En estricto rigor el exilio chileno como tal ya no existe más, ello sin embargo no obsta para que haya un amplio grupo de gente que de modo genérico se identifica aun como “los exiliados”. Se trata naturalmente de ese vasto y heterogéneo grupo que llegó a otros países después del golpe de estado de 1973 y cuyas salidas se produjeron más o menos desde la fecha inmediata al golpe hasta casi finales de los 80.
De todos ellos un número bastante considerable decidió retornar, con suertes diversas para cada uno de sus integrantes, desde los que hoy ocupan confortables y bien remunerados puestos en la administración pública, pasando por los que se ubicaron como parlamentarios, asesores diversos y hombres de negocio, a los que volvieron a una vida de incertidumbres, sobrevivencia precaria y hasta de discriminaciones por parte de quienes se habían quedado y por ese sólo hecho se auto-asignaban una muy ficticia superioridad moral.
Echando una mirada evaluativa a esa realidad es que me siento a escribir esta nota, muy significativamente además porque lo hago en la víspera de la fiesta patria canadiense: el 1º de julio es el Día de Canadá. Y por cierto sin el ánimo de ofender a los que tomaron la decisión de regresar al país cuando se acabó la dictadura y que ahora puedan estar arrepentidos, no puedo menos que reafirmar que en mi caso personal al menos, la decisión de quedarme en el país de adopción —por lo menos hasta ahora—, fue al fin de cuentas la correcta. Naturalmente esto no intenta ser una receta para nadie, el retorno era en última instancia una decisión que cada uno debía tomar de manera estrictamente personal.
La idea de ser un exiliado en Canadá fue para muchos una cosa inesperada y llena de sorpresas. Por de pronto uno en Chile antes del golpe poco sabía de este país a pesar de estar en el mismo continente y hemisferio occidental. Incluso los mapas del continente americano que colgaban en escuelas y liceos generalmente en la parte de arriba llegaban sólo a Estados Unidos, a lo más mostrando una pequeña franja de su vecino de más al norte, al punto que uno podía pensar que Canadá era en verdad esa pequeña franja y no el inmenso territorio que se extiende hasta el Ártico, el segundo país más extenso del mundo después de Rusia, aunque con una población de apenas poco más de 32 millones.
Pocos sabían que a pesar de estar al norte de Estados Unidos y estar fuertemente influido cultural y políticamente por el poderoso imperio, Canadá ha desarrollado una muy interesante identidad propia, apoyada fundamentalmente en sus programas sociales, muy similares a los de los países europeos nórdicos: un sistema de salud universal que comprende atención médica y hospitalaria gratuita, un seguro de desempleo que cubre a la inmensa mayoría de los trabajadores, un sistema de educación pública gratuita (excepto la universidad que sí es pagada) y un sistema previsional administrado públicamente y que opera sobre la base solidaria o de reparto.
Cierto es que en años recientes los recortes presupuestarios determinados por gobiernos con una impronta neoliberal han afectado la calidad de los servicios, especialmente la salud y la educación, pero ni siquiera el gobierno más reaccionario a nivel federal o provincial propondría en serio algo como la privatización de la salud o de la educación. La idea del acceso universal a la salud, lo que equivale a decir que la salud es un derecho social, es un concepto tan bien engranado en la mentalidad del pueblo canadiense que nadie se atreve a desafiarlo.
Naturalmente no siempre fue así y la consagración de estos programas sociales son de alguna manera resultado de una influencia indirecta de la izquierda canadiense (por tal se entiende la socialdemocracia representada por el Nuevo Partido Democrático, que al revés de algunos partidos socialistas europeos como el francés o el español que han renegado de sus principios y que hoy son abiertamente partidos liberales, plantea posiciones bastante izquierdistas en el contexto canadiense). Una izquierda también con un origen curioso o inesperado: sus fundadores fueron pastores protestantes de la denominación metodista. El más influyente fue Tommy Douglas que como premier de la provincia de Saskatchewan introdujo el primer sistema de salud universal a finales de la década de los 40, el gobierno federal bajo conducción liberal eventualmente adoptó un sistema similar para todo el país. Es por cierto curioso que la “cuna de las ideas socialistas” en Canadá se halle en una provincia entonces principalmente agrícola, antes que en aquellas como Ontario y Quebec donde se situaban las principales industrias y por lo tanto donde la clase obrera era más numerosa. Paradojas de un país que tiene muchas.
