Curiosa la relación que el pueblo chileno (y supongo otros pueblos también) desarrollan con sus fuerzas armadas: por un lado ellas infunden un cierto temor—mal que mal son los que tienen las armas—que se traduce en que la gente toma cierta distancia de ellas aun cuando uno sepa que su accionar está circunscrito por la institucionalidad existente. Es como cuando uno visita un zoo y se acerca temerario a la jaula de los tigres sabiendo que el animal tiene su perímetro cercado por las rejas, pero aun así, uno se acerca con cierta aprensión. Por otro lado, también está esa otra parte de la relación: la de identificación con lo que a uno le enseñaron en la escuela, eso de “las glorias militares” y entonces se da ese hilo de simpatía particularmente manifiesto en ocasiones como las fiestas patrias.
Los militares chilenos habrán cometido miles de crímenes, pero por lo que yo veo a la distancia en la televisión, para cada Parada Militar en Santiago la gente se traslada en gran número para ver y aplaudir el desfile. De algún modo uno puede decir también que esos muchachos y muchachas que desfilan—al menos en su inmensa mayoría—no tienen nada que ver con los militares que cometieron los abusos a los derechos humanos durante la dictadura. En los hechos seguramente muchos de esos que desfilan pueden sentir un auténtico repudio hacia esas acciones, aunque esto no hay manera de saberlo.
Pero lo que quiero resaltar aquí—más allá de cómo el personal militar, tanto la oficialidad como la tropa, se siente respecto de ese período—es esa doble percepción que la ciudadanía tiene respecto de las fuerzas armadas. Una relación en que seguramente se dan muchas emociones: desde el odio que algunos de manera legítima les puedan sentir especialmente si tienen parientes que fueron hechos desaparecer o ellos mismos fueron torturados durante la dictadura, pasando por sentimientos de aprensión y desconfianza, hasta los sentimientos de identificación y aprecio que—no nos engañemos—existen no sólo entre unos cuántos “fachos” nostálgicos de la dictadura, sino también entre gente común y corriente, incluyendo a muchos izquierdistas donde basta escarbar un poquito para hallar por allí escondido también su corazoncito chauvinista (“ocupamos Lima por tres años”, “le sacamos la mugre a los bolivianos” y peor aun: “y si nos buscan mucho el odio lo hacemos de nuevo…”) Como para preguntarse ¿en qué quedamos entonces?
Concedamos que en Chile—y también en otros países como Estados Unidos, pero no mayormente en Canadá país donde vivo y una de las razones por la que lo aprecio mucho—existe una fuerte cultura de militarismo. En algunos círculos más progresistas eso incluso permite racionalizar ciertos aspectos de la historia reciente como la brutal dictadura de Pinochet: eso habría sido un paréntesis en la que de otra manera sería una historia gloriosa. La dictadura habría sido una aberración, incluso desde la perspectiva de la trayectoria militar misma. Ello se ve reflejado por ejemplo en las recientes declaraciones del Ministro de Defensa José Antonio Gómez de que “éste es otro ejército”. Claro, puede serlo en términos generacionales pero lo importante es que si lo es también en términos de su doctrina y su esencia. Y la verdad es que a juzgar por actitudes recientes como la denuncia del juez Alejandro Solís de cómo su nombramiento a un puesto asesor en materia de derechos humanos por parte de la Corte Suprema motivó presiones que lo llevaron a renunciar, es legítimo preguntarse si el ejército y las otras ramas de las fuerzas armadas son efectivamente “otras” o más derechamente, si tienen una real vocación democrática.
Ahora bien, como he señalado más arriba esto no lo podemos saber, a no ser que se condujera una encuesta de opinión al interior de la oficialidad y tropa de las fuerzas armadas para así enterarnos de sus opiniones políticas; algo impensable. Entonces no queda otra alternativa sino la de introducir el tema del rol de los militares en la sociedad chilena en la agenda de discusión. De nuevo, para muchos eso es un tema tabú pero en la medida que no se aborde seguiremos con una actitud hipócrita de hacer como que la civilidad no le teme ni desconfía de los militares, y por parte de los uniformados de hacer como que se cree y se respetan las prácticas democráticas. En el fondo un status quo que favorece a los políticos conservadores y a los aprensivos que no quieren sacar estos trapitos al sol, y que favorece también a militares que quieren mantener su condición privilegiada de estanco cerrado, un estado dentro de otro estado con sus propias reglas y prácticas que sin embargo para subsistir sí se vale de los recursos que el estado central (esto es, todos los chilenos) le prodiga generosamente.
Habría entonces que plantearse seriamente una plataforma o programa de acción respecto de las fuerzas armadas, especialmente si—como sería lo democrático—llegáramos a tener una asamblea constituyente que necesariamente enfoque el tema militar y su rol en la sociedad (incluso si esa instancia no se materializara, el tema militar surgiría en cualquier otro formato constituyente que se impusiera, sólo que seguramente sin las posibilidades de un profundo re-planteamiento de ese rol militar).
