Noviembre 20, 2024

TPP: Un duro golpe a los pobres y una maniobra antichina

El ATP o Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica (o TPP, como también se le conoce por sus siglas en inglés) es un esfuerzo importante para convertir al Pacífico en un lago estadunidense, barrer todo obstáculo al libre comercio de las grandes corporaciones en detrimento de las mayorías más pobres y de las soberanías de los países firmantes y, con el complemento del acuerdo de libre comercio con la Unión Europea tan resistido por millones de trabajadores del viejo continente, es también y sobre todo un instrumento para golpear a la economía china y completar el cerco político-militar con un cerco económico antichino.

 

El ATP es tenazmente resistido por los sindicatos de Estados Unidos –que denuncian que el acuerdo reducirá los puestos de trabajo en ese país al exportar empresas a países con regulaciones ambientales casi inexistentes y mano de obra baratísima y legalmente indefensa– y es también atacado por la Cepal y los ecologistas y los defensores de los sectores más pobres de todo el mundo, como Susan George o Naomi Klein. El texto fue negociado en secreto, incluso para los parlamentarios de los países que lo suscriben, porque impone a escala de todos los países una legislación protectora de los derechos de propiedad intelectual hecha a medida de las grandes empresas y suprime, por ejemplo, la posibilidad de que un gobierno fabrique medicamentos genéricos mucho más baratos que los de los oligopolios farmacéuticos, condenando así a muerte a quienes no podrán adquirir las medicinas comerciales. También unifica a la baja las medidas de protección de la seguridad alimentaria y de la protección legal de los trabajadores (Japón, por ejemplo, que tenía aranceles altos para proteger su soberanía alimentaria de la importación de arroz barato, tendrá que suprimirlos y podría quedarse sin arrozales), abarata la importación de productos y granos estadunidenses y favorece a las grandes empresas exportadoras de algunos rubros alimentarios en los países dependientes (como Chile, que podrá vender en Estados Unidos uvas producidas y exportadas por firmas de ambos países). Por si eso fuera poco, el tratado reglamenta –a favor de los monopolios, a los que apoya brutalmente– la discusión de las controversias entre las empresas inversionistas y los gobiernos de los países firmantes.

El acuerdo ha sido firmado por una serie de gobiernos vasallos de Estados Unidos (Brunei, Chile, Singapur, Japón, Malasia, México, Perú, además de Vietnam –deseoso de no depender de China, su vecino–, más Estados Unidos y los gobiernos conservadores de Nueva Zelanda, Australia y Canadá, pero el nuevo primer ministro canadiense, Justin Trudeau, rechazó siempre la firma de ese acuerdo y no se sabe qué hará ahora). Todos esos países recibirán más mercancías de Estados Unidos y podrán exportar más a ese país y menos, por consiguiente, a China, aunque el gobierno de Pekín, que se opuso siempre al ATP, podría ahora unirse al mismo para reducir sus efectos sobre su economía y, en particular, sobre sus exportaciones.

El ATP y el acuerdo de libre comercio con la Unión Europea son la parte legal y comercial del cerco a China, cuya parte militar es visible en el apoyo militar estadunidense a Taiwán y Corea del Sur, en la reforma de la Constitución japonesa para permitir el desarrollo del ejército y que éste y la marina puedan actuar en el exterior del país, en la serie de bases estadunidenses en el Pacífico y en el Mar de China y de tratados con los países ribereños de la zona, medidas que China trata de paliar desarrollando su marina de guerra con nuevos portaviones y ampliando sus aguas territoriales creando incluso para ello islas artificiales. Los antiguos marinos fenicios comerciaban cuando la relación de fuerzas no les permitía saquear en calidad de piratas; por lo visto, para Estados Unidos nada ha cambiado en las normas internacionales en estos últimos 3 mil años…

Al cerco oceánico a China, ésta y Rusia tratan de contraponerle una alianza virtual y una complementación militar euroasiática. La expresión más clara de la misma, en lo político y lo diplomático, es la colaboración en Naciones Unidas entre Pekín y Moscú, la defensa común de Irán, el intento chino de potenciar enormemente sus inversiones en la industria nuclear en el Reino Unido –que trata de ser más independiente de la Unión Europea–, los pactos militares sino-rusos y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura promovido por China como rival del Banco Asiático de Desarrollo (en manos de Washington) y del FMI y el Banco Mundial también controlados por Estados Unidos y los grandes capitales europeos. China, además, mostró sus músculos recientemente en una enorme parada militar (Corea del Norte hizo lo mismo). En este contexto debe verse la intervención rusa en Siria, país que permite a su flota el acceso al Mediterráneo (y de ahí al Mar Rojo y al Océano Índico) y tener protagonismo en Irán y en Asia central presionando a los aliados de Estados Unidos en la zona (Turquía, Israel, Arabia Saudita, Qatar y Emiratos).

La historia no se repite, pero los mismos problemas llevan a resultados similares. En escala internacional la crisis de civilización (económica, social, política, moral, ecológica) que hoy vivimos vuelve a presentar los mismos monstruos de los años 30: choques de los imperialismos, avance del racismo y del extremismo de ultraderecha en Europa, nacionalismos xenófobos, guerras locales sin fin, gobiernos débiles de las democracias sin autoridad moral alguna, inestabilidad en los países dependientes de África y América Latina, derrumbe de la socialdemocracia. Para colmo, a todo eso se agrega la ceguera de la izquierda social, con sus ilusiones en Alexis Tsipras o en Podemos, o su enclaustramiento, carente de cualquier visión estratégica, en la mera actividad política o sindical local. Más que nunca al pesimismo de la inteligencia hay que oponerle el optimismo de la voluntad.

 

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