Que las Comisiones presidenciales ad hoc no tienen ninguna importancia lo ha dejado en claro el senador Ignacio Walker. Luego de meses de trabajo el equipo convocado por la presidenta Bachelet llegó a varias conclusiones que no hicieron otra cosa que reflejar lo sabido: la crisis por la que pasan no solo los partidos políticos, sino que todo el armado institucional.
Transformados en maquinarias de poder, los partidos políticos se han dado maña para permanecer como absolutamente necesarios para la democracia, pilares básicos para la pluralidad, representantes irremplazables de la ciudadanía, entre otros adjetivos vistosos tanto como mentirosos.
Pero lo cierto es que han devenido en organismos mafiosos en los cuales mandan los mismos de siempre, en donde no existe democracia interna y en donde nadie sabe quien milita y quién no. Pero que se aprestan a repartir la torta cada vez que se necesite.
La comisión Engel propuso entre otras cosas que se sincerara el padrón de militantes porque la sospecha de que en esos listados hay más fantasmas que seres de carne y hueso es compartida por todos.
Fue suficiente para que el senador Walker disparara contra Engel. Y la agresión senatorial va por el lado más extraño: le reprocha no ser del mundo de la política. Le resta derecho a un civil que osa una crítica que comparte más del noventa por ciento de la población y la que Walker se pasa por el perineo.
Lo cierto, es que los partidos políticos son maquinarias desde los que se reparte el botín del poder del Estado y, por qué no, del sector privado, la otra ala de su competencia.
Luego del término de la dictadura, por lo menos en su expresión más bruta y criminal, los partidos políticos intentaron con éxito tomar lo que dejaron los uniformes. Y a partir de ese hecho, todo el poder se centró en esos aparatos en los que jamás ha entrado la luz del día.
En breve se dieron cuenta que daba lo mismo si se obraba en una dirección u otra. Si mentían o no. Si las ofertas de las campañas electorales eran o no posibles.
Y muy luego, las interminables filas de carteles de las campañas electorales prescindieron de la identificación partidaria y solo era necesario posar con el político mejor evaluado.
Se apostó con éxito al reflejo condicionando de una ciudadanía atontada por la machacona propaganda, por las deudas y la necesidad de creer en algo.
Pero las casualidades que hay en toda cosa importante vendrían a remover mucho más el ya desprestigiado fango militante: un accidente procesal abriría las compuertas al peor escándalo que ha comprometido a los partidos políticos: se hizo público lo que todo el mundo sabía desde siempre: los ricos y poderosos financian a los políticos.
Lo novedoso en este caso es que sectores de la Concertación aparecían en las siniestras listas de las empresas dueñas de casi todo Chile, financiando a militantes que aparecían como enconados e irreversibles enemigos de quienes les untaban la mano con muchos millones.
Se hizo público lo sabido.
Y he ahí, como en casos anteriores, que la presidenta Bachelet, corta y perezosa, deriva el caso a un equipo que se suponía iba entregar directrices para superar un escándalo que amenazaba los pilares mismos del sistema.
Encabezada por el señor Engel, esa comisión debía buscar solución urgente a un caso que corroía lo existente: modificar la lógica de partidos políticos antes que la ambición lo desmorone todo.
Es cuando aparece Walker y desenfunda.
Y en su arrebato prepotente olvida o no considera que si de algo está cansada la gente es precisamente de la gente como el senador Walker y de todos quienes han hecho posible la desgracia de vivir en un país castigado por esa peste que él tan bien representa y que se aferra con dientes y uñas a sus prebendas, beneficios, privilegios y botines.