Si alguien creyó, por un momento, que las castas políticas se iban a auto reformar y aprobarían en el Parlamento proyectos que perjudicaran sus intereses pecuniarios y de poder, puede constatar hoy que era una quimera, un ansiado sueño, que estaba a años luz de la realidad. Eduardo Engel, presidente de la Comisión de Probidad y Transparencia, se pregunta actualmente “qué ha ocurrido con las veintiuna iniciativas legales y las catorce medidas administrativas”, que emanan del documento presentado a la Presidenta de la república, en ceremonia solemne, hace apenas unos meses.
A Michelle Bachelet le llueve sobre mojado, pues ella misma afirmó que, personalmente, se iba a encargar de la agenda de probidad y transparencia, sin haber presupuesto que los parlamentarios de los mismos partidos políticos que conforman la Nueva Mayoría iban a bombardear sus iniciativas de ley al respecto.
Desde 1911, cuando Robert Michels publicó La ley de hierro de las oligarquías, los partidos políticos, en general, se ha convertido en máquinas burocráticas de poder. Si sostenemos no puede haber democracia sin el concurso de los partidos políticos podríamos – siguiendo a Michels – que no hay democracia sin burocracia, es decir, no hay democracia sin élites en el poder.
Los partidos políticos, se entiende, no pueden vivir sólo del aire, en consecuencia podrían considerarse algunas alternativas para financiarse: 1) depender del aporte de las empresas, como ocurre aún en la actualidad – pertenecer al partido Penta, de SQM o del Banco de Chile -; 2) Ser un partido de notables – como los conservadores y liberales en la época parlamentaria, financiado por un puñado de oligarcas que, a su vez, integraban los directorios – como ha ocurrido en la actualidad, por ejemplo, en el caso de Carlos Larraín y su partido, RN; 3) que los partidos políticos sean financiados por el Estado, es decir, por todos los chilenos.
Las dos primeras alternativas no son viables hoy por hoy. La tercera, el financiamiento público de los partidos políticos se encuentra con tres dificultades: en primer lugar, el desprestigio de los partidos ante la opinión pública – ha caído al 5% de apoyo -; en segundo lugar, la corrupción de las instituciones que emanan de la soberanía popular; 3) los recursos públicos constituyen un bien escaso, por lo tanto, el Estado no puede darse el lujo de despilfarrarlos en caudillos que usan el clientelismo para mantenerse en el poder al interior del partido y, así, determinar a dedo los candidatos de representación popular y, sobre todo, de repartirse el botín del Estado.
Los partidos políticos chilenos son una verdadera caja negra: nadie sabe cuántos militantes tiene cada uno de ellos y, en las campañas internas el padrón se abulta, sobre todo, cuando llega el momento de asaltar el erario público; por ejemplo, en el Partido por la Democracia (PPD), explotó el famoso caso del parlamentario Guido Girardi, que usó infraestructura y fondos de la Cámara para hacer campaña interna; en el caso del Partido Socialista, nadie sabe cuál es el número de militantes; la Democracia Cristiana es un partido que no sobreviviría ni un solo día si “gozara del banquete” de las empresas fiscales; en el caso de la UDI, mejor no detenernos demasiado en su análisis, pues su democracia interna es nula.
El primer paso hacia la transparencia es evidente: habría que obligar, por ley, a los partidos a la reinscripción de sus militantes; el segundo paso, consistiría en exigir democracia interna de los partidos, a fin de que los caudillos se mantengan en el poder por más de un período reglamentario; el tercer paso es exigir que los partidos políticos cumplan su función histórica de formación cívica, tanto de sus militantes, como de la ciudadanía en general; el cuarto paso se daría cuando la elección de dirigentes y candidatos que emanen de la soberanía popular emerjan desde las bases.
El dinero fiscal en la política no puede ser entregado a dirigentes ladrones, por consiguiente tendrá que reglamentarse e implementarse una fuerte fiscalización por parte de SERVEL, y aquellos que trasgredan las leyes de probidad sufrirán, no sólo la pérdida del cargo, sino también penas aflictivas. Es muy ridículo, por ejemplo, el soborno y el cohecho tengan penas alternativas a la cárcel y que los parlamentarios corruptos salgan ilesos, gracias al famoso fuero.
Personalmente, pienso que el caso chileno es muy similar al italiano, en consecuencia, nada ganamos con documentos bien elaborados sobre probidad y transparencia si el sistema político está podrido desde dentro, incluso, puede ocurrir, como en Italia, que los socialistas desaparezcan, que los democratacristianos se dividan en varias fracciones, pues en Chile puede ocurrir otro tanto, por ejemplo, que la Alianza se llame “Flor de Lis” o la Concertación “Mata de Arrayán Florido”.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
31/08/2015