“Un cuerpo policial es bueno cuando logra arrestar a tantos criminales como los que tiene en sus propias filas”, esta cita que una vez leí en un poster en una de esas tiendas alternativas en Toronto, volvió a mi memoria cuando viendo TV Chile, el canal internacional de TVN, me enteré de la dada de baja y procesamiento de unos seis miembros del Cuerpo de Carabineros involucrados en diversos crímenes, desde narcotráfico a falsos allanamientos que tenían por objeto el apoderarse de droga que luego comercializaban ellos mismos.
Este hecho vino a producirse a relativamente poco tiempo después de otros incidentes que afectan la ética de ese cuerpo policial, uno particularmente impactante ocurrió en una localidad del sur del país en el que un oficial es captado por un video aficionado en manifiesto estado de ebriedad y que luego intenta resistir su arresto por parte de un funcionario de menor rango.
Esto para mencionar sólo el aspecto ético-policial en lo que respecta a su tarea principal que debe ser la de combatir la actividad delictual. Por cierto su rol represivo ha ocupado ya innumerables páginas y espacios en particular luego del trágico hecho acaecido en Valparaíso cuando un estudiante quedó en estado de coma luego de ser apuntado y lanzado violentamente al suelo por acción de un potente chorro del carro lanza-agua. También aquí cabe hacerse ciertas preguntas sobre el marco ético en el cual se desarrolla el accionar policial represivo.
Por el mismo canal que antes mencionaba me enteré a través de su programa “Informe Especial” acerca de algunos pormenores del accionar policial en estos casos. Sin tratar de exculpar al funcionario que apuntó su chorro al estudiante en Valparaíso, el programa hizo un interesante reportaje al modus operandi del cuerpo policial en estos casos y de cómo—al fin y al cabo—los verdaderos responsables de situaciones como las que han afectado a ese estudiante así como a otras personas que resultan maltrechas después de alguna manifestación, son aquellos altos mandos que diseñan las estrategias de enfrentamiento callejero y que parecen dejar muchos espacios dudosos e incluso algunas preguntas para sus jefes políticos también. Recuerden la “Mazúrkica modérnica” de Violeta Parra: “…arrellenádicos en los sillónicos. / Cuentan los muérticos de los encuéntricos / como frivólicos y bataclánicos” ya que al final en un más estricto sentido y como ella misma nos dice: “Ni los obréricos / ni los paquíticos / tienen la cúlpita, señor fiscálico…”
En primer lugar, como simple observador a través del televisor y a varios miles de kilómetros de distancia de los hechos, en todo este último tiempo me ha llamado profundamente la atención cómo mientras se despliega gran fuerza contra los manifestantes legítimos un poco “a granel”, por otro lado me parece muy sospechoso que se deje actuar a grupos del lumpen, que no tienen real vinculación ni con estudiantes ni con trabajadores, pero que hacen de las suyas, a veces a poca distancia de los contingentes policiales. Ese mismo día 21 de mayo en Valparaíso por ejemplo, era muy extraño ver a unos sujetos—no más de cinco—pateando y dando de martillazos sobre la cortina metálica de un comercio en la Avenida Pedro Montt con la obvia intención de entrar al local y saquearlo. Uno de ellos, que parecía más experto en la tarea, incluso le enseñaba a otro donde golpear para romper la cortina. La propia presidenta de la FECH ha debido denunciar ese tipo de acciones que—curiosamente—no parecen despertar la misma reacción policial.
Por cierto el uso de infiltrados, que incluso en los años del gobierno de Piñera se demostró en varias ocasiones, no es algo nuevo. Algunos deben recordar los acontecimientos del 2 de abril de 1957 en que, según se denunció, funcionarios policiales del gobierno del entonces presidente Carlos Ibáñez deliberadamente dejaron salir a delincuentes que estaban detenidos a fin que se dedicaran a labores de saqueo de tiendas, incendio de buses y destrucción de semáforos y otros bienes de uso público, para luego achacar estos hechos a los manifestantes que legítimamente protestaban (en esa ocasión el elemento gatillante de la protesta había sido un alza en las tarifas de la locomoción colectiva). El hecho que de manera regular cada vez que hay alguna protesta masiva se produzcan incidentes, ya no sería mera coincidencia sino un plan calculado para intentar desprestigiar las protestas. Y creo que es tiempo que se investigue más a fondo cómo es que estas escaramuzas se producen de modo tan sistemático y que mientras carabineros despliega gran agilidad en detener a estudiantes u otros legítimos participantes en las marchas, nunca logran llegar a tiempo para impedir el saqueo de algún local comercial, el derribamiento de un semáforo o el ataque contra un bus, pese a que muchas veces están a pocos metros de allí. Algo muy sospechoso, por decir lo menos.