¿Y cómo habría que repensar a las fuerzas armadas y su rol? Por cierto en esto hay que buscar un equilibrio entre ciertas aspiraciones demasiado utópicas y un realismo que termine diluyendo todo. A uno quizás le podría gustar el ejemplo de Costa Rica que simplemente abolió sus fuerzas armadas, pero en términos reales eso no sería posible para Chile (y si se me permite una digresión personal a partir de mis propias preferencias, en una tal abolición sólo dejaría en pie a las bandas militares, puede ser algo que asimilé en mi infancia cuando mi padre me llevaba a ver desfiles, pero hasta ahora me agradan mucho las bandas militares y sus desfiles, y hasta mis amigos pacifistas concurrirán conmigo en que un mundo ideal que redujera los cuerpos militares sólo a sus bandas de música sería algo completamente inofensivo).
Volviendo a lo central de mi propuesta, lo primero que habría que hacer es eliminar el Servicio Militar Obligatorio (SMO), simplemente por ser una institución medioeval contraria a los principios de libertad y derechos individuales. En efecto, el SMO tal como se practica en Chile es un heredero de la práctica feudal en que el señor forzaba a todos los campesinos que vivían en su tierra a enrolarse en su ejército cuando tenía alguna rencilla con otro señor feudal o cuando entraba en alianza con el rey para invadir otro país o aplacar a señores rebeldes, o por el contrario para embarcarse él mismo en alguna conspiración contra el monarca. Con la consolidación del estado-nación en Europa a fines de la Edad Media el rol de reclutador principal y único, pasó a ser el gobierno central que empezó a mantener un ejército permanente. En buenas cuentas la conscripción militar—en cuanto remanente feudal— es la última de las formas de servidumbre. La tradición del reclutamiento forzoso fue transmitida a Chile porque esa era la costumbre también en España y en la mayor parte de los países europeos (Gran Bretaña y países formados en esa tradición de la cultura militar son unos de los pocos que siempre tuvieron un servicio militar voluntario, aunque en tiempos de guerra Gran Bretaña impuso conscripción—uno de los más célebres objetores de conciencia y que fue a la cárcel por ello, fue el filósofo Bertrand Russell durante la Primera Guerra Mundial—Canadá que tampoco tiene servicio obligatorio, impuso conscripción luego de un referéndum durante las dos guerras, Estados Unidos, la mayor potencia militar, eliminó la conscripción después de la tremendamente impopular Guerra de Vietnam).
Respecto de la voluntariedad del servicio hoy en Chile hay quienes dicen que este ya es el caso y que por tanto no habría necesidad de hacer cambio alguno, pero en realidad la ley que lo hace obligatorio aun está en vigencia y si el número de voluntarios en un año dado no alcanza la meta fijada por los reclutadores, la diferencia se llena con obligados. A mí personalmente me ha extrañado que en las muchas movilizaciones estudiantiles este tema nunca haya sido mencionado, sería muy bueno ver a los jóvenes chilenos negándose a inscribirse y a hacer el servicio militar como algo obligatorio. Por cierto, como debe ser en una sociedad democrática, aquellos que sí tengan una vocación militar tendrían todo el derecho a enrolarse y las escuelas o universidades donde estuvieran estudiando darle todas las facilidades del caso. (Yo mismo tengo una sobrina que decidió hacerlo porque le gustaba).
Por lo demás, los propios expertos en materia militar hoy están de acuerdo que en estos tiempos lo que se requiere es más bien unas fuerzas armadas formadas por profesionales, por gente que realmente haya elegido esa carrera antes que gente forzada a enrolarse y que por eso mismo es más difícil de adiestrar y menos fiable en caso de una situación bélica. La carrera militar en este sentido debe verse como cualquiera otra, no sólo para la oficialidad y sub-oficialidad sino también para quienes constituyen en última instancia los “trabajadores” del arma. Así como se requiere (o aspira) a que la gente que hace otros trabajos lo haga con cierto grado de dedicación y profesionalismo lo mismo debe esperarse de los que integren la milicia.
La segunda medida importante debiera ser la de la democratización de las escuelas de formación de oficiales en las tres ramas de las fuerzas armadas, un 50% de las matrículas debiera reservarse para becados de escasos recursos y para postulantes destacados que provinieran de las mismas filas militares, como suboficiales y reclutas. En el mismo sentido de democratización, así como se habla de poner cuotas de al menos un 40% de mujeres en el parlamento, se debiera imponer cuotas similares para mujeres en las escuelas de formación.
