Iván Krastev (Lukovit, Bulgaria, 1965) es experto en crisis de las democracias, movimientos sociales y desintegración de imperios / estados. Presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía y profesor del Instituto de Humanidades de Viena, estudió a fondo el hundimiento de la Unión Soviética y el de Yugoslavia, y en los últimos tiempos ha teorizado sobre la disrupción y desconfianza en las democracias (‘Democracy Disrupted. The Global Politics on Protest’, UPenn Press, 2014), sobre la rebelión de las élites y la desintegración de la Unión Europea.
Aunque piensa que la UE “no puede permitirse volver al pasado” y no se deshará, Krastev advierte de que Europa sufre síntomas alarmantes de desintegración, y subraya que es una posibilidad que no se puede descartar, “porque esas cosas suceden muy deprisa y cuando menos se esperan”. Añade que habrá que estar “muy atentos a lo que haga Alemania, porque los grandes proyectos políticos no se desintegran por la periferia, sino desde el centro”, y recuerda que no es necesario que una mayoría quiera desintegrar un Estado para que eso suceda: “A veces basta con que haya minorías activas hablando de ello”.
Krastev está estas semanas impartiendo clases como profesor visitante en Columbia y Washington. Desde allí responde durante una hora por Skype a las preguntas de CTXT. La entrevista empieza con las elecciones catalanas.
Cataluña vota el domingo, 27 de septiembre, en unas elecciones planteadas como un plebiscito. ¿Cree que hay un riesgo real de que España se rompa?
Es mucho más difícil ver desde fuera si un país camina o no hacia la desintegración. Pero algo importante ha pasado, y se refiere a la Unión Europea como un todo, no solo a España. Hay un libro muy conocido sobre la Europa de la posguerra mundial, titulado The European Rescue of the Nation-State. El relato de Alan S. Milward afirmaba que, durante los años 50, 60 y 70, las naciones deslegitimadas por la II Guerra Mundial se relegitimaron a través de la Unión Europea. Creo que esto empezó a cambiar en los últimos diez años, en parte porque las ideologías del nacionalismo fuerte perdieron atractivo, pero sobre todo porque se impuso la doctrina económica liberal. Al darse cuenta de que realmente no había alternativa, la gente empezó a mirar qué otras cosas podía cambiar. Esa es una de las paradojas del paquete de austeridad aplicado en España. El mensaje fue: “No hay alternativa, y si queréis seguir en la UE debéis aplicar estas políticas”. Así que Cataluña, que es una región rica, ha dicho: “De acuerdo, pero si eso es todo lo que ofrecéis, preferimos hacerlo solos”.
¿Y este caso se inscribiría en lo que se ha llamado “la rebelión de los ricos”?
Esto mismo pasó antes en el norte de Italia, en la Padania; y ahora está pasando en Cataluña. Al menos, de forma retórica. La actitud es: ya no queremos compartir más nuestra riqueza. Antes eran los pobres los que pensaban que iban a vivir mejor solos; ahora son los ricos. Escocia no es la parte más rica del Reino Unido, pero también creen que estarán mejor solos porque su política sería muy distinta de la que hace el Gobierno británico. El asunto es intrigante, porque estas regiones asumen que van a separarse de su estado pero quieren seguir siendo parte de la UE. Y es raro, porque la actual crisis de la UE no ofrece respuestas a esos países. ¿Es imaginable que Cataluña pueda funcionar sola mientras la UE se desintegra? Lo que hay que entender es que la retórica separatista funciona porque una de las consecuencias del “no hay alternativa” es el auge de las políticas identitarias. No sé hasta qué punto la crisis de los refugiados cambiará el cálculo de la gente sobre esto. Pero lo cierto es que solo hay una cosa mejor que ser independiente: mantener la retórica de la independencia.
Da votos y no obliga a casi nada…
Tiene muchos menos riesgos, por supuesto. En el momento actual, nadie puede prometer a Cataluña ni a ninguna otra región que si se separa de su Estado podrá volver fácilmente a la Unión Europea. Las cosas han cambiado mucho y ya nadie puede asegurar eso.
En Cataluña los independentistas nunca han sido más del 40% y su Gobierno nunca ha sido separatista. ¿Asistimos a un teatro o a un pulso real?
