cargo del Balpart, del partido Verde y de otros grupos pequeños. Pese a que la izquierda es pequeña en Hungría y trata de reagruparse, desde el punto de vista del Fidez no conviene tolerar ninguna actividad progresista o autónoma. Todavía más indeseable era el impacto de las imágenes que desbarataban el relato de Orban y sus amigos oligarcas: fotos de húngaros entregando comida y ropa a los refugiados, con la policía mirando para otro lado y después, cuando se levantó la valla, la imagen de refugiados utilizando barras metálicas y otros materiales de construcción abandonados adrede por los trabajadores de la construcción para levantar y mover la valla y poder entrar en Hungría.

 

Orban se ha esforzado por controlar las imágenes y los mensajes facilitando el control de las emisoras de televisión por parte de sus seguidores. Aunque este plan fracasó en una de las grandes cadenas, las demás ajustan la información y la cobertura de los hechos de acuerdo con las líneas marcadas por Fidez. Suficientemente potentes en sí mismas, esas acciones e imágenes también podrían servir a la larga para sacar a relucir las numerosas contradicciones inherentes a la posición de Fidez/Orban en contra de la inmigración aquí y ahora. Se calcula que de aquí al año 2050, Hungría habrá perdido un millón de habitantes. En los últimos años han emigrado más de 400 000, aprovechando que las fronteras dentro del espacioSchengen europeo están abiertas.

 

Al mismo tiempo es difícil no darse cuenta de que Hungría tiene en muchos aspectos un gran potencial de desarrollo, preferiblemente sostenible, claro está. Cualquiera que haya vivido en EEUU u otros países igualmente hiperdesarrollados verá que un viaje por la campiña húngara es una experiencia encantadora. Gracias en parte al estancamiento económico de los últimos años de “socialismo de Estado”, la salvaje especulación inmobiliaria capitalista prácticamente no ha tenido lugar en este país. Quedan todavía vastas franjas de terreno disponibles para la expansión urbana/suburbana, centros comerciales, restaurantes de comida rápida, salas de fiestas infantiles, parques de atracciones, campos de golf y otras maravillas de la cultura occidental avanzada.

 

Las áreas urbanas que eran cruciales para la producción industrial, como Ózd, en el norte, han quedado, por supuesto, diezmadas y en declive, como versiones en miniatura de Detroit. Sin embargo, Hungría cuenta todavía, dentro de sus fronteras, con un elevado porcentaje de tierras cultivables, y goza de un clima que todavía no ha sufrido los primeros embates del calentamiento global. Esta situación no la desaprovechan, por supuesto, ni los oligarcas húngaros ni los cazadores de ocasiones de otros países de la UE. “Estamos asistiendo a un acaparamiento de tierras”, explica Robert Fidrich, de Amigos de la Tierra. Las barreras legales que han bloqueado en parte la globalización se vienen abajo. Pronto, cualquier ciudadano de la UE podrá adquirir y poseer terreno agrícola en Hungría. “Uno puede comprar y pretender cultivar tierras y recibir subsidios de la UE de cien euros por hectárea.” Con abundancia de tierras actualmente baratas, también habrá enormes oportunidades de sacar provecho a medida que los precios de los terrenos sigan creciendo.

 

Orban, que prefiere que algunas de estas oportunidades de enriquecerse beneficien a sus amigos y seguidores, propone la próxima privatización de más de 400 000 hectáreas. Aunque los ecologistas ganaron una batalla importante y bloquearon un plan anterior de privatización de la gestión de los parques, Fidrich dice que la nueva batalla por salvar todas esas hectáreas será más difícil. Al mismo tiempo se preparan para combatir el proyecto de Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP, el último monstruo de “libre comercio”) que permitiría a EEUU unirse a la gran almoneda.

 

Políticas racistas

 

Mientras Orban siembra sentimientos racistas y xenófobos a escala nacional y regional, la oposición actualmente más viable, el Jobbik, se dedica a atacar a los gitanos, que constituyen al menos el 8 % de la población y se enfrentan a numerosas discriminaciones en el ámbito de la vivienda y del empleo y en gran parte están privados del derecho al voto. En la Asamblea Nacional no hay más que dos representantes de la etnia romaní, es decir, el 1 % de este organismo. El recién elegido alcalde de Ózd, David Janniczak, estrella ascendente del Jobbik, ha declarado que “toda persona en Ózd tiene dos opciones: o bien llevar una vida de orden e integridad y construir la ciudad, o bien destruirla. La mayoría de esos elementos destructivos son gitanos, sin los cuales… la ciudad tendría más facilidades para desarrollarse.”

