En la monarquía presidencial chilena cuando el rey o la reina sufre un percance pierde popularidad, se debilita el régimen político en su totalidad y se cae, por lo tanto, en lo que algunos audaces analistas denominan “vacío de poder”. Esta es la consecuencia fundamental del presidencialismo absolutista borbónico chileno, pues no existe ningún fusible al cual eliminar a fin de tratar de salvar el sistema político. En un régimen parlamentario o semipresidencial bastaría con cambiar al Primer Ministro para tener un gobierno completamente nuevo.
La característica autoritaria del presidencialismo chileno que, en muchos casos de nuestra historia bastaría con golpear al rey o la reina, incluso con malas prácticas, que lindan con ataques arteros, es tan grave y perjudicial que, en varios episodios de nuestra historia, los Presidentes mártires han sido vilipendiados y denostados por la Prensa y la opinión pública, preferencialmente: en 1891, José Manuel Balmaceda era llamado el “champudo” y, algunos parlamentarios, lo declararon enajenado mental, por consiguiente, interdicto para gobernar; a Salvador Allende lo apodaban “Johnny Walker”, para significar que era un borracho consuetudinario; en la actualidad, algunos epítetos se pronuncian contra la Presidenta de la República, Michelle Bachelet.
El parlamento, desprestigiado como está, en Chile tiene nulo poder y respetabilidad, por consiguiente, por muy odiados que sean los congresistas, en un gobierno presidencial no mandan nada y son la antítesis de los poderes del parlamentarismo, sistema en el cual no hay diferencia entre el Ejecutivo y el Legislativo.
En una democracia normal – no bancaria como la chilena – los partidos políticos pueden canalizar a la opinión pública; en la chilena dependen y representan sólo a las grandes empresas y a la Banca, por lo tanto, no hay ninguna exageración en cambiarles los nombres y denominarlos, por ejemplo, Partido Penta, Banco de Chile, COPEC, y otros.
Me parece que los fiscales no deben limitarse a criminalizar sólo a la clase política, sino, y sobre todo, dirigirse a quienes la cohechan – salvo Penta, hasta ahora ninguno de los grandes dueños y directores de otras empresas ha sido formalizado, por ejemplo, los Luksic, los Ponce Lerou, los Angelini se pasean como perro por su casa, sin inmutarse pues, al fin y al cao, nada más fácil que cambiar de mozos, pues creen que todo hombre tiene un precio -.
Nunca como hoy la ciudadanía ha estado más lejos de las castas políticas: hay una mezcla de indiferencia y pasividad frente a los asuntos de la polis que sólo pueden anunciar una mantención del statu quo y del inmovilismo o bien, un quiebre del sistema, cuyas características no podemos visualizar en la actualidad.
Nada me parece más insensato que acudir al optimismo bobalicón, y confieso que cada día estoy más pesimista respeto al porvenir – en el corto y mediano plazo – pues los datos de la realidad no pueden sino confirmar que estamos tocando fondo.
A mi modo de ver, abstenerse de participar en las elecciones no tiene ninguna utilidad para pronunciarse contra el sistema oligárquico neoliberal imperante. El escritor José Saramago en su obra Ensayos y lucidez sostenía que el político Mario Soares, ex Primer Ministro de Portugal, le decía que lo que más les puede convenir a las castas en el poder es “que la mayoría de la gente se abstenga, pues siempre son elegidos en forma más fácil y más barata y nadie podrá cuestionarse su legitimidad”.
En la misma obra, Saramago proponía, por ejemplo, que el 80% de los electores votara en blanco, mostrando su rechazo perentorio a la democracia bancaria y que nadie podría cuestionar, pues los electores se inmovilizaron para manifestar su voluntad soberana. Este hecho se convertiría en una verdadera “revolución no violenta” contra las castas en el poder.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
04/09/2015