El problema es que cuando alguien habla insistentemente de algo, ese algo puede suceder aunque casi nadie lo quiera. Por supuesto, probablemente hay una parte de teatro; el problema es que la línea entre el teatro y la realidad es una frontera muy fina en la política actual.
¿Qué síntomas anuncian la desintegración de la UE? ¿Se parecen a los que precedieron al hundimiento de la Unión Soviética?
Hay al menos cuatro experiencias que debemos tomar en serio. Tres o cuatro años antes de 1991, los mejores sovietólogos de Estados Unidos declararon que una hipotética desintegración de la URSS era muy improbable, dada la gran interdependencia de su economía y sus infraestructuras. Y pese a todo, ocurrió. Desde ese punto de vista, cuando una fractura parece impensable aumenta el riesgo de desintegración. Creo que, pase lo que pase, la UE va a sobrevivir, probablemente haciendo cambios muy radicales en su naturaleza política. Pero pensar que una cosa es irrompible aumenta los riesgos de que esa cosa se rompa. La segunda experiencia de la que podemos aprender es que los economistas nunca aciertan a adivinar lo que pasará. Los economistas siempre creen que sucederán cosas racionales. La desintegración de la URSS y de Yugoslavia, desde ese punto de vista, no era posible. Cuando entramos en momentos tan inestables, la racionalidad económica no cuenta. La tercera cosa que debemos tener presente es que la desintegración no es un plan sino un accidente. En la URSS no había una mayoría que quisiera la desintegración en 1991, pero la gente que pensaba un año antes que aquello no era posible, un año más tarde empezó a pensar que era inevitable. Hay que entender que en estos procesos no siempre deciden las mayorías. En España las encuestas señalan que la mayoría no quiere la secesión, pero a menudo son las minorías activas las que impulsan esos cambios.
¿El cuarto síntoma?
Es un hecho que los grandes proyectos políticos nunca se desintegran desde la periferia. Grecia no puede desintegrar a la UE. Puede irse, pero eso no la desintegraría. Normalmente, es el centro quien decide eso. Fue Rusia la que desintegró la URSS. Fue Yeltsin el que básicamente decidió que estarían mejor solos. Por eso es extremadamente importante ver qué hace Alemania. Estamos viviendo cuatro crisis simultáneas en la UE, y en todas ellas Alemania tiene un papel crucial. La primera es la eurozona: ¿quiere Alemania estabilizar el euro a costa de cubrir el riesgo de todos los demás? Después está la crisis de Rusia y Ucrania. En la crisis del euro Alemania ha encontrado soluciones que han beneficiado a su economía. En la de Ucrania ha sufrido grandes daños económicos por intentar demostrar su liderazgo y para contentar a los estados del Este, sobre todo a los bálticos y a Polonia. Ahora, con la crisis de los refugiados, Alemania va a acoger a más gente que nadie. Pero, cuando ha pedido ayuda, los países del Este la han dejado tirada. Muchos en Berlín se habrán sentido traicionados, y algunos dirán “¿qué interés tiene esto para nosotros?”.
¿La cuarta crisis es la amenaza de salida del Reino Unido?
Si Londres decide salir de la UE, es dudoso que Alemania siga queriendo liderar una UE pequeña y provinciana. Para intuir qué pasará tenemos que ver qué hace Berlín y saber qué ocurre con los perdedores de la crisis. La UE ha presionado mucho a Grecia para imponer el tercer rescate, y en teoría parece haber triunfado. Ahora habrá que ver qué hace Grecia con su política exterior. ¿Será solidaria con las sanciones a Rusia? ¿Será leal a Berlín? La UE en este momento es como un malabarista con cuatro naranjas en el aire, y si una se cae…
Y entre tanto, el método comunitario ha sido destruido.
La Comisión Europea ya no tiene poder porque las naciones y las relaciones entre los socios han cambiado mucho. La crisis del euro ha dado alas a la izquierda radical que se opone a las políticas de austeridad. En Grecia se ha demostrado que cambiar la política económica es imposible, que fuera del euro hace más frío que dentro y que lo más prudente es aceptar las condiciones de los acreedores. Y por cierto este es otro gran factor de riesgo para la UE: la relación entre estados iguales ha sido sustituida por la relación entre acreedores y deudores. Ahora es completamente desigual, ya no es una relación entre socios: el poder es asimétrico. Tú me debes dinero, así que aplicas mis políticas. El intento de Syriza ha quedado abortado, por el momento. Tsipras se ha sometido a sus acreedores. Ahora habrá que ver qué pasa en España. Podemos parece pensar que la élite española es peor que la europea, mientras Syriza pone el foco en Europa –y por eso pacta con los nacionalistas.