Al revés de Estados Unidos que con ocasión de su fiesta nacional hace un sofocante despliegue de chauvinismo, los canadienses son mucho más discretos. Las paradas militares, un evento de rigor en cualquier otra fiesta patria son más bien un evento festivo aquí. En Montreal por ejemplo, el desfile que se hace en una calle central contiene contingentes militares y de la Real Policía Montada, pero el grueso de los participantes en la parada son representantes de organizaciones comunitarias, escuelas, grupos étnicos (el año pasado desfiló un chileno que ha coleccionado autos antiguos), clubes juveniles, representantes de las comunidades indígenas cercanas e instituciones de beneficencia. La poca visibilidad de los militares es un hecho interesante de anotar en la vida canadiense, especialmente si se la contrasta con la abundante presencia militar en la vida chilena. Sin embargo las apariencias pueden engañar en este sentido ya que Canadá exhibe una participación bélica mucho mayor que la chilena. Mientras los militares chilenos no han estado en una guerra por más de 120 años (sin contar por cierto las veces que han estado masacrando a civiles desarmados) los canadienses estuvieron en ambas guerras mundiales, luego en Corea, en la guerra del golfo de 1991 y ahora se hallan envueltos en la guerra contra el Estado Islámico. Como ciudadano de este país—ya que tengo doble nacionalidad— he estado en desacuerdo con gran parte de esas participaciones bélicas canadienses, pero de todos modos vale la pena contrastar las actitudes militares en ambos países: mientras en Chile los generales se mueren en sus camas y cargados de condecoraciones que se entregan unos a otros por hacer nada heroico, los de mi país de adopción sí que están “donde las papas queman”, puedo estar en desacuerdo político con esas intervenciones pero los uniformados de aquí se han ganado mi respeto, el que no tienen los de mi país de origen.
Naturalmente para quienes llegamos a este país como exiliados el primer gran obstáculo era adaptarnos a una cultura y un idioma diferentes. Tomaba tiempo adaptarse a la mentalidad de la nueva sociedad a la que uno llegaba, pero a la larga se conseguía. Curiosamente por lo demás, si uno analiza ciertos aspectos de las mentalidades chilena y canadiense encuentra más cosas en común que las que uno hubiera sospechado. Por de pronto tanto chilenos como canadienses son poco expresivos (al revés de argentinos, italianos o los propios estadounidenses), es curioso que siempre en los temas de conversación se hablara de la frialdad de los canadienses, pero por otro lado cuando acá uno se topaba con gente de otras comunidades latinas como las caribeñas, eran ellos los que se apresuraban a advertir la “frialdad de los chilenos”. Bueno, por algo algunos en Chile decían que éramos “los ingleses de Latinoamérica”. Como entre los chilenos, hay también entre los canadienses cierta tendencia a esperar el reconocimiento en otros lugares. Así para ciertos artistas de cine el éxito se alcanza en Hollywood, Celine Dion la más popular cantante de Quebec es exitosa porque ha triunfado en Las Vegas. Pero eso es muy similar a la actitud de los cantantes chilenos que consideraban que habían triunfado cuando lograban actuar en Buenos Aires o Ciudad de México. En el fondo de esto hay una cierta dosis de inseguridad en ambos pueblos que en el caso chileno se expresa muy claramente en la enorme cantidad de chistes sobre argentinos, en los cuales por supuesto siempre el chileno termina ganancioso. Yo antes de venir a Canadá viví en Buenos Aires y allí nunca escuché un chiste sobre chilenos… Esa inseguridad como comunidad es particularmente fuerte en la provincia de Quebec, donde a pesar de constituir una clara mayoría demográfica, muchos quebequenses francófonos están siempre temerosos, a veces a un extremo casi paranoico, de que su idioma va a desaparecer. Eso a veces resulta en actitudes agresivas no sólo contra el idioma inglés, asociado con una dominación pasada que ya no es más, sino también contra otras minorías lingüísticas como cuando hace unos meses un restaurante italiano fue multado por usar en su menú la expresión italiana “pasta” en lugar de la francesa “pâte alimentaire”.
En lo personal y creo que lo que digo es también válido para la inmensa mayoría de los que vinimos a este país como exiliados, lo cierto es que Canadá ha sido una sociedad acogedora y solidaria. Yo mismo llegué aquí—junto a otros tantos— gracias a un programa especial que el gobierno canadiense de entonces bajo Pierre Trudeau, diseñó para recibir a exiliados latinoamericanos que habían quedado súbitamente sin protección cuando se produjo el golpe de estado en Argentina en 1976. Por cierto nada de eso ha sido completamente gratuito, nosotros vinimos aquí y apenas estuvimos en condiciones nos incorporamos a trabajar. También los exiliados hicieron una notable contribución como profesionales diversos, técnicos, artistas o simplemente—la gran mayoría—trabajando duro porque ningún sistema regala las cosas.
Pero el hecho de que los exiliados de algún modo “pagamos el favor” y a veces con creces, no invalida el hecho primario: que todo eso fue posible porque Canadá como estado, como gobierno y por cierto su pueblo, ampliamente solidario en todas las provincias, tuvieron la voluntad política y la generosidad de recibirnos. Y eso—para cualquiera que sea bien nacido—merece por lo menos un gesto de gratitud. Y qué más apropiado que hacerlo cuando este país celebra su aniversario número 148—este es un país más joven que Chile—porque si queríamos cambiar el mundo, si incluso nos llamábamos revolucionarios, debemos empezar por exhibir valores de humanismo y autenticidad, y uno de esos valores es saber ser agradecido. Por eso digo sin tapujos: muchas gracias Canadá, nunca me he acostumbrado—ni creo que vaya ya a acostumbrarme—a tus fríos inviernos, pero sí ganaste mi admiración y sincero afecto.