El largo y sostenido esfuerzo, durante décadas, de los hacedores de paz en Colombia comienza a dar sus frutos, mediante el nuevo impulso recibido con la mediación venezolana, cubana, noruega y papal. El apoyo de Raúl Castro y el gobierno cubano, así como las recientes declaraciones del papa Francisco ayudaron poderosamente a destrabar un largo proceso de negociaciones que parecían interminables. Fueron decisivos los paros campesinos y las movilizaciones de los indígenas de Colombia que, simultáneamente al conflicto con Venezuela en la frontera debido al contrabando de bienes subsidiados de este país y a la infiltración de paramilitares colombianos en la República Bolivariana de Venezuela, colocaron al presidente Juan Manuel Santos ante una presión social interna y otra externa y lo obligaron a no ceder ante la presión y el chantaje de la ultraderecha colombiana dirigida por el ex mandatario Álvaro Uribe.
La división de las facciones burguesas colombianas sobre cómo resolver la inestabilidad social –expresada en la disputa entre el agente de Estados Unidos y ultrarreaccionario Uribe, que tiene fuerte apoyo militar y paramilitar, y el conservador y derechista Santos, perteneciente a una familia importante de la oligarquía tradicional– debilita a las clases dominantes que gobiernan ligadas a Washington (Estados Unidos tiene siete bases en Colombia y ha firmado con Bogotá el Plan Colombia, que amenaza a Venezuela, Ecuador y Brasil). Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), por su parte, están debilitadas por la muerte o asesinato de importantes dirigentes y por la pérdida de miles de miembros. Hugo Chávez les dijo ya en 2010 que no tenían futuro como movimiento armado; por lo tanto, en esta situación sin salida en la que todos están desgastados no tienen otra opción que las negociaciones de paz que son también vitales para Ecuador, Venezuela y Cuba, en particular, que buscan hacer frente a las maniobras hostiles del imperialismo.
La lucha entre dos aparatos militares, el de la guerrilla, menor, y el del Estado, lleva al inevitable fracaso del primero si no tiene apoyo político mayoritario y un programa revolucionario. Además, conduce a la degeneración de los originales movimientos campesinos de autodefensa, que recurren a secuestros, reclutamiento forzado o acuerdos con los delincuentes para obtener armas y pierden apoyo social hasta para las negociaciones de paz.
Pero la historia pesa mucho, particularmente en un país como Colombia que nunca llegó a constituir realmente un Estado debido al peso de las oligarquías locales, las cuales mantuvieron hasta fines de la primera mitad del siglo XX las guerras civiles que ensangrentaron a otros países latinoamericanos en el siglo XIX.
La matanza de liberales y de obreros y campesinos culminó en 1948 con el asesinato del senador liberal Jorge Eliézer Gaitán, crimen que llevó al sangriento Bogotazo y a los años de la Violencia, con más de 200 mil muertos y millones de desplazados. Los campesinos liberales alzados en armas se aliaron con los comunistas y formaron la llamada República de Marquetalia, en lucha contra el poder central, los conservadores y la derecha del Partido Liberal. En 1970, ante el fraude que dio la presidencia a Pastrana, de las filas de la izquierda socialista de la Anapo de Rojas Pinilla surgió un nuevo frente guerrillero –el Movimiento 19 de Abril (M19)– que años después se unió con las FARC, el EPN y el EPL en una Coordinadora Guerrillera Bolivariana, y en los primeros años 80 negoció la paz en el Acuerdo de Corinto con el gobierno, que no cumplió. Posteriormente, el M19 entregó las armas y se convirtió en un partido legal, la Alianza Democrática M19, cuyo dirigente Carlos Pizarro fue asesinado alevosamente en 1990, al igual que centenares de militantes. La ADM19 dio origen al Polo Democrático Alternativo, y ex dirigentes del M19, como Gustavo Petro, alcalde de Bogotá o Navarro Wolf, se destacan actualmente entre los progresistas.
En el ala izquierda y progresista de Colombia pesan, por lo tanto, los recuerdos del fracaso del Acuerdo de Corinto en los años 80 y de la ola de asesinatos de quienes dejando las armas optaron por una vida política legal y de cientos de sindicalistas y militantes obreros.
Por eso es tan difícil en Colombia el camino de la paz: no basta con que el gobierno de turno se vea obligado a aceptarla dientes para afuera, sino que es necesario que las empresas, la ultraderecha y Estados Unidos (una verdadera trinidad) cumplan con los acuerdos firmados tras el desarme de las guerrillas mientras se siguen rearmando los militares y paramilitares.
No hay otra salida que la paz, que permitiría la vuelta a sus hogares de millones de refugiados y podría abrir la puerta a un proceso de reforma agraria radical para satisfacer las necesidades de los campesinos y los indígenas y cambiar la situación en la frontera entre Colombia y Venezuela que casi llevó a un enfrentamiento armado. Pero las garantías establecidas en el proyecto de acuerdo FARC-Santos sólo podrán ser eficaces si el acuerdo de paz en La Habana permite construir en el futuro próximo un vasto movimiento social y político progresista en Colombia.
El 25 de octubre se deberían realizar en Colombia las elecciones regionales que elegirán los gobernadores. El plazo de la negociación de la paz y de actuación de lo acordado es mucho más lento que el electoral y eso favorece a los poderes locales de la ultraderecha. Pero las negociaciones de paz podrían estimular la reorganización del progresismo y permitirle lograr nuevamente la alcaldía de Bogotá y posiciones políticas de fuerza propia entre los frentes del conservador Santos, ex ministro de Defensa de Uribe, y la ultraderecha uribista, ligada al narcotráfico y dependiente de Washington y dar nuevas fuerzas al movimiento obrero, campesino e indígena. No habrá paz real en Colombia sin un cambio radical en la relación de fuerzas entre las clases que conduzca a la unificación real, desde abajo, del país que se disputan las oligarquías.