Al otro lado tenemos a Viktor Orbán, y al norte a los Auténticos Finlandeses. ¿No le parece más peligroso para la UE el auge de la extrema derecha?
La crisis de los refugiados favorece el avance de la extrema derecha: como no podemos cambiar la política económica, cambiemos las fronteras. Además tenemos un problema demográfico grave. En muchos países pequeños del Este, la población está vieja. Y algunos mantienen una sospecha histórica contra el Islam. Bulgaria, por ejemplo, formaba parte del Imperio Otomano. Su nacionalismo se construyó en buena medida contra el Islam. Algunos de esos miedos son comprensibles: una anciana búlgara se siente inmigrante sin salir de casa, oye lenguas que no entiende, tiene miedo de que se acabe el sistema de bienestar… Esa presión llevará a la extrema derecha a robar muchos votos a la izquierda tradicional y a reivindicar las fronteras con la excusa de mantener el bienestar. Hay algunos datos importantes. Tras las elecciones europeas, una encuesta de IPSOS en 14 países estableció algunas diferencias entre los menores de 35 años y el resto. Para los más jóvenes, el género, la homosexualidad, no es un problema. Pero cuando les preguntan por la inmigración, no hay diferencias entre generaciones. Los jóvenes sin trabajo perciben la inmigración como una amenaza. Esta crisis puede cambiar muchas cosas en las políticas nacionales en muchas direcciones distintas. El este y el oeste reaccionan de forma diferente a la llegada de los refugiados. En occidente hay una onda de simpatía, y en Noruega el partido anti-inmigración ha perdido seis puntos; pero en otros países el rechazo no deja de crecer. ¿Cómo va a manejar la UE a la extrema izquierda y a la extrema derecha? Hasta ahora los dos extremos habían sido excluidos de los gobiernos. Durante 50 años. Pero ese modelo ya no aguanta. El juego va a cambiar. Y algunos países recién llegados no saben qué se puede y qué no se puede hacer en la UE. Si un solo país se opone a las decisiones de la UE, hasta ahora no utilizaba el veto, era como un botón nuclear. Pero muchos recién llegados no saben eso…
¿Orbán, por ejemplo?
Si los electorados presionan mucho, esos gobernantes populistas pueden llevar a la UE a un bloqueo total. Hasta ahora nadie ha querido enfrentarse a Bruselas ni declarar la guerra a Alemania. Pero criticar a Bruselas se ha convertido en la razón de ser de algunos Gobiernos. El populismo, la política de la protesta, debe tener su sitio en democracia; a menudo esos partidos intentan cambiar un sistema de partidos que se ha corrompido o alejado de su función democrática, y presentan propuestas útiles para mejorar la vida de la gente. En los estados-nación es menos peligroso, pero si esos partidos dominan la UE puede ser una bomba. En Grecia, por ejemplo, Syriza ha sido una buena noticia. El sistema griego estaba tan podrido, tan corrupto, que la limpieza era necesaria. El problema es cómo se juega ese partido en la UE. Y eso aumenta mucho el riesgo de ruptura. ¿Marine Le Pen quiere realmente sacar a Francia de la UE? ¿En qué favorecería eso a Francia? Le Pen es una tipa lista, y seguramente no quiere que Francia salga de Europa, como el Gobierno catalán. Pero se aprovecha de la retórica antieuropea. La gran paradoja es que las nuevas generaciones son mucho más europeístas que las anteriores. Adenauer y los demás fundadores defendían los estados-nación. Ahora los gobernantes son más europeístas, incluso en su forma de vivir y de moverse. Pero su lenguaje, incluso su lenguaje corporal, es cada vez más antieuropeo.
Y Bruselas se lleva todas las culpas, aunque el poder está en Berlín.
