DESPUÉS DE UN penoso periplo policial en tierras griegas y de haber entregado cinco mil euros de depósito por barba -una pequeña fortuna si tenemos en cuenta las vacías arcas de las ONG- los bomberos sevillanos que llevaban a cabo la admirable tarea de rescate en la isla de Lesbos fueron dejados hace unos días en libertad. La incomprensible persecución de la que son víctimas es una muestra más de los constantes palos en las ruedas que se ponen en Europa a la acogida de refugiados, los cuales, hay que recordarlo aunque sea una obviedad, no llaman a nuestra puerta por capricho ni por robarnos los recursos sino porque huyen de atroces escenarios bélicos. En la mayoría de los casos, sólo tienen dos opciones: marcharse o morir.
Las autoridades alemanas, suizas y danesas han optado recientemente por la incautación de una cantidad de dinero y bienes materiales a las personas que llegan a sus fronteras. Debo confesar que tuve que leer la noticia un par de veces porque no me podía creer ese nivel de crueldad. Sin embargo, así es: entre otras medidas, en los “admirados” países más allá de los Pirineos, esos paraísos de educación y democracia, han decidido arrebatarles las pocas pertenencias que llevan encima, bajo no sé qué pretexto, porque cualquier excusa debe ser buena para rematarles, en un momento de extrema vulnerabilidad. Unas veces es el espantajo de la inseguridad y otras el del colapso económico; ya no importa.
Estos son simplemente un par de ejemplos recientes –y, desde luego, no los más graves- de la deshumanización progresiva que conlleva la guerra. No sólo por parte de quienes la sufren directamente, en primera persona, a los que se pretende reducir a la animalidad sino también con respecto a los ciudadanos que tendrían la oportunidad de extenderles la mano pero, dominados por la falsa propaganda y los temores trasmitidos día y noche a través de los mass media, optan por sumarse a la brutalidad, pasiva o activamente. Según el psicólogo social y sacerdote jesuita Ignacio Martín-Baró -asesinado en El Salvador junto a otros compañeros, en noviembre de 1989- la deshumanización forma una parte sustancial de los problemas psicológicos que pueden desatarse en los contextos bélicos.
Según la comprometida perspectiva de Martín-Baró, al hablar de trauma hay que ir más allá de la óptica estrictamente personal y referirse a un sufrimiento que tiene carácter dialéctico y debe ubicarse siempre en una particular relación social. Hay que recelar de las categorías diagnósticas de corte biomédico, al estar centradas en la singularidad orgánica y funcional y quedar abstraídas, por tanto, de las realidades socio históricas. Es imposible predecir que un tipo de situación generará mecánicamente un trauma en cualquier persona pero también lo es que un determinado perfil individual jamás lo padecerá. Desde esta concepción, el trauma psicosocial se define como la cristalización concreta en los individuos de unas relaciones sociales aberrantes y deshumanizadoras, como las que prevalecen en una situación de guerra civil -recordemos que él mismo estaba inmerso en una, en el convulso país centroamericano de la década de 1980.
Al añorado psicólogo no se le escapaba que la guerra -las víctimas más importantes de las cuales son los eslabones más débiles de la sociedad, como los niños- también nos ofrece la oportunidad de crecer humanamente, a través del altruismo sincero y el amor solidario. Este es uno de los mensajes que se transmite a la conmovedora película Mandariinid[Mandarinas] de Zaza Urushadze (2013), que toma como marco de referencia la guerra que estalló en 1990 en la provincia georgiana de Abjasia. La dinámica que se establece entre los diferentes personajes pone de relieve el papel fundamental de la civilización para vencer a la barbarie. Ivo es un estonio que opta por acoger a dos soldados que resultan gravemente heridos frente a su casa y la de su vecino Margus, obsesionado en sacar adelante un negocio de mandarinas, en las condiciones más hostiles. Este drama presenta un problema añadido dado que los jóvenes combatientes pertenecen a bandos opuestos: uno de ellos es checheno mientras que el otro es georgiano. Es decir, a las heridas causadas por las balas habría que sumar el corrosivo veneno del odio que los abrasaba por dentro. Con todo, al verse obligados a convivir, de la manera más impensada, surgiría entre ellos el amor fraternal que el conflicto armado parecía que había enterrado para siempre.
Como comentaba, a través de los medios, nos inoculan constantemente el terror hacia los peligros que supuestamente se abalanzarían sobre nosotros si decidiéramos optar abiertamente por la acogida, en vez de la fortificación de países y la persecución despiadada de los seres humanos que solicitan nuestra ayuda. Nadie nos advierte, sin embargo, de las graves consecuencias -éstas sí, a buen seguro- tendremos que asumir en el atroz camino de la insolidaridad. Si se acusa ferozmente de “buenísimo” a las personas que buscan soluciones pacíficas al horror quizás deberíamos tachar con más razón de temerarios a aquellos que pretenden hacernos creer que el hecho de contemplar pasivamente cómo se ahogan seres humanos en nuestras costas no tendrá consecuencias devastadoras para la convivencia futura. Luego no derramemos lágrimas fáciles si los niños son víctimas de “bullying” en las escuelas porque han aprendido de los adultos a destruir a los más frágiles sin ningún tipo de compasión. En caso de no reaccionar de forma civilizada ante esta inadmisible bestialidad sólo es cuestión de tiempo que nos destruyamos también entre nosotros. Y tal vez llegue un día en el que ya no tengamos ningún problema que resolver.
*Sicóloga.