La noción de las fuerzas armadas como estancos cerrados debe también desmantelarse y una vez más, las escuelas de formación sería un buen lugar para empezar. La Escuela Militar, la Naval y la de Aviación impartirían todos los cursos y formaciones prácticas propiamente especiales de cada una de esas ramas militares, pero los cursos generales como historia, ciencia política, geografía, idiomas, filosofía, psicología, sociología, economía deberían ser cursados en universidades junto a estudiantes civiles. Como contrapartida, las escuelas de formación militar podrían también ofrecer a civiles algunos cursos de su especialidad o incluso formas básicas de formación militar para quienes quisieran ser reservistas. Ello posibilitaría un mayor contacto entre futuros militares y los civiles, de paso ayudando a diluir esa visión del mundo militar como un mundo aparte, algo casi comparable a la vida que monjes y monjas solían hacer antes.
En este mismo sentido de terminar con ese mundo segregado de los militares, la justicia militar sólo debe aplicarse en situaciones que ocurran al interior de las fuerzas armadas, toda otra situación, incluyendo hechos que incluyan a militares y civiles deben ser tratadas por la justicia ordinaria. Además los carabineros en tanto fuerza policial deben ser excluidos del sistema de justicia militar y todos los casos que los involucren ser tramitados en los tribunales corrientes. Esta fuerza policial debe ser considerada simplemente como un cuerpo civil, sin fuero militar de ninguna especie.
Por último un tema aun más espinudo ¿podría haber sindicatos de soldados, marineros y aviadores? No sé si llamarlos así, pero debe permitirse que el personal militar, de todos los niveles, puedan tener alguna forma asociativa gremial. Debe instituirse también una oficina autónoma, lo que aquí en Canadá se llama un ‘ombudsman’, que escuche los reclamos que el personal militar pueda tener (uno de los temas más comunes tanto aquí en Canadá como en Estados Unidos, ha sido el problema del acoso sexual que las mujeres integrantes de las fuerzas militares sufren, no se ha oído mucho de eso en Chile probablemente porque las mujeres aun son pocas y su presencia en las fuerzas relativamente nueva, pero me imagino que el problema debe existir también).
Por años se ha venido repitiendo la monserga que cualquiera iniciativa que lleve a los militares a salir de ese estanco cerrado conllevaría su politización y en general su “contagio” con otras actitudes propias de la civilidad que no serían aconsejables para la tropa (supuestamente: relajo disciplinario, debilitamiento del patriotismo, relativismo moral, etc.). El argumento de la politización es por cierto hipócrita y falaz: las fuerzas militares siempre han estado politizadas, lo que sí ocurre es que esa politización—al menos en Chile—siempre ha sido mayoritariamente de derecha. Posibilitar a que los militares, incluso desde su etapa estudiantil (yo apoyo que los estudiantes de las escuelas de formación puedan formar centros de alumnos y tener elecciones internas para elegir a sus dirigentes) sean expuestos a un abanico más amplio de opciones políticas contribuiría a hacerlas más democráticas también. Respecto del argumento de que una tal politización abierta (ya digo que la encubierta, con un claro sello de derecha, ya existe) entorpecería la eficacia del accionar militar: que los subalternos podrían desconocer órdenes o instrucciones de un superior que tuviera ideas políticas diferentes, se lo puede descartar simplemente recurriendo al carácter profesional que se espera que los integrantes de las fuerzas armadas tengan en todo momento, en especial en instantes críticos. Por ejemplo, para poner un caso igualmente crucial, si en un hospital un médico con una conocida adhesión a la UDI está operando del corazón a un paciente ¿acaso una enfermera que sea comunista y esté asistiendo en el procedimiento va a desconocer sus órdenes por diferencias ideológicas con el cirujano? Ciertamente no.
Por supuesto en esto del cumplimiento de órdenes estamos hablando de lo que incluso en el cuerpo de Marines de Estados Unidos se llama “órdenes legítimas”, dejando lugar a que en casos excepcionales órdenes que contradigan principios fundamentales—derechos humanos por ejemplo—no sólo puedan ser desobedecidas sino además denunciadas. Un nuevo estatuto legal que regule el funcionamiento militar en Chile debe contemplar esa figura también y el número uno en la lista de órdenes que no deben ser obedecidas debe estar la de levantarse contra las autoridades legítimas del país.
Aunque resolver esas ambigüedades en las relaciones entre militares y civiles es una cosa complicada y delicada, no cabe duda tampoco que afrontarla sin temores, prejuicios y sobre todo sin considerar que el tema es tabú ya que “puede enojar a los milicos” es esencial si alguna vez Chile ha de terminar su camino por esa prolongada transición a la democracia que ya parece algo de nunca acabar. Y a ese momento creo que—al menos a todos los que nos gustan, en esto hay que respetar todas las preferencias—podremos en Chile volver a escuchar con gusto el sonido de las bandas militares de música ofreciendo sus marchas, como yo mismo disfruto las bandas militares canadienses, mis favoritas las de gaiteros de un regimiento local de inspiración escocesa.