Bruselas es cada vez más débil; antes era una especie de guardería institucional, el lugar donde residía el poder administrativo, si no el político. Ahora si te invitan a dar una conferencia en Bruselas y en Berlín, todo el mundo opta por Berlín, si puede elegir. Sabes que tus argumentos serán escuchados donde se toman las decisiones. Hasta la crisis financiera, la UE era una máquina de convergencia. Antes de la crisis, entrar en la UE siendo un país pobre significaba que disminuiría la distancia con los países ricos. Con la crisis, las distancias entre España, Portugal y Grecia con Alemania se han agrandado. La convergencia era una buena parte de la legitimidad de la UE. Pero los nuevos países, las nuevas generaciones, no conocen ni recuerdan los valores fundacionales de la UE. La paz se da por hecha. La prosperidad, en cambio, ya no funciona como reclamo: el 60% de los europeos creen que sus hijos vivirán peor que ellos. Tristemente, antes pensábamos que el futuro era nuestro, que el modelo europeo sería universal. Ahora sabemos que es excepcional. En cuanto a la soberanía, no solo países autoritarios como China, sino también democráticos como India, Brasil o EEUU caminan en otra dirección. Y, además, somos pequeños. La demografía dice que en 2040, los europeos seremos el 5% de la población mundial. No sabemos qué nos deparará el futuro. Antes éramos el centro del mundo. En Bulgaria, entre 1913 y 1920, había medio millón de refugiados en países cercanos. Cuando volvieron, hubo un alto nivel de solidaridad aunque el país era muy pobre. Ahora nos preguntamos ¿por qué vienen los inmigrantes a Europa? ¿Por qué no vamos nosotros allí?
Hablemos de Volkswagen. Ha muerto un mito empresarial europeo. ¿Es solo un asunto económico o es también un hecho político?
Es un hecho altamente simbólico. Hemos hablado de los alemanes buenos y de los alemanes malos, pero nunca habíamos hablado de los alemanes tramposos. Era una empresa muy respetada, no sé qué pasó exactamente pero mi impresión es que ha sucedido algo muy gordo. Mis amigos griegos me dicen que ahora ya no les podrán dar lecciones sobre las cuentas y las estadísticas falsas… Pero es un hecho dramático, muy serio: ha caído un cimiento fundamental de Europa, y eso va mucho más allá de la calidad de los coches alemanes. Antes todos pensábamos: los alemanes son serios, dicen la verdad… Es cierto que hay una gran diferencia con los griegos. El consejero delegado ha dimitido de inmediato. Funciona la rendición de cuentas. Y eso es también Alemania. Es como si todo estuviera en revisión. La gente dice que los alemanes son muy cerrados. Pero recordemos el apoyo popular a la decisión de aceptar a casi un millón de refugiados. Eso no es fácil, Alemania no es un país de inmigración como Estados Unidos. Y por cierto, Donald Trump podría ganar las elecciones en varios países de Europa del Este. Lo importante es que todo lo que parecía fundamental, todo lo que formaba parte de nuestra esencia, ha cambiado o va a cambiar. Pienso mucho en eso estos días. En 1989 yo tenía 24 años y el comunismo parecía sólido como una roca, iba a durar para siempre. De repente se cayó, y entendimos cómo es de frágil el mundo. Esta última crisis europea es lo mismo: alemanes, franceses, suecos han vivido 50 años fuera de la historia, en una estabilidad sin precedentes. Y ahora sabemos que todo es posible, incluso que VW mienta como una pequeña empresa griega. Antes, para comprarte un coche alemán, no pedías una inspección. Ahora habrá que pedirla. Al mismo tiempo, Oriente Medio y Siria nos enseñan los límites de lo que se puede hacer y no hacer. Un veterano diplomático estadounidense dijo ayer en una charla: “Invadimos Irak y salió mal. En Libia no ocupamos y salió mal. En Siria no intervinimos y salió mal”. Ya no se trata de elegir entre la buena y la mala decisión. Ya no estamos seguros de nada, y ese altísimo nivel de inestabilidad multiplica las paranoias. Pensábamos que la globalización de las democracias iba a consolidar la paz en el mundo; no parece el caso. Pero sí hay un despertar político global: en 20 años, millones de personas que no participaban en política han entrado en ella, reclaman sus derechos, exigen más justicia. Y eso está teniendo las dimensiones de una catástrofe natural…
El mundo cambia a una velocidad impresionante. ¿Avanza o retrocede?