Más de alguien dirá que a pesar de estas denuncias en el caso chileno no se daría el tipo de corrupción policial que se observa en otros cuerpos policiales, México salta inmediatamente a la memoria: en los años 80, un amigo mexicano y yo que andaba de visita, pudimos fácilmente eludir una infracción de carretera mediante el simple expediente de pasarle unos billetes al agente, la famosa “mordida”. Más siniestra la conexión entre policías y criminales en ese país ha sido la “colaboración” entre los policías de la localidad de Iguala y uno de los carteles criminales para eliminar a los 43 estudiantes de Ayotzinapa el año pasado.
Por otro lado—dejando de lado las frases clichés y las interpretaciones mecanicistas que algunos hacen de las concepciones marxistas sobre las fuerzas policiales—uno tiene que convenir que no todo el personal policial es necesariamente corrupto ni poseedor de una tendencia natural a ser un represor brutal. Los hay quienes legítimamente cumplen una tarea con complejidades, como compleja es también la temática del crimen como fenómeno social. Al respecto y de manera muy cruda, uno puede observar en prácticamente cualquier sociedad dos actitudes principales respecto del accionar criminal: una—asociada con la visión más derechista o conservadora del mundo—recoge una lógica un tanto maniquea, hay gente mala, los malos son los criminales (siguiendo la misma lógica, quienes combaten el crimen son automáticamente los “buenos” esto es la policía, visión ampliamente reforzada a través de ciertos productos de la cultura popular como series de TV, comics, etc.); la otra, aparentemente la visión “progre” ve el crimen como resultado de una estructura social determinada, por lo tanto los criminales no son necesariamente malos, sino que se han convertido en lo que son por obra de la propia sociedad (esta visión también diluye un tanto la concepción de la función policial, en lo positivo tiende a verla en un sentido más rehabilitador que represor, pero por otro lado no siempre puede articular un rol social claro para lo que en última instancia es una función de control y represión social). Por cierto los sostenedores de la visión derechista, que achacan el crimen a esa idea metafísica de “maldad”, se hallan en problema cuando alguien cercano a ellos, un hijo por ejemplo, se ve envuelto en una tal acción (entonces viene la excusa: “las malas juntas”). Pero la visión progresista o izquierdista también encuentra sus dificultades, si uno es víctima de un robo o alguien cercana a uno es violada, ya no vale mayormente el discurso del crimen como “resultado de las condiciones que genera el capitalismo” y uno lo único que quiere—al menos en primera instancia y como reacción impulsiva—es reventarle la cabeza al autor del delito. Lo que entonces lleva también a matizar un tanto la concepción de la policía como agencia social.
Y por cierto también abundan ejemplos de diferente signo, el mismo canal internacional nos informó de acciones bastante solidarias de algunos carabineros durante el desastroso aluvión en el norte, hechos similares fueron informados durante el terremoto de 2010 y hace unos días el mismo medio informativo nos daba cuenta de un trabajo muy solidario de carabineros de la Población La Victoria en relación a un brasileño avecindado en el sector al cual llegó como instructor de capoeira y que por un accidente quedó parapléjico. No hay duda, uno no puede poner en el mismo saco a los “pacos” adiestrados para golpear indiscriminadamente a gente que se manifiesta legítimamente y que por lo demás siguen órdenes de altos mandos que deben añorar los tiempos de la dictadura, y aquellos otros que efectivamente sirven a la gente y están en contacto directo especialmente con los sectores más pobres de la sociedad y que en casos de emergencia están prestos a dar una mano. O con aquellos que deben usar la fuerza, pero para combatir a los delincuentes, los que muchas veces roban o matan a gente tan pobre como ellos o asesinan a las mujeres en las poblaciones.
En otras palabras, uno querría un cuerpo policial también con una perspectiva ética diferente. Pero claro está, en una sociedad como la chilena en que los sucesivos escándalos que afectan a políticos tanto de la derecha como del gobierno, los flagelos de la corrupción y de la carencia de valores éticos se han instalado transversalmente en toda la sociedad y los carabineros no podían quedar exentos de ellos. Lo peor es que si uno se atiene a la definición de Max Weber, “el Estado es aquella entidad humana que tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza en un determinado territorio”, resulta que en última instancia el instrumento que el Estado tiene para ejercer ese monopolio son sus fuerzas policiales y si éstas no son confiables, bueno… ahí se cae en un muy serio problema.