Aterrorizados, amordazados, atados, heridos, torturados, en el límite de sus fuerzas, debe haber sido fácil para Álvaro Corvalán hacer y deshacer con sus víctimas, sentirse todopoderoso, con su arma en la cintura, su puñal en su funda y una hueste de asesinos a sus órdenes prestos a cumplir la hazaña de masacrar a hombre mujeres y niños en sus cuarteles secretos, a salvo de las más mínimas consideraciones humanas que cualquier soldado de honor debe tener.
Corvalán y sus camaradas de armas se ensañaron con personas indefensas. No se enfrentaron como en sus delirios con combatientes en igualdad de condiciones. Lo suyo era el secuestro al amparo de la noche, cubiertos por la policía que cerraba lugares y aseguraba calles.
Todas acciones más propias de criminales, mafiosos y salvajes de las peores bandas de gánsteres que se hayan conocido, para luego posar como verdaderos héroes ante sus tropas de malhechores.
De nada sirve la hombría y el decoro que tanto destacan los himnos, las historias y leyendas. Un Ejército que solo tiene bajas enemigas entre sus connacionales, aquellos que por el misterio de las leyes y disposiciones, está llamado a proteger, no tiene mucho de qué enorgullecerse. Una institución que creó, crió, prohijó y formó a criminales como Corvalán, debería revisar su rol en la historia.
Un soldado es ante todo un hombre de honor.
Salvo honrosas excepciones históricas quienes han dirigido el Ejército han sido representantes de la oligarquía chilena, que desde siempre ha despreciado todo lo que huela a pobre, indio, mujer o maricón.
Y no ha vacilado en apuntar sus fusiles en contra de quienes han osado defender sus derechos y condición.
El cacareado Ejército jamás vencido no ha triunfado sino sobre hombres y mujeres armados solo con sus consignas y reclamos. Ante un adversario real, jamás ha cruzado armas.
Es en esa mística trastocada en la que se pueden formar oficiales de la talla de Corvalán, ese que se enorgullece de sus hazañas que no fueron sino terribles y abominables crímenes.
Hoy solloza porque se encuentra en una prisión de verdad donde ser agalludo tiene otro costo que el propio de gritonear y aletear en la seguridad de ese hotel cinco estrellas en donde los acunaba la condescendencia y cobardía de la Concertación.
No sale al patio, acusa agresiones verbales, ofensas, palabras sucias. Al héroe se le gastaron las pilas. Quedó sin la protección salvadora de la jauría. Un cuervo solitario, mojado, adherido a su mierda, conociendo el olor de su poca hombría y de su cobardía.