En 1980, una encuesta descubrió en Nigeria que no había conexión entre felicidad y riqueza. Hoy esa percepción ha cambiado radicalmente. En Nigeria en los años ochenta no tenían televisión, no sabían cómo vivían los alemanes, los ricos. Antes nos comparábamos con el vecino, ahora todo el mundo se compara con el vecino que ve en la televisión. Vivimos en la dictadura de las comparaciones globales. Los problemas son nuevos y las desintegraciones son muy distintas. Pero no podemos pensar que Europa está equivocada. Los estados nación están más equivocados. ¿Cómo podrán los pequeños estados enfrentarse a ese mundo gigantesco? ¿Realmente Cataluña y España estarán mejor separadas? ¿Y Hungría piensa de verdad cerrar las fronteras y largarse de Europa? ¿Qué van a hacer, matar a miles de refugiados en la frontera? ¿A cuántos estarían dispuestos a matar? La retórica está muy bien, pero si les preguntas “¿qué haréis?”, todas las opciones radicales se paran. Estos días he estado comparando el programa económico de Syriza con el de Mitterrand de 1981. Mitterrand estaba a la izquierda de Tsipras. Nacionalizaciones de la industria pesada… Cosas que Syriza nunca haría. Es curioso: mantenemos sentimientos y actitudes radicales, en ausencia de proyectos radicales.
¿Quizá porque el marco de referencia ha girado a la derecha? Varoufakis, que disiente radicalmente del sistema, ha sido eliminado…
Todo el mundo tiene miedo a caminar solo. Varoufakis dijo que estaba preparado para volver al dracma. No sé si lo estaba o no, aunque tiendo a creer que solo estaba dispuesto a echarse un farol con los europeos. Hay dos tipos de “No hay alternativa”; uno es “podéis cambiar de gobierno, pero no cambiaréis la macroeconomía. El déficit es como los derechos humanos, y lo incluimos en la Constitución”. La otra versión es China o Rusia: “Podéis cambiar nuestra política económica, pero no cambiaréis el gobierno”. Eso supone una gran transformación. Durante la guerra fría se excluía del debate la política de seguridad. Recordemos los misiles en Alemania en los años 80: demasiado importante para dejar decidir a los electores. Ahora es la política económica la que está fuera del debate. No tanto porque el marco haya virado a la derecha, sino porque las sociedades han perdido la palanca de los ricos. Cuando los ricos eran dueños de las tierras, no podían marcharse. Tenían que negociar con los campesinos. Ahora, cuando los inversores se sienten mal en un país, se van a otro. La movilidad de las élites hace imposible aplicar políticas de izquierda. Hollande prometió gravar con un 70% de impuestos a las grandes fortunas. Ganó, pero se dio cuenta de que los ricos se iban a ir y se echó atrás. Vivimos la crisis de la interdependencia, y esa es la tragedia de la UE. Lo mejor es que somos interdependientes, y a la vez es lo peor. Rusia: creíamos que cuanto más dependiéramos del gas, más difícil sería un conflicto militar. Pero sucede, les sancionamos y nos hacemos daño a nosotros mismos. Todas las crisis acaban convirtiéndose en nuestra crisis. Libia: si vas, generas refugiados; si no vas, también…
¿Podemos seguir siendo sociedades democráticas con tanta interdependencia?
Eso es lo que hace tan profunda esta crisis. Interdependencia es lo que queríamos para huir de las guerras, del tribalismo, del nacionalismo. Cuando la alcanzamos, vimos que tiene su lado oscuro. ¿Es mejor regresar a lo anterior? Un libro de historia descubrió que cuando los agentes en juego tienen una visión optimista del futuro, la interdependencia económica supone paz. Y que cuando la visión de los actores es negativa, la interdependencia económica se convierte en fuente de conflicto y guerras. Estamos en esa encrucijada.
¿Apostaría por la ruptura de Europa?
Me gusta la gente que piensa que nos estamos yendo al infierno. Pero prefiero pensar que el infierno no es la única opción. La suerte es que hay una dinámica positiva: por primera vez, a causa de la crisis actual, los individuos europeos hemos sentido que somos europeos de una forma no retórica, sabemos cuán dependientes somos de los otros europeos. Los españoles han entendido que deben estar más atentos a Merkel que a su propio presidente. La crisis de los refugiados prueba que la mejor forma de manejarlo es entre todos. No sé si la solución es una Europa federal, pero creo que vamos hacia una comunidad basada en una solidaridad menos retórica. Es verdad que no parece haber alternativas. Volver a un pasado de Estados desconectados no debería ser una alternativa factible. El problema es cómo regular las conexiones. Pero no creo que podamos permitirnos volver al pasado.