La Nueva Mayoría ha terminado por convertirse en una combinación de partidos políticos, integrada por la Concertación, más el Partido Comunista – ahora cabe preguntarse si alguna vez fue otra cosa -. Las famosas reformas estructurales, que correspondían a un diagnóstico muy sentido por la Presidenta y su equipo más cercano, han terminado por diluirse en una restauración, en la cual lleva la batuta el partido democratacristiano y algunos tecnócratas de siempre. La reaparición del antiguo dueño del gobierno de Bachelet en la escena política – ministro de Hacienda – Andrés Velasco, no tiene nada de especial, más bien demuestra el carácter de este período de restauración: al parecer, la venganza de los ex concertacionistas, que en un momento se vieron desplazados por una nueva generación, no eran más que los suches de los grandes jerarcas de la oligarquía del centro político, una especie del grito rebelde de los pajes contra sus señores.
Pocas veces en nuestra historia chilena hemos asistido a un reformismo más invertebrado y efímero, y si tuviéramos que buscar una comparación tendríamos que remontarnos al período del “general de la esperanza”, Carlos Ibáñez del Campo que, en pocos meses, terminó por acabar con el apoyo popular que, en ese entonces, era inédito en los procesos electorales. En menos de un año, Michelle Bachelet ha logrado tirar por la borda el apoyo del 60% de los electores que sufragan – en la actual democracia bancaria son pocos los votantes -.
A partir del mes de febrero de 2015, la Presidenta ha sufrido el derrumbe de los pilares que sustentaban el débil e imperfecto proceso de reformismo, basado en la convicción y la voluntad “regia” y la acción de los pajes de “su majestad” quienes, como buenos ilustrados, creían que se podía cambiar Chile de pe a pa, sin tener en cuenta los movimientos sociales ni, mucho menos, los partidos políticos – algo así como todo para la plebe, pero sin la plebe -.
En un cuadro del desplome catastrófico de la política y de los políticos, acusados de corrupción y de fraude al fisco – hasta ahora casi nadie escapa – siendo imposible pasar desapercibido – como lo hizo el emperador Claudio, en el libro Claudio, César y Dios, para eludir el asesinato de la familia imperial, haciéndose el idiota, lo cual le permitió convertirse en emperador de Roma – nuestra reina, Michelle Bachelet, que siempre ha sido brillante para eludir responsabilidades propias de su cargo culpando, muchas veces a algún “escribano”, ignorante del sentimiento profundo de la Presidenta – siempre intuía que iba a quedar la tendalada política por los muchos desatinos – comenzó la caída sin apelación de los principales pilares que permitían, aparentemente, diferenciar el neoliberalismo de la Concertación y la voluntad de cambio de la Nueva Mayoría.
En pleno verano de 2015, cuando parecía que se “desgranaba el choclo” de la derecha política a causa del destape del caso Penta – mérito de Hugo Bravo, ex mozo de los Carlos, y no a la fiscalización por parte de las instituciones del Estado – escándalo que dejaba al partido de Augusto Pinochet, la UDI, en el completo desamparo político -. En plana crisis de la derecha, surgió el caso Caval, que tocaba directamente a la familia de la Presidenta, personificados en un hijo un tanto limitado y a su nuera, muy ambiciosa. En pocos meses, la Presidenta no pudo cometer más errores – propios para una antología de una pésima conducción política – que, por lógica, la han conducido a una constante desaprobación ciudadana, marcada por las encuestas de opinión – en este mes de julio se iguala al rechazo del plutócrata y ex Presidente, Sebastián Piñera -.
La caída de los dos principales personajes de la generación que animó e impulsó el invento de la Nueva Mayoría, los ex ministros del Interior, Rodrigo Peñailillo, y el de Hacienda, Alberto Arenas, implicados en el escándalo de Soquimich, promotores de la llamada pre-campaña de la entonces candidata Bachelet, ha terminado por desplumar el modelo transformar, anunciado por una generación de políticos jóvenes, discípulos de los “barones” de la Concertación.
Recientemente viene de descubrirse que la reforma tributaria – surgida de la cocina venenosa del DC Andrés Zaldívar y acordada en un té con galletas en casa del derechista Fontaine – no sólo es insuficiente para financiar las distintas reformas – como el Partido Progresista lo advirtiera en múltiples ocasiones -, sino que se convertía en un verdadero monstruo que, necesariamente deberá pasar por la UTI; sería una cobardía sin límites culpar sólo al ex ministro de Hacienda, Alberto Arenas, hundido ahora en el fango, de tal engendro, cuando dicha reforma fue votada por los partidos políticos y el Parlamento en pleno, sin que surgieran voces de advertencia.
A diferencia del reformismo de Eduardo Frei Montalva – muchos de nosotros criticamos desde la izquierda – que dejó para la historia muchos cambios substanciales e importantes, como la reforma agraria, el reformismo de la Nueva Mayoría, ahogado por la restauración democratacristiana concertacionista, mucho me temo que el actual gobierno, si sigue perdiendo la brújula, deje un legado bastante débil que, al fin y al cabo permita el triunfo del “pavo real”, Ricardo Lagos – especie de “termidor”, que ni siquiera pasó por la dictadura jacobina.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
09/07/2015