No sólo nuestro país, sino todas las democracias del mundo, cada cual con sus alcances y sus imperfecciones, debieran estar en alerta máxima, proactivas y no pasivas, ante la amenaza a los valores universales de la civilidad, la tolerancia y la concordia, que representa el excéntrico precandidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump.
Como han dado cuenta medios nacionales y cadenas internacionales, el empresario y novel político ha dicho varias veces que habría que levantar un gran muro en la frontera entre Estados Unidos y México, y además debería ser pagado por los vecinos del sur, pues México no es nuestro amigo… México manda a su gente, pero no manda lo mejor. Está enviando a gente con un montón de problemas (…). Están trayendo drogas, el crimen, a los violadores
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Trump, hay que dejarlo claro, es sólo el huevo de la serpiente, la simiente de un movimiento radical y neofascista que, en América, Europa y otros continentes, pretende hacer retroceder las manecillas del reloj de la historia, para instaurar una sociedad excluyente y xenofóbica, hostil con las minorías, en unos países contra quienes no son de un origen racial, en otros contra quienes no profesan un credo en particular, y en el caso específico del país vecino, contra los migrantes de origen mexicano, en una primera etapa.
Por supuesto que, fuera de su controvertida política exterior y las violaciones a los derechos civiles de algunos grupos, la tradición democrática de la sociedad estadunidense hereda del pensamiento vanguardista de los constituyentes liberales que redactaron la Constitución de 1787, una contribución al mundo que tan bien describe Alexis de Tocqueville, en su obra icónicaLa Democracia en América, hace inviable el triunfo de la ultraderecha fascista, pero eso no debe conducirnos a desdeñar la gravedad de un movimiento, cuyo abanderado hoy encabeza las preferencias entre los precandidatos presidenciales de uno de los dos partidos políticos de Estados Unidos.
Por eso resulta deplorable computar las escasas voces que dentro del sistema político de ese país, el establishment, se han alzado para denunciar y frenar el mensaje ominoso para la democracia –y no sólo para los migrantes mexicanos– de un precandidato estridente, con pensamiento binario y retardatario, que atribuye todos los males de su país a quienes, por el contrario, han sido pieza fundamental en el proceso de creación de riqueza y prosperidad de la hoy, y desde hace varias décadas, mayor economía del mundo, por el tamaño de su producto interno bruto.
Extraña que hasta ahora sólo hayamos escuchado las voces del vicepresidente Joseph Biden, de la precandidata demócrata Hillary Clinton, y tímidamente de algunos precandidatos republicanos como Jeb Bush, gobernador de Florida, evidenciando la simpleza, la rudeza y la ausencia de fundamento de los pobres conceptos que nutren la propuesta gubernamental del precandidato republicano, un verdadero advenedizo de la política.
En esa escualidez de conceptos figura no comprender que en el total de bienes y servicios que integran el PIB de Estados Unidos, el esfuerzo productivo de los migrantes ha sido esencial y ha venido creciendo en su peso específico, como lo acredita el estudio de Raúl Delgado, investigador de la Unidad Académica Estudios de Desarrollo de la Universidas de Zacatecas, titulado ¿Quién subsidia a quién?, la contribución del trabajo de los migrantes al PIB de Estados Unidos casi se cuadruplicó de 1994 a 2007, hasta llegar a 586 mil millones de dólares, 4 por ciento del PIB de ese país, equivalente a 38 por ciento del PIB de México.
Con esos datos duros es un despropósito monumental culpar a los trabajadores migrantes de origen mexicano de los problemas de coyuntura de nuestro principal socio comercial, en lugar de reconocer y encomiar su importante papel en el funcionamiento cotidiano del engranaje de la economía estadunidense.
No se trata sólo de defender a los migrantes, ya de por sí una asignatura capital; insisto, están en juego y en riesgo los cimientos de la civilización y los fundamentos de la propia convivencia democrática. Por omisión, confianza y desidia, en otros momentos de la historia emergieron, crecieron y después se entronizaron movimientos vistos, al principio, como insignificantes y al paso de los años tornados incontenibles.
Me refiero al fascismo de Benito Mussolini, en la Italia de los años 20, que siguieron a la Primera Guerra Mundial, con un corporativismo asfixiante que copó a la antes diversificada y plural sociedad italiana y, con los años, anuló la convivencia y la competencia democrática, al declarar ilegales a los partidos opositores al régimen. Con el fin de la sana vida democrática también se anularon en ese país las libertades fundamentales del hombre, como la de disentir.
Me refiero al nazismo de Adolfo Hitler, que preconizó la superioridad de una raza y condenó al exterminio a otras, cobrando la vida de millones de seres humanos, tanto en campos de concentración como en los de batalla. Una de las sociedades más cultas de Europa, hoy reivindicada, fue pervertida en aquellos años por el pensamiento fundamentalista y primitivo de un personaje sin el menor alcance intelectual y sin ninguna formación política.
Hablo también de la falange española creada por José Antonio Primo de Rivera en la década de los 30, que crearía las condiciones de militarismo, clericalismo e intolerancia, que años después llevarían a Francisco Franco al poder, quien acabó instaurando una dictadura militar, acusada de múltiples violaciones a las libertades fundamentales y los derechos del hombre, extendida hasta bien entrada la década de los 70, ahí donde había una sólida y prolongada tradición democrática. La omisión fermentó el terreno para la derrota de la República.
Cómo no tener presente al Portugal de los años 30 a los 70, un régimen cuya mayor figura fue Antonio Salazar, que también terminó contaminado por la ola fascista que cubrió amplias franjas del territorio europeo. Ahí también la democracia representativa, el parlamentarismo y las libertades del hombre, sobre todo la libertad de prensa en ese caso, pagaron el costo de subestimar la naturaleza oprobiosa de la ultraderecha fascista, en cualquiera de sus modalidades.
De ahí la importancia de no pasar por alto esta vez las amenazas al mundo civilizado de los movimientos antihistóricos, reaccionarios y oscuros, verdaderas regresiones mucho más que simples movimientos antisistema, outsiders, que en los casos a los que nos referimos en esta reflexión, no deben pasar, no deben crecer, no deben gobernar.
El triunfo de la ultraderecha, así se vea hoy distante e inviable, sería el triunfo de la intolerancia fascista y la derrota de la sociedad democrática, la sociedad nutrida de los principios de la ilustración, la reforma y los derechos humanos universales.