 

La política de “consenso pacífico” de Janniczak contempla la imposición de nuevas normas de trabajo a los empleados municipales, cuya mayoría son de etnia romaní. Al ampliar la jornada de trabajo, fuerza a los gitanos a trabajar más por el mismo salario de miseria. Además, estos tienen que madrugar mucho y salir de casa para ir al trabajo en horas en que el transporte público todavía no funciona. También son objeto de videovigilancia en el trabajo. “Se trata simplemente de intimidarnos”, dice Bela Biro, un antiguo metalúrgico de etnia romaní que trabaja ahora en una explotación agrícola gestionada por el municipio. “No nos atrevemos a sentarnos para descansar ni durante cinco minutos. Dicen que no podemos, aunque nos salga sangre por la nariz.”

 

La situación bajo el gobierno municipal del Fidez apenas era mejor. Hace dos años, Ózd cerró todas las fuentes públicas de agua y redujo el caudal de suministro doméstico. Más de 8 000 gitanos de Ózd viven sin agua corriente en sus casas ni tienen servicio de recogida de basuras. Al cerrar su única fuente de agua para cocinar, asearse y cubrir otras necesidades cotidianas, muchas familias romaníes se encontraron en una situación todavía más desesperada y peligrosa. No está claro hasta qué punto la débil izquierda húngara puede movilizar iniciativas antirracistas viables. Szabocs Pintér señala que muchos gitanos militan en partidos y causas progresistas. Un indicio de la posible falta de apoyo de otros sectores de la izquierda no romaní radica en la desfachatez con que los partidos de centro y de derecha se muestran abiertamente racistas.

 

El exabrupto del Jobbik citado más arriba es un ejemplo entre otros muchos. He aquí las palabras de un seguidor del Fidez sobre los inmigrantes: “El caos derivado de la llegada masiva de inmigrantes a Europa”, escribió Lazslo Foldi en junio de 2015, “ha tenido un efecto destructivo en la vida de los europeos. Los franceses están más inseguros en París. Los habitantes de Viena se abstienen de acudir a determinados barrios de la capital. Londres está convirtiéndose en una verdadera Babel, donde pronto el caos parecerá ‘normal’”. Antiguo director de operaciones del Servicio Secreto de Hungría, Foldi es uno de tantos políticos que han medrado durante muchos años a base de crear y amplificar el temor al caos y al terrorismo.

 

El antisemitismo asoma a menudo las orejas, como cuando Orban clama a menudo contra George Soros y la conspiración para anegar Europa con el flujo de refugiados de Oriente Medio y África. De talante liberal, al menos en comparación con la gran mayoría de oligarcas, Soros es judío y puede servir de chivo expiatorio. El magnate financia ONG en Hungría y otros países, e incluso esas organizaciones moderadas causan por lo visto la consternación de Orban y sus seguidores.

 

Mientras tanto, los cientos de miles que huyen de Siria y Afganistán, en particular, son refugiados por triples o cuádruples causas: el cambio climático, la globalización, la política de “sangre por petróleo” de EEUU y sus socios imperialistas, y la falta de alternativas políticas debido a la destrucción y el declive de la izquierda. ¿Qué pasaría si esas 400 000 hectáreasque se van a privatizar se pusieran a disposición de los refugiados sirios con vistas a un desarrollo agrícola sostenible? ¿Qué pasaría si las acerías de Ózd se reconvirtieran en fábricas de componentes para la producción de energía solar o eólica? Por supuesto, estas y otras incontables iniciativas viables no están en el programa, ni siquiera se plantean en el debate público. Balpart, Amigos de la Naturaleza y otras organizaciones todavía son relativamente pequeñas, especialmente en comparación con el peso abrumador del capital global y sus intereses.

 

En Eger, Hungría, todavía existe un minarete que data de la época del imperio otomano. Es el minarete más septentrional de Europa. Una vez expulsados los otomanos, los cristianos llevaron allí más de 400 bueyes, los ataron al minarete y trataron de tumbarlo. No lo lograron, y la edificación sigue allí, ahora en silencio si no fuera por las pisadas y los resoplidos de los turistas que se atreven a subir por su estrecha escalera. Después de París, y ahora San Bernardino, la posición antes aislada de Orban sobre los refugiados recibe –tristemente y ojalá de forma temporal– el visto bueno de la opinión pública. El Donald-Trump de Europa Oriental puede intentar ahora conseguir lo que los 400 bueyes no lograron, y tumbar finalmente el minarete.

 

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